—En régimen de aislamiento —rectificó Gillette.
—¿…y sólo quieres un ordenador?
—Sí.
—Si el recluso estuviera encerrado sin ninguna posibilidad de conectarse a la red, ¿habría algún problema?
—Supongo que no —dijo el alcaide.
—Trato hecho —comentó a Gillette el policía—. Te conseguiremos un portátil.
—¿Va a regatear con él? —le preguntó Shelton a Anderson sin creérselo aún. Miró a Bishop para que lo apoyara pero el arcaico agente estaba de nuevo ojeando su móvil, a la espera de que lo dispensaran de todo aquello.
Anderson no se molestó en contestar a Shelton. Y añadió, dirigiéndose a Gillette:
—Pero no tendrás tu ordenador hasta que hayas analizado el de la señorita Gibson y nos hayas dado un informe completo.
—Me parece justo.
Consultó su reloj.
—Su ordenador era un clónico de IBM, por si te interesa. Lo tendrás aquí dentro de una hora. Tenemos todos sus disquetes, software y demás…/p>
—No, no y no —dijo Gillette con firmeza—. Aquí no lo puedo hacer.
—¿Qué quieres decir?
—Necesito estar fuera.
—¿Por qué?
—De nada me serviría usar los mismos programas que han usado ustedes. Voy a necesitar una conexión con algún ordenador central, quizá un superordenador. Y voy a necesitar manuales técnicos y software.
Anderson miró a Bishop, que parecía no enterarse de nada de lo que allí se hablaba.
—Y una puta mierda —comentó Shelton, el más locuaz de los agentes de Homicidios, aun a pesar de lo limitado de su vocabulario.
Anderson estaba meditando todo esto cuando el alcaide preguntó:
—¿Podríamos salir un segundo al pasillo, caballeros?
Había sido un divertido acto de piratería informática.
Pero sin tanto desafío como a él le hubiera gustado.
Phate (su alias en la red, escrito con ph en vez de f en la mejor tradición hacker) conducía ahora camino de su casa de Los Altos, en el corazón de Silicon Valley.
Había sido una mañana movidita. Había abandonado la furgoneta blanca manchada de sangre utilizada ayer para prender la hoguera de la paranoia bajo los pies de Lara Gibson y se había desprendido de su disfraz: la peluca de greñas rastafaris, la chaqueta de camuflaje del acosador y el uniforme de informático limpio y chillón de Will Randolph, el primo de Sandy que acababa de ser papá.
Ahora era alguien completamente distinto. Bueno, no era alguien que respondiera a su verdadero nombre o a su identidad: no era Jon Patrick Holloway, aquel que naciera en Saddle River, Nueva Jersey, hace veintisiete años. No, en ese instante era uno de los seis o siete personajes ficticios que había creado hace poco. Para él, estos personajes eran como un grupo de amigos, y todos tenían sus licencias de conducir, sus cédulas de identificación de distintas empresas y sus tarjetas de la Seguridad Social. También les había otorgado acentos y gestos distintos, que él practicaba regularmente.
¿Quién quieres ser?
A menudo se hacía esa pregunta y, en su caso particular, la respuesta era: cualquier persona de este mundo.
Pensó en el caso de Lara Gibson y decidió que había sido demasiado fácil acercase a alguien que se enorgullecía tanto de ser la reina de la protección urbana.
Ya iba siendo hora de hacer que el juego se volviera un poco más difícil.
El Jaguar de Phate marchaba con lentitud a través del tráfico de hora punta que fluía por la interestatal 280, la autopista Junípero Serra Highway. A su derecha, hacia el oeste, las montañas de Santa Cruz se alzaban sobre los espectros de las brumas que se escurrían hacia la bahía de San Francisco. En años anteriores el valle había sufrido sucesivas sequías pero esta primavera —por ejemplo, hoy mismo— el tiempo era lluvioso y los campos estaban verdes. No obstante, Phate no prestaba ninguna atención al bello paisaje. Estaba escuchando en su reproductor de CD la grabación de una obra de teatro, «
La muerte de un viajante
». Era una de sus favoritas. En ocasiones su boca seguía los diálogos, pues se la sabía de memoria.
Diez minutos más tarde, a las 8.45, aparcaba en el garaje de su casa en la urbanización Stonecrest cercana a la carretera de El Monte, en Los Altos.
Metió el coche en el garaje, cerró la puerta. Vio una mancha de sangre de Lara Gibson como una pequeña coma torcida sobre el suelo, por lo demás, inmaculado. Se reprendió a sí mismo por no haberse dado cuenta antes. Lo limpió y entró, tras haber cerrado la puerta y echado la llave al garaje.
La casa era nueva, no tendría más de seis meses, y aún olía a cola de moqueta y a pintura.
Si algún vecino se decidiera a llamar a su puerta para darle la bienvenida al barrio y se quedara esperando en el recibidor mientras le echaba una ojeada a la sala, se toparía con pruebas fehacientes del tipo de vida familiar y desahogada que tantas familias de clase media–alta habían conseguido aquí, en el Valle, gracias al dinero suministrado por la informática.
«Hola, ¿qué tal?…Sí, así es, me mudé el mes pasado…Estoy en una nueva empresa de Internet ahí, en Palo Alto. A mí me han trasladado desde Austin un poco pronto, y Kathy y los niños vendrán en junio, cuando acaben las clases…Mire, son los de la foto. Hice esas fotos en enero, nos tomamos unos días de vacaciones en Florida. Troy y Brittany. Él tiene cuatro años. Ella cumplirá dos el mes que viene.»
Había docenas de fotos de Phate posando junto a una mujer rubia sobre la repisa, sobre cada extremo de cada mesa y sobre cada mesa camilla: en la playa, cabalgando, abrazándose en la cima de una montaña nevada en alguna estación de esquí, en su baile nupcial. Había otras fotos de la pareja con sus dos hijos. De vacaciones, jugando al fútbol, en Navidad, en Semana Santa. Y muchas fotos de los críos solos, en distintas edades.
«Bueno, la verdad es que os invitaría a cenar o algo así, pero es que en esta nueva empresa nos hacen trabajar como locos…Sí, mejor cuando estemos toda la familia, claro. Kathy es quien se ocupa de las relaciones sociales…Y también cocina mucho mejor que yo. Sí, claro, gracias por la visita.»
Y los vecinos dejarían el vino, o las galletas o las begonias que habían traído como signo de bienvenida y se irían de vuelta a sus casas sin saber que toda la escena, en la que habían sido manipulados de la mejor y más creativa de las maneras con ingeniería social, había resultado tan falsa como cualquier obra de teatro.
Al igual que las fotos que mostrara a Lara Gibson, había creado estas instantáneas en su ordenador: su rostro reemplazaba al de un modelo masculino y Kathy tenía una cara femenina bastante común sacada de una modelo de Self. Los chavales habían salido del Vogue Bambini. También la casa era una fachada: las únicas piezas amuebladas eran la sala y el vestíbulo, y eso obedecía al único propósito de engañar a quien llamara a la puerta. En la habitación no había nada salvo un catre y una lámpara. El comedor (la oficina de Phate) contenía una mesa, una lámpara, dos ordenadores portátiles y una silla de oficina que era extremadamente cómoda, pues allí pasaba la mayor parte del tiempo. En cuanto al sótano…Bueno, digamos que el sótano contenía algunas otras cosas que bajo ningún concepto debían quedar a la vista del público.
En un caso extremo, y sabía que podía ser una posibilidad, nada le impedía salir por esa puerta en un abrir y cerrar de ojos y dejarlo todo atrás. Todo lo importante (sus verdaderos ordenadores, las antigüedades informáticas que coleccionaba, la máquina de falsificar credenciales y las piezas y componentes de superordenadores que compraba y vendía para ganarse la vida) se encontraba en un almacén a varios kilómetros de distancia. Y aquí no había nada que pudiera ofrecer a la policía ninguna pista sobre su paradero.
Fue al salón y se sentó a la mesa. Encendió un portátil.
La pantalla cobró vida, el indicador C: parpadeó en ella y, con la sola aparición de ese símbolo luminoso, Phate renació de entre los muertos.
¿Quién quieres ser?
Bueno, en este instante no era ni Jon Patrick Holloway ni Will Randolph ni Warren Gregg ni James L. Seymour ni ninguno de los otros personajes que había creado y que conformaban un reparto de gente atrapada en el Mundo Real. En ese preciso instante él era Phate. Ya no era ese tipo rubio de casi metro ochenta y constitución mediana que andaba errante entre casas de tres dimensiones y edificios de oficinas, entre aviones y autopistas de cemento y césped y cadenas y candados y semiconductores y plantas, bandas, centros comerciales, mascotas, gente, gente, gente y más gente tan numerosa e insignificante como bytes digitales…/p>
Todos eran fatuos, insustanciales y deprimentes.
En cambio, ésta sí que era su realidad: la del mundo dentro de su monitor.
Tecleó algunos comandos y escuchó, con un estremecimiento en el vientre, el sensual pitido ascendente y descendente del apretón de manos electrónico de su módem (la mayor parte de los verdaderos hackers nunca pensaría en usar la lenta comunicación de los módems y las líneas de teléfono en vez de la conexión de fibra óptica para conectarse a la red. Pero Phate tenía que hacer esta concesión: la velocidad era muchísimo menos importante que ser capaz de ocultar su rastro entre millones de miles de líneas telefónicas alrededor del mundo).
Una vez que se hubo conectado a la red, miró si tenía correo. Si hubiera recibido algún mensaje de Shawn lo habría abierto al instante, pero no era así; los demás los leería más tarde. Salió de la bandeja de correo y tecleó otro comando. Apareció un menú en la pantalla.
Cuando Shawn y él escribieron el software de Trapdoor el año pasado decidió que, a pesar de que nadie más lo iba a usar jamás, crearía un menú muy sencillo: por la simple razón de que eso es lo que hace todo buen programador, todo wizard.
Trapdoor
Menú Principal
- ¿Desea reanudar alguna sesión anterior?
- ¿Desea crear/abrir/editar un fichero de fondo?
- ¿Desea buscar un nuevo objetivo?
- ¿Desea decodificar/descriptar una clave o un texto?
- ¿Desea salir del sistema?
Escogió el número 3 y pulsó Enter.
Un segundo después, Trapdoor le preguntaba con toda amabilidad:
Por favor, introduzca la dirección de e–mail del objetivo.
Tecleó de memoria un nombre de usuario y pulsó
Enter
. En menos de diez segundos se había conectado con el ordenador de otra persona: de hecho, es como si espiara por encima del hombro de esa persona que nada sabía de todo ello. Comenzó a tomar notas.
Lo de Lara Gibson había sido divertido pero esto aún sería mejor.
* * *
—Él hizo esto —les dijo el alcaide.
Los policías se hallaban en una habitación que servía como almacén en San Ho. Las baldas se encontraban atestadas de enseres para drogarse, motivos nazis, enseñas de la Nación Islámica y armas de diseño artesanal: barras, cuchillos, puños de metal, hasta había algunas pistolas. Estaban en el depósito de objetos confiscados y todos esos hoscos artilugios habían sido decomisados durante años de manos de internos rebeldes.
Lo que señalaba el alcaide en esos momentos, no obstante, no era algo letal ni inflamatorio. Era una caja de madera de unos sesenta por noventa centímetros, llena de cables que interconectaban docenas de componentes electrónicos.
—¿Qué es esto? —preguntó Bob Shelton con voz ronca.
Andy Anderson se echó a reír y dijo entre susurros:
—Dios mío, es un ordenador. Un ordenador de fabricación casera.
Se agachó, asombrándose por lo simple del cableado, lo perfecto de las conexiones sin soldadura y el eficaz uso del espacio. Era rudimentario pero a un tiempo increíblemente elegante.
—No sabía que uno pudiera construirse un ordenador —comentó Shelton. Bishop seguía sin abrir la boca.
—Gillette es el peor adicto que he visto en la vida —comentó el alcaide—, y llevamos años recibiendo a gente enganchada a la heroína. Pero él es adicto a esto, a los ordenadores. Les garantizo que hará lo que sea para conectarse a la red. Estoy convencido de que es capaz de lesionar a quien sea para conseguirlo. Y, cuando digo lesionar, lo digo muy en serio. Construyó esto para meterse en Internet.
—¿Le puso también un módem? —preguntó Anderson, que aún seguía ensimismado con el aparato—. Espera, mira, aquí está.
—Yo me lo pensaría dos veces antes de sacarlo a la calle.
—Podemos controlarlo —afirmó Anderson, mientras alejaba la vista de la creación de Gillette, de mala gana.
—Creen que pueden —replicó el alcaide, encogiéndose de hombros—. La gente como él dice lo que sea para conectarse a la red. Son como alcohólicos. ¿Saben lo de su esposa?
—¿Está casado? —preguntó Anderson.
—En pasado: estuvo casado. Trató de dejar los pirateos informáticos cuando contrajo matrimonio, pero no pudo. Después lo arrestaron y perdieron todo lo que tenían por pagar al abogado y abonar la fianza. Ella se divorció de él hace dos años. Pero aquí viene lo bueno: a él le da lo mismo. No habla de nada que no sean esos malditos ordenadores.
Se abrió la puerta y apareció un guardia que traía una carpeta desgastada de papel reciclado. Se la pasó al alcaide, quien se la dio a su vez a Anderson.
—Este es el archivo con lo que tenemos sobre él. Quizá le ayude a decidir si de verdad lo quieren cerca.
Anderson echó una ojeada al archivo de Gillette. Lo habían fichado de muy joven, aunque lo de aquella detención no había sido por nada serio. Gillette había llamado a la sede central de Pacific Bell desde una cabina —lo que los hackers denominan un «teléfono fortaleza»— y programado el teléfono para que le permitiera realizar llamadas gratis a larga distancia. Los teléfonos fortaleza se consideran la escuela primaria para cualquier hacker joven, quienes aprenden a usarlos para introducirse en los conmutadores de las compañías telefónicas, que en el fondo no son sino enormes sistemas informáticos. Al arte de quebrar los sistemas de las compañías telefónicas para hacer llamadas a larga distancia o sólo por pasarlo bien se le denomina phreaking. El informe señalaba que Gillette había hecho llamadas al servicio horario y al de información sobre el tiempo de lugares como París, Atenas, Frankfurt, Tokio o Ankara. Una acción que el policía entendió como señal de que el hacker se había introducido en el sistema para ver si podía conseguirlo, y no para sacar tajada.