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Authors: Javi Araguz & Isabel Hierro

Tags: #Juvenil, Romántico

La Estrella (10 page)

BOOK: La Estrella
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El interlocutor del rey se inclinó respetuosamente al ver que éste recibía una visita inesperada, y, tras saludarlos con un ligero movimiento de cabeza, se retiró de la sala en silencio.

—¡Gran Mezvan! —lo saludó Nicar.

—Vamos, viejo amigo, déjate de formalismos —le reprochó el rey—. El Sumo Intocable no tiene por qué rendirme pleitesía.

Mease Nicar sonrió satisfecho. Lan estaba segura de que, si aquellos dos personajes hubieran podido tocarse, se habrían fundido en un vigoroso abrazo. Su camaradería era más que evidente.

—Pasad —dijo aquel gran hombre.

La sala era un espacio diáfano, sin rastro de ostentación. La cruzaba de lado a lado un estrecho canal de agua adornado con todo tipo de flores, cuyo recorrido moría en una especie de pozo circular del que, de vez en cuando, se escapaban pequeñas volutas de vapor. Algo más lejos, se encontraban un buen número de sillas, ninguna más alta que la otra, que rodeaban una mesa oval cubierta de complicado planos de canales de magma.

Lan no pudo evitar la tentación de deslizar los dedos por algunos de los manuscritos.

—Mezvan, hemos venido a traer noticias del Linde, pero también por una cuestión algo más… personal.

—¿Personal? Explícate —dijo el rey, desenterrando una tetera de hierro de entre el papeleo para llenarla después de agua.

—Como vosotros, hemos acogido a una superviviente del clan de Salvia.

—Lo que sucedió fue aterrador —dijo, mientras destapaba una vasija para coger un puñado de hojas secas—. Espero que no corramos su misma suerte.

—Uno de mis Hermanos encontró a Lan en el desierto y no pudimos negarle el auxilio; pero, como sabes, no podemos permitirle que forme parte de nuestro pueblo.

—Lo sé, ¡lo sé! —bufó—. Conozco vuestras reglas y tradiciones —dijo con aire hastiado, mientras introducía las hojas en la tetera—. ¿Sabes? Soy el rey de la ciudad más grande del Linde y ni siquiera yo he instaurado un código tan estricto como el vuestro.

Nicar arqueó los ojos, tomándose el comentario como un cumplido.

—Si lo que me estás pidiendo es hospedaje…

—Así es —interrumpió, con el semblante serio.

—Yo… no podría negárselo —dijo mientras se dirigía al pozo humeante.

—Habéis recogido a tres de sus vecinos. Lo lógico es que se quede con vosotros —explicó el Guía.

—Sí, supongo que sí —murmuró Mezvan—, aunque no te voy a engañar… en realidad, lo que necesitamos es mano de obra cualificada o gente con buenos músculos para construir más cortafuegos. Y, seamos sinceros —le dijo, bajando el tono de voz—, tu chica está algo… flaca.

«¿Flaca?», pensó Lan, indignada.

—Sin ofender —se excusó el rey al interpretar su mueca de desaprobación.

Lan se mordió la lengua y después le disculpó con la mirada.

—Es una buena muchacha —le aseguró Nicar, fijando sus ojos en los de Lan, como advirtiéndole de que no se le ocurriera decir nada sobre el malentendido con el Secuestrador.

Lan se sonrojó. El rey sumergió durante unos segundos la tetera en el pozo, revelando que en su interior bullía un peligroso riachuelo de lava.

—Bien —suspiró—. ¿Qué sabes hacer, jovencita? —le preguntó mientras vertía la infusión en unos diminutos vasos de cristal.

—Yo, bueno… yo —Bajó la cabeza, tratando de encontrar algo que considerara de utilidad para aquella gente—. A mí, en realidad… siempre se me han dado bien las plantas —dijo finalmente, encogiéndose de hombros.

—¿Bromeas?

Mezvan alzó la cabeza y la estudió de arriba abajo.

—Las plantas, ¿eh? —repitió, sin dejar de cavilar ni un segundo.

—Sí señor.

—¿Sabes? Creo que tengo el trabajo perfecto para ti —dijo el rey, mientras le ofrecía una humeante taza de té volcánico.

8

El verde

M
ezvan no lo dudó ni un instante; aunque la flacucha no podría ayudarle con los cortafuegos, estaba seguro de que sería la solución a otro de sus problemas.

—Uno de mis hombres te acercará al invernadero —dijo—. No tienes de qué preocuparte, estoy seguro de que te recibirán con los brazos abiertos. Al anochecer, te reunirás con los supervivientes de tu clan en Las Aspas.

—Gracias —respondió Lan.

La pelirroja se acercó a su amiga y le dijo:

—Espero que seas consciente de que te acaban de admitir en la ciudad más grande y estable del Linde… No desaproveches esta oportunidad ¿ok?

—Por supuesto que no —respondió escueta.

—Bien, entonces nos vemos esta noche. ¡Ni se te ocurra perdértelo! —le advirtió de nuevo, esta vez ensanchando su sonrisa.

Lan se esforzó por devolverle el gesto, pero fue completamente incapaz; a pesar de tener un nuevo hogar, seguía sin sentirse en casa. No podía dejar de pensar en su madre y en el resto de sus amigos. Ahora que sabía que Mona estaba sana y salva, una pequeña esperanza había nacido en su interior. Se preguntaba si los demás también habrían sido acogidos por otros clanes, ya que, de ser así, quizá volverían a encontrarse. La muchacha suspiró, impaciente por abrazar a Mona.

Minutos después, Naveen condujo a Lan por el desfiladero hasta que llegaron al inicio de un acantilado. Cualquiera habría dicho que el terreno escarpado que se alzaba a sus pies era en realidad todo lo que quedaba de una antigua montaña seccionada de cuajo. A Lan se le ocurrió que las numerosas rupturas sufridas por el Linde habían esculpido sus paisajes, generando con el tiempo toda clase de formas abruptas poco naturales.

Luego, se preguntó si el antiguo emplazamiento de su clan habría corrido esa misma suerte.

—Vamos, sígueme. Es fácil perderse por estos senderos.

Lan aceptó el consejo de su guía y redujo la distancia que les separaba; a fin de cuentas, Naveen no era un Errante y por lo tanto no tenía sentido alejarse tanto de él. Después, ascendieron por un camino transitable, aunque algo laberíntico, ya que se ramificaba cada pocos metros.

—Como habrás podido comprobar, hemos dejado la ciudad atrás — señaló más allá de la pendiente—. Aunque muchas de sus construcciones se apoyan en el lateral de las montañas, el invernadero está situado algo más arriba para evitar los gases que emana el volcán.

—¡Vaya! ¡Qué curioso! —dijo la muchacha, sin quitar ojo al paisaje.

—Fue una de las exigencias de El Verde —añadió.

—¿El Verde? —preguntó extrañada.

—Tu nuevo jefe.

Lan se percató de que, por primera vez en su vida, iba a trabajar para alguien. Siempre había obedecido a su madre y en numerosas ocasiones se había encontrado al servicio de algunos de sus vecinos, pero nunca había tenido un superior que le dijera lo que tenía que hacer.

—No tengas miedo. Es un hombre exigente, pero muy amable. Ya lo verás.

Cuando sobrepasaron el cúmulo de nubes, Lan descubrió un cielo limpio y despejado, entendiendo al instante por qué el invernadero se encontraba a aquella altura. Luego contempló un nuevo tramo de la montaña; era espeluznante, parecía que un come-tierra tan grande como todo Rundaris le hubiera dado un buen bocado. Por fin, entre los recovecos de la roca apareció una imaginativa edificación que, sin duda, había sido diseñada por un auténtico genio de la arquitectura. No tenía una forma definida, sino que más bien era como una inmensa gota de miel descendiendo por la ladera, y su esqueleto de vigas onduladas, que la revestían como una malla, albergaba un conjunto de paneles de cristal de ámbar que le recordaron el improvisado cobertizo que tenía en el tejado de su casa.

—Sé lo que estás pensando.

—¿De verdad?

—Todos se preguntan lo mismo; quieres saber qué es ese material.

—Ehhh… sí —le siguió la corriente—. Es… muy distinto al hierro que habéis utilizado en la ciudad —observó.

—Es una aleación bastante extraña, ligera, pero muy resistente. Como ya has podido comprobar, ésta es una zona volcánica y por lo tanto muy calurosa —le explicó, secándose el sudor de la frente —. Gracias al canal de magma, hemos logrado fabricar hornos para trabajar el metal y algún artilugio más que no tardarás en descubrir.

—Entiendo, pero ¿de dónde sale la materia prima? Quiero decir que… el hierro de una mina no tiene ese aspecto tan… perfecto —dijo al fin.

—Encontramos todo ese material incrustado en los estratos de la montaña, de la misma forma que aparecen fósiles de animales y plantas. Creemos que pertenecían a algún tipo de civilización antigua.

—¿Civilización antigua? —se interesó.

—Algunos creen que hubo un tiempo en que la Quietud era perpetua y el Gran Linde estaba poblado por seres que habían conseguido prosperidad mucho más de lo que imaginamos.

—¡¿Perpetúa?! —exclamó—. ¿Eso es posible? ¿Un mundo completamente estable? —dijo emocionada.

—¡Quién sabe! —se encogió de hombros.

—¿Y qué fue de ellos?

—Existen diversas teorías al respecto, aunque la mayoría apunta a que abusaron del planeta hasta encontrarse al margen de la extinción. Entonces empezaron las rupturas que acabaron con sus ciudades, el clima cambió demasiado rápido y… en definitiva, el mundo acabó patas arriba. Lo más probable es que seamos sus descendientes.

—No estaban preparados —murmuró.

—¿Y nosotros sí?

—Bueno, no. Yo… quería decir que… —trató de explicarse ella.

—Te entiendo muchacha, sólo bromeaba.

—En realidad, creo que hasta ahora nos hemos apañado bastante bien —se defendió Lan—. ¿No crees? Hemos aprendido a definir Límites Seguros, los Corredores nos mantienen en contacto con otros clanes, podría decirse que casi no nos falta de nada…

—Sí, es cierto; los clanes están cada vez mejor preparados. Hasta hace poco, era bastante raro que una ruptura engullera a… —Lan agachó la cabeza apenada—. ¡Oh! Discúlpame. Yo… no pretendía insinuar que Salvia…

—No es culpa tuya —le interrumpió —, nuestro clan estaba acostumbrado a las rupturas. ¡Éramos supervivientes! Pero… la última no fue una ruptura normal y corriente. —Negó con la cabeza, mientras recordaba afligida—. No respetó los Límites, fue realmente devastadora.

Naveen compartió el dolor de la chica al imaginar las implicaciones de que algo así ocurriera en su ciudad.

—Lo siento.

—Es muy duro perderse, pero es mucho peor saber que todos aquellos a los que quieres también se han perdido.

El silencio se adueñó del lugar hasta que una suave brisa hizo tintinear los adornos metálicos del cabello de Lan.

—Venga —la azuzó—, tenemos que volver al centro antes del anochecer. ¡Hoy, Las Aspas girarán con más fuerza que nunca!

La muchacha no supo a qué se refería el rundarita, pero se esforzó por dibujar una sonrisa y siguió caminando.

Una vez en el interior del invernadero, Lan se sintió como en casa. Aquel lugar le recordaba a Salvia; todo estaba cubierto de verde y el ambiente era tan húmedo como en el Bosque de los Mil Lagos. Adonde quiera que dirigiera la mirada, encontraba un árbol abriéndose paso entre los matorrales que crecían junto a las numerosas charcas artificiales, y también había hongos de todas las clases y tamaños que daban sombra a unas plantas muy similares a las que le habían servido de alimento en el desierto.

—Creo que esto no va a estar tan mal —pensó en voz alta.

Todo estaba interconectado por pasarelas, y en cada uno de sus rincones podías encontrar restos de engranajes, bielas y herramientas, como si el lugar tuviera también algo de taller y laboratorio.

Instantes después, el larguirucho que discutía en palacio con Mezvan hizo acto de presencia.

—¿Él es El Verde?

—No, ¡claro que no! —respondió, como si aquello resultara de lo más obvio.

El hombre se acercó a Lan visiblemente emocionado, y dijo:

—¡Ah! Yo soy Embo. ¡Y tú debes ser nuestra nueva ayudante! —Se frotó las manos.

—Eh… sí, creo que sí.

—Encantado de conocerte, jovencita. Espero que sepas algo de plantas, o Mezvan me las pagará —bromeó.

A la muchacha le llamo la atención que aquel viejo no tratara a su rey como a un gobernador al que rendir cuentas, sino más bien como a una especie de hermano al que vilipendiar siempre que fuera necesario.

—¡Vaya! —exclamó Embo—. Ese juego de herramientas es… es…

—¿Precioso? —trató de adivinar Lan.

—No… ¡Es mío! —rio de nuevo—. ¡Ja, ja ,ja! ¿No me digas que eres hija de Fírel?

No se lo podía creer. ¿Conocía a su padre?

—¡Sí! ¡Sí lo soy! —respondió emocionada—. ¿Sabe dónde está?

—Oh… lo siento jovencita —dijo, poniéndose serio—. No he vuelto a verlo desde… en realidad, desde hace mucho tiempo. Pensaba preguntarte por él. ¿Acaso le ha ocurrido algo? —se preocupó.

Lan agachó la cabeza con expresión derrotada.

—Él… bueno, él… se perdió —dijo, con un hilo de voz.

—Vaya, lo siento de verdad —lamentó Embo—. Tu padre era un buen hombre.

Lan agradeció el comentario con la mirada.

—¿Sabes? Me pidió que confeccionara ese juego de herramientas especialmente para ti —le explicó, señalándolo con un brillo especial en los ojos.

—Yo… pensé que simplemente las había comprado —confesó ella.

—¡Oh! No, claro que no. Esas herramientas no pueden comprarse.

—¿Qué quiere decir?

—El Verde es el encargado de este invernadero y yo soy… algo así como su ayudante…

—¡Eres mucho más que su ayudante! —le interrumpió Naveen.

—Bueno, en realidad soy quien se hace cargo de la parte técnica, el responsable de diseñar las herramientas que aquí utilizamos, los sistemas de riego y todo eso. —El hombre hizo una breve pausa para respirar y luego prosiguió—. Está mal decirlo, pero me siento muy orgulloso de este lugar.

—Entonces, ¿todo esto es obra tuya?

—Así es.

—Pues es realmente impresionante.

—¿Tú crees?

—¡Desde luego! Tendrías que ver el pequeño invernadero que construí en el tejado de mi casa. No tiene comparación. Es… ¡diminuto! —dijo, a falta de una palabra mejor.

—¡Vaya! —se sorprendió—. Por lo que veo, tu padre tenía razón.

Lan trató de adivinar qué clase de relación había tenido aquel hombre con su padre, pero se dio por vencida.

—Fírel me dijo que cuando fueras mayor ayudarías a tu madre a cuidar el Bosque de los Mil Lagos. Por lo que veo, con ese "diminuto" invernadero has dado el primer paso.

—¿Conoce ese bosque, señor?

—¡Oh! No, por supuesto que no. Ya sabes que, excepto Corredores, Intocables y perdidos… en este planeta nadie puede permitirse el lujo de viajar.

BOOK: La Estrella
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