Los presentes en el bar intercambiaron risillas y comentarios irónicos ante la chillona indumentaria del recién llegado pero, si hubieran sabido algo sobre la sociedad de los enanos y sobre el significado de los colores brillantes de su ropa, no se habrían reído en absoluto.
El enano hizo una pausa en el umbral de la taberna y parpadeó, deslumbrado por el sol del exterior.
—¡Barbanegra, amigo mío! —Exclamó Roland, levantándose del asiento—. ¡Aquí!.
El enano entró pesadamente en la taberna y sus ojos fueron de un rincón a otro, retando con la mirada a cualquiera que intentara decirle algo. Los enanos eran una rareza en Thillia. El reino de los enanos estaba lejos, al norint-est de las tierras de los humanos, y había muy pocos contactos entre ambos. Sin embargo, aquel enano en concreto llevaba ya cinco días en el pueblo y su presencia había dejado de ser una novedad. Griffith era un pueblo sórdido situado en el límite de dos reinos, ninguno de los cuales lo reclamaba. Sus habitantes hacían lo que querían, asunto en el que estaba muy conforme la mayoría de ellos, pues casi todos procedían de lugares de Thillia donde hacer la santa voluntad solía conducirle a uno a la horca. Las gentes de Griffith tal vez se preguntaran qué hacía un enano en su pueblo, pero nadie haría la pregunta en voz alta.
—¡Tabernero, tres más! —Pidió a gritos Roland, levantando su jarra—. Tenemos motivos para brindar, amigo mío —dijo al enano, que tomó asiento con parsimonia.
—¿Sí? —gruñó el enano, observando torvamente a la pareja.
Roland, con una sonrisa, hizo caso omiso de la evidente incomodidad de su invitado y le dejó delante el mensaje.
—No puedo leer lo que pone ahí —declaró el enano, volviendo a arrojar sobre la mesa el manuscrito de quin.
Los interrumpió la llegada de la camarera con el kegrot. Distribuyeron las jarras. La desaliñada sirvienta pasó un trapo grasiento por encima de la mesa, dirigió una mirada de curiosidad al enano y se alejó con su andar indolente.
—Lo siento, he olvidado que no sabes leer elfo. El embarque está en camino, Barbanegra —dijo Roland en voz baja y con gesto despreocupado—. Llegará durante el próximo barbecho.
—Me llamo Drugar. ¿Es eso lo que pone en el papel? —El enano tocó el mensaje con su mano de dedos rechonchos.
—Claro que sí, Barbanegra, amigo mío.
—No soy amigo tuyo, humano —murmuró el enano, pero lo hizo en su lengua y hablándole a su propia barba. Luego, entreabrió los labios en lo que casi podía pasar por una sonrisa__. Pero la noticia es excelente. —Su voz pareció llena de animosidad.
—Bebamos por ello. —Roland alzó la jarra y dio un suave codazo a Rega, que había estado observando al enano con la misma suspicacia que éste había mostrado hacia ellos—. Por nuestro trato.
—Beberé por ello —asintió el enano después de meditar la respuesta unos instantes, aparentemente. Alzó la jarra y repitió—: Por nuestro trato.
Roland apuró la suya sonoramente. Rega tomó un sorbo. Ella nunca bebía en exceso y uno de los dos tenía que permanecer sobrio. Además, el enano no bebía, sino que se le limitaba a humedecer los labios. A los enanos no les entusiasma el kegrot, que todo el mundo reconoce flojo e insípido en comparación con su excelente bebida fermentada.
—Me estaba preguntando, socio —insistió Roland, inclinándose hacia adelante y encorvándose sobre la jarra—, qué destino pensáis dar a esas armas.
—¿Acaso tienes cargos de conciencia, humano?.
Roland lanzó una agria mirada a Rega, la cual, al escuchar sus propias palabras en boca del enano, se encogió de hombros y apartó la vista, reclamándole en silencio qué otra respuesta podía esperar a una pregunta tan estúpida.
—Se te paga suficiente para que no hagas preguntas, pero te lo diré de todos modos porque el mío es un pueblo honorable.
—¿Tanto que tenéis que tratar con contrabandistas, Barbanegra? —sonrió Roland, pagándole al enano con la misma moneda.
Las negras cejas de éste se juntaron en un gesto alarmante y los ojos negros despidieron fuego.
—Yo habría tratado de forma abierta y legal, pero las leyes de vuestra tierra lo impiden. Mi pueblo necesita esas armas. ¿No habéis tenido noticia del peligro que viene del norint?.
—¿Los reyes del mar?.
Roland hizo un gesto a la camarera. Rega puso su mano sobre la de él, advirtiéndole para que fuera con tiento, pero Roland la rechazó.
—¡Bah! ¡No! —El enano soltó una risotada de desprecio—. Hablo del norint. Muy lejos en esa dirección, sólo que ahora ya no tan lejos.
—No hemos oído nada en absoluto, Barbanegra, viejo amigo. ¿De qué se trata?.
Rega vio que las facciones del enano adquirían un aire sombrío y el fuego de sus ojos se nublaba de miedo, y la mujer sabía o adivinaba lo suficiente sobre el carácter de Barbanegra como para darse cuenta de que el enano no había experimentado temor a menudo en su vida.
—Humanos... del tamaño de montañas. Vienen del norint y lo destruyen todo a su paso.
Roland estuvo a punto de atragantarse y se echó a reír. El enano pareció hincharse literalmente de rabia y Rega clavó las uñas en el brazo de su compañero. Roland, con dificultades, reprimió la risa.
—Lo siento, amigo, lo siento, pero ya había oído esta historia de labios de mi querido padre cuando aún estaba en sus cabales. Así que los titanes van a atacarnos... Y supongo que los Cinco Señores Perdidos de Thillia volverán al mismo tiempo. —Alargó la mano por encima de la mesa y dio unas palmaditas en el hombro al irritado enano—. Guarda el secreto, pues, amigo mío. Mientras tengamos nuestro dinero, a mi esposa y a mí no nos importa lo que hagáis ni a quién matéis.
El enano volvió a enrojecer y apartó el brazo del contacto con el humano con gesto enérgico.
—¿No tienes que ir a ninguna parte, esposo querido? —dijo Rega con toda intención.
Roland se incorporó. Era un hombre alto y musculoso, rubio y atractivo. La camarera, que lo conocía bien, rozó su cuerpo con el suyo cuando se puso en pie.
—Dispensadme. Tengo que ir a visitar un árbol. Este maldito kegrot se me ha subido a la cabeza —comentó, y se alejó abriéndose paso por la estancia, que se estaba llenando rápidamente de gente y de ruido.
Rega esbozó su mejor sonrisa y rodeó la mesa para sentarse al lado del enano. La mujer era casi el reverso de la moneda comparada con su esposo. De corta estatura y figura rellena, iba vestida para el calor y para ocuparse de los negocios con una blusa de lino que dejaba a la vista más de lo que ocultaba; anudada bajo los pechos, dejaba al aire la cintura. Unos pantalones de cuero por las rodillas cubrían sus piernas como una segunda epidermis. Su piel, de un intenso tono bronceado, brillaba con una fina película de sudor bajo el calor de la taberna. Los cabellos castaños, partidos en el centro de la cabeza, le caían a la espalda lacios y brillantes como la corteza de un árbol empapada por la lluvia.
Rega se dio cuenta de que no despertaba la menor atracción física en el enano. Probablemente se debía a que no llevaba barba, se dijo con una sonrisa, recordando lo que había oído contar de las mujeres enanas. En cambio, el recién llegado parecía ansioso por explicar aquel cuento de hadas que había imaginado su pueblo. A la mujer no le gustaba que un cliente se marchara enfadado, de modo que dijo:
—Perdona a mi esposo, señor. Ha bebido un poco más de la cuenta. A mí, en cambio, me interesa lo que dices. Cuéntame más cosas de los titanes.
—Titanes... —El enano pareció paladear la palabra, extraña a sus labios—. ¿Es así cómo los llamáis en vuestro idioma?.
—Supongo que sí. Nuestras leyendas hablan de unos humanos gigantescos, grandes guerreros, formados hace mucho tiempo por los dioses de las estrellas para servirlos. Sin embargo, tales seres no han sido vistos en Thillia desde antes de la época de los Señores Perdidos.
—No sé si esos... titanes... son los mismos o no —respondió Barbanegra con un movimiento de cabeza—. En nuestras leyendas no aparecen tales criaturas. A nosotros no nos interesan las estrellas, puesto que vivimos bajo tierra y rara vez las vemos. En nuestros mitos aparecen los Forjadores, los que construyeron este mundo al principio de los tiempos junto con Drakar, el padre de todos los enanos. Se dice que un día los Forjadores volverán y nos permitirán construir ciudades de tamaño y magnificencia inimaginables.
—Pero, si creéis que esos gigantes son los..., los Forjadores, ¿a qué vienen entonces las armas?.
El rostro de Barbanegra se ensombreció, sus arrugas se hicieron más profundas.
—Parte de mi pueblo sigue creyendo en esas leyendas, pero otros hemos hablado con los refugiados procedentes de las tierras al norint. Y nos han relatado terribles episodios de destrucción y de muerte. En mi opinión, tal vez las leyendas se equivoquen. De ahí el acopio de armas.
Al principio, Rega pensó que el enano mentía. Ella y Roland habían supuesto que Barbanegra tenía intención de utilizar las armas para atacar alguna colonia humana aislada en los campos pero, al ver cómo se nublaban los ojos negros del enano y al escuchar el tono grave y abrumado de sus palabras, Rega cambió de idea. Al menos una cosa era cierta: Barbanegra creía en la existencia de aquel enemigo fantástico y ésa era la auténtica razón de que hubiera adquirido el armamento. La idea le resultó reconfortante. Era la primera vez que Roland y ella hacían contrabando de armas y, dijera Roland lo que dijese, a la mujer le alivió saber que no sería responsable de la muerte de sus propios congéneres.
—¡Eh, Barbanegra! ¿Qué andas haciendo, tratar de conquistar a mi esposa? —Roland cambió de posición al otro lado de la mesa. Otra jarra lo esperaba y tomó un largo trago de kegrot.
Rega advirtió la expresión ceñuda y sombría del rostro de Barbanegra y lanzó un rápido y doloroso puntapié a Roland por debajo de la mesa.
—Estábamos hablando de mitos y leyendas, querido. He oído que a los enanos les gusta mucho las canciones, señor, y mi esposo tiene una voz excelente. ¿Te gustaría escuchar
La balada de Thillia?
Cuenta la historia de los señores de nuestra tierra y cómo se formaron los cinco reinos.
A Barbanegra se le iluminó el rostro.
—¡Sí, me encantaría oírla!.
La mujer agradeció a las estrellas haber dedicado el tiempo a estudiar todo cuanto había podido sobre la sociedad de los enanos. Estos, más que aprecio por la música, sentían una absoluta pasión por ella. Todos los enanos tocaban instrumentos musicales y la mayoría estaba dotada de una excelente voz y un oído perfecto. Sólo tenían que escuchar una canción una vez para quedarse con la melodía y, con otra vez que la oyeran, eran capaces de recordar toda la letra.
Roland tenía una magnífica voz de tenor y cantó la balada, de hechizadora belleza, con una sensibilidad exquisita. Los parroquianos de la taberna reclamaron silencio con siseos para escucharlo y, cuando llegó a la estrofa final, entre la multitud de hombres rudos y toscos había muchos que tenían los ojos bañados en lágrimas. El enano escuchó con arrebatada atención, y Rega, con un suspiro, comprendió que tenía a otro cliente satisfecho.
Del pensamiento y el amor todo nació un día:
tierra, aire, cielo e insondable mar.
De las antiguas tinieblas se abrió paso la luz,
y, libre para siempre, su resplandor se alzó.
Con voz reverente, cinco hermanos hablaron de
obligaciones reales y cargas prodigiosas.
Su rey, agonizante bajo el yugo de la fortuna,
de cada uno exige el cuidado de sus haciendas.
Cinco grandes reinos, nacidos de una tierra.
A cada buen príncipe su parte concede.
Legados de la voluntad del difunto monarca,
para que se gobiernen con justicia y valor.
Al primero los campos, los mansos arroyos,
los vientos susurrantes que mecen las hierbas.
A otro el mar, el dominio de las naves,
y las olas rompientes que las cosas suavizan.
El tercero de troncos y amenísimos prados,
velos de verdor que oscurecen la vista.
Al cuarto, señor de las colinas y los valles,
donde están las llanuras feraces y productivas.
El último, del sol hizo su brillante hogar,
en lo alto con su ardiente calor, duraría para siempre.
De los cinco se acordó el leal corazón del monarca,
fiel a toda palabra y a los grandes reyes del pasado.
Todos los hijos gobernaron con la mejor intención,
cuidando la herencia como buenos soberanos.
Con justicia y firmeza, dotados de gran sabiduría,
provocaban palabras de gratitud en todas las bocas.
Pero el cruel destino echó a perder sus puros corazones
y los llevó a volverse en armas contra ellos mismos.
Cinco hombres consumidos por la casta mujer
y cinco ánimos conmovidos por un amor estridente.
Dulce como el corazón de una poesía nació la hermosa mujer.
Sutil como todo el arte de la naturaleza,
su maravilloso corazón inflamó los de todos.
Cuando cinco hombres orgullosos, hermanos de cuna,
contemplaron aquel embalse, su amor se desbordó.
Por la dulce Thillia, cinco amores jurados,
otros tantos reinos marcharon a la guerra.
Cinco ejércitos chocan, los arados vueltos espadas,
campesinos de la tierra, a las órdenes de la pasión.
Hermanos un día justos y amorosos guardianes
arrojaron sal al mar e hirieron las tierras.
Thillia se alzó en la llanura ensangrentada
con los brazos extendidos y las manos muy abiertas.
Con el corazón apenado, abrumada de vergüenza
huyó muy lejos bajo la amorosa superficie del lago.
La perfección lloró su alma perdida,
los cinco hermanos cesaron su lucha vana.
Clamaron a lo alto, sus corazones hechos uno,
y prometieron rescatarla bajo su luto guerrero.
Llenos de fe se encaminaron con paso humilde
hacia Thillia, que dormía en el fondo.
Las olas agitadas gritaron su valor
y los reinos lloraron su sombra en el agua.
Del pensamiento y el amor todo nació un día: tierra,
aire, cielo e insondable mar.
De las antiguas tinieblas se abrió paso la luz,
y, libre para siempre, su resplandor se alzó.
Rega terminó de contar la historia:
—El cuerpo de Thillia fue recuperado y colocado en una urna sagrada en el centro del reino, en un lugar que pertenece por igual a los cinco reinos.