Su enemigo les proporcionó una fuerza casi sobrenatural. Cada vez que se sentían cansados, notaban vibrar el suelo bajo sus pies y proseguían la marcha trastabillando. Sin embargo, el calor y el aire denso y ponzoñoso no tardaron en debilitar incluso esa voluntad impulsada por el deseo de escapar. Aleatha tropezó con unas zarzas, cayó al suelo y no volvió a levantarse. Paithan intentó ayudarla, pero, sacudiendo la cabeza, también él se derrumbó sobre el musgo.
Roland se detuvo junto a los elfos caídos a sus pies, incapaz de hablar debido a la fatiga, pues había venido arrastrando al enano todo el camino. Lastrado por sus pesadas botas y su gruesa coraza, Drugar cayó redondo al suelo y se quedó allí, inmóvil como un muerto. Rega avanzó tambaleándose tras su hermano. Tras arrojar las armas al camino, se derrumbó junto a un tocón y hundió el rostro entre los brazos, respirando entrecortadamente, casi en sollozos.
—Tenemos que descansar —dijo Paithan en respuesta a la muda mirada acusatoria de Roland, que los urgía a seguir corriendo—. Si el dragón nos atrapa... que nos atrape.
El elfo ayudó a su hermana a incorporarse hasta quedar sentada. Aleatha se apoyó contra él con los ojos cerrados. Roland se dejó caer al musgo.
—¿Está bien tu hermana? —preguntó al elfo. Paithan asintió, demasiado fatigado para responder. Durante unos largos momentos, todos se quedaron sentados donde habían caído, jadeando pesadamente y tratando de calmar el galope desbocado de sus corazones y el latido de la sangre en los oídos. Continuamente, dirigían miradas en la dirección por la que habían venido, esperando ver abatirse sobre ellos la gigantesca cabeza escamosa de afilados dientes. Sin embargo, el dragón no apareció y, finalmente, dejaron de percibir la vibración del suelo.
—Supongo que a quien quería, en realidad, era al hechicero —musitó Rega. Eran las primeras palabras que pronunciaba cualquiera de ellos en mucho rato.
—Sí, pero cuando se sienta hambriento, volverá a buscar carne fresca —respondió Roland—. Y, por cierto, ¿a qué se refería el viejo cuando mencionó una ciudad? Si existe realmente y no se trata de otra de sus tonterías de charlatán, tal vez podríamos refugiarnos en ella.
—Este camino tiene que conducir a alguna parte —apuntó Paithan. Se humedeció los labios resecos y exclamó—: ¡Estoy sediento! Y el aire tiene un sabor extraño, a sangre. —Se volvió hacia Roland y su mirada fue del humano al enano que yacía a los pies de éste—. ¿Cómo está Barbanegra?.
—Me parece que se encuentra bien. ¿Qué vamos a hacer con él?.
—Matadme ahora —propuso Drugar con voz áspera—. Adelante. Estáis en vuestro derecho. Yo ya os habría matado.
Los ojos de Paithan siguieron fijos en el enano. Sin embargo, el elfo no veía ante sí a Drugar. Veía a los humanos atrapados entre el agua y los titanes. Veía a los elfos abatiéndolos con sus flechas. Veía a su hermana, encerrada en su despacho. Veía su casa en llamas.
—¡Estoy harto de muertes! ¿No ha habido acaso suficientes sin que nosotros contribuyamos a aumentar la cifra? Además, comprendo cómo se siente el enano. Todos lo entendemos. Todos hemos visto asesinar sanguinariamente a los nuestros.
—¡No fue culpa nuestra! —Rega alargó una mano, indecisa, y tocó el recio brazo de Drugar. Éste le dirigió una torva mirada llena de suspicacia y rehuyó el contacto. Ella insistió—: ¡No tuvimos la culpa! ¿Es que no puedes entenderlo?.
—Quizá sí la tuvimos —murmuró Paithan, sintiéndose de pronto muy, muy cansado—. Los humanos dejaron que los enanos lucharan solos y, además, se enfrentaron entre ellos. Nosotros, los elfos, volvimos nuestras flechas contra los humanos. Tal vez, si nos hubiéramos aliado todos contra los titanes, habríamos podido derrotarlos. No lo hicimos y por eso fuimos destruidos. Fue culpa nuestra. Y, ahora, nosotros mismos estamos empezando a actuar de la misma manera.
Roland se sonrojó y desvió la mirada, sintiéndose culpable.
—Reconócelo —prosiguió Paithan—. ¿Qué te proponías hacer, una vez llegáramos a esta... «estrella» ?.
Roland se encogió de hombros y murmuró:
—Está bien. Yo... pensaba librarme de vosotros, elfos. Calculé que los demás humanos de a bordo me seguirían. —Alzando la cabeza, añadió desafiante—: Pero no te consideres mejor que yo, Quindiniar. Tú también debes de haber tenido la misma idea.
—Sí. Pensé que era el mejor modo de poner fin al dolor. Lo siento, Rega. Yo te quiero, de verdad. Creía que el amor bastaría, que sería una especie de elixir mágico que podríamos esparcir por el mundo y pondría fin a todo el odio. Ahora sé que me equivocaba. El agua del amor es clara, pura y dulce, pero no es mágica. No cambiaría nada. —Paithan se incorporó y dijo para terminar—: Será mejor que sigamos.
Roland fue el primero en seguirlo. En fila de a uno, todos se pusieron en marcha. Todos, excepto Drugar. El enano había entendido las palabras de la conversación, pero el sentido de lo dicho seguía confuso en la cáscara vacía en que se había convertido su alma.
—Entonces, ¿no vais a matarme? —inquirió, a solas en el claro.
Los demás se detuvieron e intercambiaron una mirada.
—No —declaró Paithan, moviendo la cabeza.
Drugar estaba desconcertado. ¿Cómo se podía hablar de amar a alguien que no era de la misma raza que uno? ¿Cómo podía un enano amar a alguien que no fuera enano? Él era un enano y ellos, elfos y humanos. Y, sin embargo, habían arriesgado sus vidas para salvarlo. De entrada, eso era ya inexplicable. Pero ahora, además, no iban a matarlo cuando él casi había conseguido acabar con sus vidas, y eso resultaba totalmente incomprensible.
—¿Por qué no? —reclamó Drugar, enfadado y frustrado.
—Me parece —contestó Paithan lentamente, midiendo sus palabras— que estamos demasiado cansados.
—¿Y qué voy a hacer?.
Aleatha se echó hacia atrás sus cabellos enmarañados, apartándolos de los ojos.
—Ven con nosotros. No querrás... quedarte solo, ¿verdad?.
El enano titubeó. Se había aferrado a su odio durante tanto tiempo que, sin él, sentía las manos vacías. Quizá sería mejor buscar otra cosa en que ocuparlas que no fuera la muerte. Tal vez era esto lo que su dios, Drakar, trataba de inculcarle.
Así pues, Drugar echó a andar por el camino tras los demás viajeros.
Unos amplios arcos plateados, resistentes y de líneas elegantes rodeaban la base de la torre central de la ciudad. Sobre ellos se alzaban otros, formando un piso tras otro como sucesivas capas de plata, hasta juntarse en un punto resplandeciente. Entre los arcos, se sucedían alternativamente unas paredes de mármol blanco y unos ventanales de cristal diáfano que proporcionaban a la vez apoyo e iluminación interior. La entrada estaba protegida por una puerta hexagonal de plata, con las mismas runas que la de acceso a la ciudad. Igual que ante ésta, aunque conocía la runa que la abriría, Haplo prefirió entrar por sus propios medios, traspasando las paredes de mármol rápida y silenciosamente. El perro lo siguió con cautela.
El patryn se encontró en una enorme sala circular que marcaba la base de la torre. Sus pisadas resonaron en el suelo de mármol rasgando un silencio que había durado quién sabía cuántas generaciones. La inmensa estancia no contenía más que una mesa redonda, rodeada de sillas.
En el centro de la mesa, suspendida en el aire gracias a un hechizo aún vigente, había una pequeña esfera de cristal, iluminada desde dentro por cuatro minúsculas bolas de fuego.
Haplo se acercó. Su mano trazó una runa, interrumpiendo el campo mágico. El globo cayó sobre la mesa y rodó hacia el patryn. Haplo lo cogió y lo sostuvo entre las manos. La esfera era una representación tridimensional del mundo, parecida a la que había visto en casa de Lenthan Quindiniar y al dibujo del Nexo. Sin embargo, ahora, después de haber viajado por él, Haplo comprendió por fin lo que estaba viendo.
Su señor se había equivocado. Los mensch no vivían en el exterior del planeta, como lo habían hecho en el viejo mundo.
En Pryan, vivían en el interior.
El globo era liso por fuera. De sólido cristal, de sólida roca. Por dentro, estaba hueco. En el centro brillaban cuatro soles. Y en el centro de los soles se hallaba la Puerta de la Muerte.
No había más planetas ni otras estrellas, pues cuando uno alzaba la cabeza no veía los cielos. Uno alzaba los ojos y lo que veía era el suelo. Lo cual significaba que las otras estrellas no podían ser tales, sino... ¡Ciudades! ¡Ciudades como aquélla! ¡Ciudades destinadas a acoger a los refugiados de un mundo hecho añicos!.
Por desgracia, su nuevo mundo resultó un lugar que habría asustado a los mensch. Un lugar que, tal vez, no había asustado menos a los propios sartán. La luz del sol, dadora de vida, había producido ésta en exceso. Árboles que crecían a alturas enormes, océanos de vegetación que cubrían su superficie... Probablemente, los sartán no habían previsto que sucediera algo así y se sintieron consternados ante lo que habían creado. Mintieron a los mensch y se mintieron a sí mismos. En lugar de someterse e intentar adaptarse al nuevo mundo salido de sus manos, se enfrentaron a él y trataron de subyugarlo a ellos.
Con cuidado, Haplo volvió a dejar el globo en el centro de la mesa y retiró su hechizo, permitiendo que el antiguo soporte mágico del globo lo suspendiera de nuevo en el aire. Una vez más, Pryan flotó sobre la mesa de sus desaparecidos creadores.
Era una curiosa escena. El Señor del Nexo la apreciaría en toda su ironía.
Haplo echó un vistazo a su alrededor, pero no había nada más en la cámara. Luego, miró hacia arriba. Sobre su cabeza, a gran altura, un techo abovedado cerraba la estancia impidiendo la visión de la torre de cristal que arrancaba justo encima. Mientras sostenía la esfera en sus manos, el patryn había percibido un extraño ruido. Apoyó las manos sobre la mesa y comprobó que no se había equivocado. La madera vibraba y emitía un murmullo. A Haplo le recordó, no sabía por qué, aquella gran máquina de Ariano, la Tumpa-chumpa. Sin embargo, lo cierto era que no había encontrado rastro alguno de una máquina semejante por ninguna parte.
—Pensándolo bien —comentó con el perro—, ahí tampoco captamos ningún sonido semejante. Por lo tanto, debe venir de aquí dentro. Quizás alguien nos diga de dónde.
Haplo levantó las manos de la mesa y empezó a trazar runas en el aire. El perro suspiró, echado en el suelo. Colocando el hocico entre las patas, el animal lo observó con una mirada solemne y desdichada.
En torno a la mesa cobraron vida unas imágenes flotantes apenas entrevistas, acompañadas de unas voces casi inaudibles. Las conversaciones que alcanzó a captar Haplo le llegaron confusas y fragmentadas, como era de esperar ya que había conjurado el recuerdo, no de una, sino de muchas reuniones.
«Estas luchas constantes entre razas están escapando a nuestro control y debilitan nuestras fuerzas, cuando deberíamos concentrar nuestra magia en conseguir nuestro objetivo...»
«Hemos degenerado hasta convertirnos en padres obligados a perder el tiempo separando a unos hijos pendencieros. Nuestra gran visión se resiente de esta falta de atención...»
«Y no estamos solos. Nuestros hermanos y hermanas de las demás ciudadelas de Pryan se enfrentan a las mismas dificultades. A veces me pregunto si fue una buena decisión traerlos aquí...»
La tristeza, la sensación de frustración e impotencia, eran palpables. Haplo las vio grabadas en los rostros de rasgos imprecisos, las vio tomar forma en los gestos de unas manos que intentaban desesperadamente sujetar unos sucesos que se les escapaban entre los dedos. El patryn recordó a Alfred, el sartán que había encontrado en Ariano, en quien había advertido la misma sensación de tristeza, de pesar, de impotencia. Haplo alimentó su odio con el sufrimiento que estaba presenciando y acogió con placer el fuego que se reavivó dentro de sí.
Las imágenes fueron sucediéndose. Pasó el tiempo. Los sartán envejecieron y se encogieron ante la mirada del patryn. Un fenómeno extraño, tratándose de semidioses.
«El consejo ha encontrado una solución a nuestros problemas. Como bien se dijo, nos hemos convertido en padres cuando nuestra intención era ser mentores. Debemos entregar esos "hijos" al cuidado de otros. ¡Es fundamental que las ciudadelas entren en funcionamiento! Ariano padece escasez de agua y necesidad de nuestra energía para contribuir al funcionamiento de su máquina. Jena permanece en una oscuridad eterna, algo mucho peor que la luz permanente. El mundo de Piedra también necesita nuestra energía. ¡Las ciudadelas deben ponerse en marcha, y pronto, o las consecuencias serán trágicas!.
»Por todo ello, el consejo nos ha dado permiso para dejar salir del corazón de la fortaleza a los titanes que atienden allí la luz de la estrella. Los titanes cuidarán de los mensch y los protegerán de sí mismos. Cuando creamos a esos gigantes, los datamos de una fuerza increíble para que pudieran ayudarnos en nuestra labores físicas. Por esa misma razón les concedimos la magia de las runas. Sin duda, serán capaces de encargarse de los mensch.»
«¿Es prudente hacerlo? ¡Yo protesto! ¡Les concedimos esa magia con el compromiso de que no abandonarían nunca el seno de la ciudadela!».
«Hermanos, calmaos, por favor. El consejo ha meditado largamente el asunto. Los titanes estarán constantemente bajo nuestro control y supervisión. Son ciegos, algo imprescindible para que pudieran trabajar en la luz de la estrella. Y, al fin y al cabo, ¿qué podría sucedemos?...»
El tiempo siguió pasando. Los sartán sentados en torno a la mesa desaparecieron, sustituidos por otros más jóvenes y fuertes, pero menores en número.
«Las ciudadelas ya funcionan. Sus luces llenan los cielos...»«Nada de cielos. Deja de engañarte a ti mismo.»«Sólo era una manera de hablar. No seas tan puntillosa.»«No me gusta esta espera. ¿Por qué no hay noticias de Ariano, ni de Jena? ¿Qué creéis que ha sucedido?»
«Tal vez lo mismo que nos está pasando a nosotros. Mucho trabajo y demasiado pocos para hacerlo. Se abre una pequeña grieta en el techo y empieza a filtrarse agua. Ponemos un cuenco debajo y empezamos a reparar la grieta, pero entonces se abre otra. Ponemos otro cuenco bajo la segunda. Ahora tenemos dos grietas por reparar y nos disponemos a hacerlo, cuando se abre una tercera. Ya no tenemos más cuencos y nos ponemos a buscarlos. Por fin, encontramos uno pero, para entonces, las grietas se han agrandado y los recipientes ya no pueden contener el agua que cae. Corremos a buscar otros más grandes en los que recogerla el tiempo suficiente para encaramarnos al techo y reparar las goteras... pero, para entonces, todo el techo está ya a punto de hundirse.»