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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (13 page)

BOOK: La Estrella de los Elfos
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—Creo que no tendrás que preocuparte más por la criada del fregadero, Cal.

—¡Esto es intolerable!.

Calandra se puso en pie. La escarcha que cubría su nariz se había extendido al resto de su rostro, congelándole las facciones y helando, al mismo tiempo, la sangre de los que la observaban. Su cuerpo delgado, enjuto, parecía un armazón de piezas angulosas cuyos agudos vértices podían herir a quien se acercara. Lenthan se encogió visiblemente. Paithan, con una mueca en los labios, se concentró en doblar la servilleta hasta formar con ella un sombrero de tres picos. Aleatha suspiró y dio unos golpecitos en la mesa con sus largas uñas.

—Padre —proclamó Calandra con voz terrible—, cuando terminemos de cenar, quiero que ese viejo y su... su...

—Cuidado con lo que dices, Cal —apuntó Paithan sin alzar la vista—. No vayas a provocar que nos destruya la casa.

—¡Quiero que se marchen de mi casa! —Las manos de Calandra se cerraron en torno al respaldo de la silla, con los nudillos blancos. Su cuerpo se estremeció bajo el viento helado de su ira, el único viento helado que soplaba en aquella tierra tropical. Luego, su voz se alzó en un chillido—: ¿Me has oído, humano?.

—¿Eh? —Zifnab miró a su alrededor. Al ver a su anfitriona, le sonrió apaciblemente y sacudió la cabeza—. No, gracias, querida. No podría comer un bocado más. ¿Qué hay de postre?.

Paithan soltó media risilla y sofocó la otra media tras la servilleta. Calandra dio media vuelta y salió de la estancia hecha una furia, con las faldas crujiendo en torno a sus tobillos.

—Vamos, Cal —la llamó Paithan con voz conciliadora—. Lo siento, no quería reírme...

Se oyó un portazo.

—En realidad, Lenthan —dijo Zifnab, haciendo un gesto con el hueso de pollo, que había dejado limpio—, no vamos a utilizar los cohetes. No son ni con mucho lo bastante grandes. Tendremos que transportar a mucha gente, ¿entiendes?, y para eso hará falta una nave grande. Muy grande. —Se dio unos golpecitos en la nariz con el hueso, en actitud pensativa, y añadió—: Y, como dice ese tipejo del cuello duro, las estrellas están muy lejos.

—Si me disculpas, Lenthan —intervino el astrólogo elfo, al tiempo que se ponía en pie, echando fuego por los ojos—, yo también me retiro.

—... sobre todo ahora que parece que no habrá postre —apuntó Aleatha en voz lo bastante alta como para asegurarse de que el astrólogo la oiría. Así fue; las puntas del cuello de la capa vibraron visiblemente y su nariz adquirió un ángulo que parecía imposible.

—Pero no te preocupes —continuó Zifnab plácidamente, sin hacer el menor caso a la conmoción que se había levantado en torno a él—. Tendremos una nave, un vehículo grande. Aterrizará precisamente en el jardín trasero y llevará un hombre a los mandos. Un hombre joven. Con un perro. Muy callado; el hombre, no el perro... Y tiene algo raro en las manos, pues siempre las lleva vendadas. Por eso tenemos que continuar lanzando esos cohetes tuyos, ¿comprendes? Son muy importantes, esos cohetes.

—¿De veras? —Lenthan seguía desconcertado.

—¡Me voy! —exclamó el astrólogo.

—Promesas, promesas... —Paithan suspiró y tomó un sorbo de vino.

—Sí, claro que son importantes. Sin ellos, ¿cómo iba a encontrarnos? —añadió el anciano.

—¿Quién? —quiso saber Paithan.

—El que tripula esa nave. ¡Presta atención! —replicó Zifnab, con irritación.

—¡Ah! ¡Ése! —Paithan se inclinó hacia su hermana y le murmuró, en tono confidencial—: El dueño del perro.

—Verás, Lenthan... ¿Puedo llamarte por el nombre? —preguntó el anciano educadamente—. Pues bien, Lenthan, necesitamos una nave grande porque tu esposa querrá volver a ver juntos a todos vuestros hijos. Ha pasado mucho tiempo, ¿sabes? Y han crecido mucho.

—¿Qué? —Lenthan palideció y lo miró con los ojos flameando de ira. Se llevó una mano temblorosa al corazón y añadió—: ¿Qué has dicho? ¿Mi esposa?.

—¡Blasfemia! —exclamó el astrólogo.

El leve zumbido de los ventiladores y el suave murmullo de las palas emplumadas eran los únicos sonidos de la estancia.

Paithan había dejado la servilleta en la bandeja y la contemplaba, ceñudo.

—Por una vez, estoy de acuerdo con ese estúpido.

Aleatha se incorporó y se desplazó hasta colocarse tras el asiento de su padre, sobre cuyos hombros posó las manos.

—Padre —murmuró, con una ternura en la voz que nadie más de la familia había oído nunca—, ha sido un día agotador. ¿No crees que deberías acostarse?.

—No, querida. No estoy nada cansado. —Lenthan no había apartado los ojos del anciano—. Por favor, ¿qué decías de mi esposa?.

Zifnab no dio muestras de oírlo. Durante el silencio anterior, el anciano había hundido la cabeza hacia adelante hasta apoyar la barba en el pecho y había cerrado los ojos. Su única respuesta fue un apagado ronquido. Lenthan alargó la mano hacia él.

—Zifnab...

—¡Padre, por favor! —Aleatha cerró sus suaves dedos sobre la mano de Lenthan, ennegrecida y llena de cicatrices de quemaduras—. Nuestro invitado está exhausto. Paithan, llama a los criados para que conduzcan al hechicero a sus aposentos. Los hermanos intercambiaron una mirada. A los dos se les había ocurrido la misma idea.

—Con un poco de suerte, podríamos sacarlo de casa a escondidas esta misma noche. Podríamos echarlo a su propio dragón para que lo devorara. Luego, por la mañana, no nos costaría mucho esfuerzo convencer a padre de que era, simplemente, un viejo humano chiflado.

—¡Zifnab! —repitió Lenthan, sacudiéndose de encima la mano de su hija y agarrando la del hechicero. El viejo despertó bruscamente.

—¿Quién...? —preguntó, mirando a su alrededor con ojos nublados—. ¿Dónde...? —¡Padre!.

—Silencio, pequeña mía. Ahora, sé buena niña y vete a jugar por ahí. Papá está ocupado. Y bien, señor, estabas diciendo algo acerca de mi esposa...

Aleatha miró a Paithan con aire suplicante. Su hermano no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros. Mordiéndose los labios y reprimiendo unas lágrimas, Aleatha dio unas palmaditas en el hombro a su padre y salió corriendo de la estancia. Una vez estuvo fuera de la vista de los comensales, se llevó la mano a la boca y rompió en sollozos...

... La chiquilla estaba ante la puerta de la alcoba de su madre. La niñita estaba sola; llevaba tres días así y cada vez se sentía más asustada. A Paithan lo habían enviado a casa de unos parientes.

—El muchacho es demasiado revoltoso —había oído decir a alguien—. La casa tiene que estar tranquila.

Así pues, no tenía a nadie con quien hablar, nadie que le prestara atención. Quería ver a su madre —a su hermosa madre, que jugaba con ella y le cantaba tonadas—, pero no la dejaban entrar en la alcoba. La casa estaba llena de gente extraña, curanderos con sus cestas de plantas de raros aromas y astrólogos que observaban el cielo por las ventanas.

La casa estaba silenciosa, terriblemente silenciosa. Los criados lloraban mientras realizaban sus tareas, enjugándose las lágrimas con el borde del delantal. Una de las sirvientas, al ver a Aleatha sentada en el pasillo, dijo que alguien debería ocuparse de la pequeña, pero nadie lo hizo.

Cada vez que se abría la puerta de la habitación de la madre, Aleatha se incorporaba de un salto e intentaba entrar, pero el adulto que salía —casi siempre un sanador o su ayudante— se lo impedía.

—¡Pero yo quiero ver a mamá!.

—Tu madre está enferma. Necesita mucha tranquilidad. No querrás molestarla, ¿verdad?.

—No la molestaría. —Aleatha estaba segura de ello. Podía estar callada y quieta. Llevaba tres días así. Su madre debía de echarla mucho de menos. ¿Quién le peinaba sus hermosos y suaves cabellos? Aquélla era una labor reservada a Aleatha, que la niña llevaba a cabo todas las mañanas con cuidado de no dar tirones en los nudos, desenredándolos suavemente con el peine de carey e incrustaciones de marfil que había sido un regalo de bodas de su madre.

Sin embargo, la puerta permanecía cerrada, con el pestillo echado, y Aleatha no conseguía colarse dentro.

Hasta que una noche, por último, la puerta se abrió y no volvió a cerrarse. Aleatha comprendió que ya podía entrar, si quería, pero de pronto tuvo miedo.

—¿Papá? —preguntó al hombre que estaba junto a la puerta, sin reconocerlo.

Lenthan no la miró. Sus ojos no veían nada. Tenía la mirada perdida, las mejillas hundidas, el paso vacilante. De pronto, con un violento sollozo, se derrumbó en el suelo y allí quedó, inmóvil. Los curanderos acudieron corriendo, lo levantaron a fuerza de brazos y lo condujeron por el pasillo hasta su alcoba.

Aleatha se apartó de su camino, apretándose contra la pared.

—¡Mamá! —gimió después—. ¡Quiero a mi mamá!.

Calandra salió al pasadizo. Fue la primera en advertir la presencia de la pequeña.

—Mamá se ha ido, Thea —murmuró la hermana mayor. Estaba muy pálida, pero tranquila. En sus ojos no había lágrimas—. Estamos solas...

Sola. Sola... No; otra vez, no. Nunca más.

Aleatha echó una frenética mirada en torno a la estancia vacía en que se hallaba y volvió al comedor. No había nadie.

—¡Paithan! —exclamó, echando a correr escaleras arriba—. ¡Calandra!.

Vio luz por debajo de la puerta del estudio de su hermana y apresuró el paso hacia ella. La puerta se abrió y apareció Paithan. Su rostro, casi siempre alegre, tenía una expresión sombría. Al ver a Aleatha, le dirigió una triste sonrisa.

—Yo... Te andaba buscando, Pait. —Aleatha se sintió más tranquila. Se llevó las manos heladas a las mejillas, que le ardían, para devolver a éstas la palidez que tanto realzaba su belleza—. ¿Es un mal momento?.

—Sí, bastante malo. —Paithan le dirigió una sonrisa desangelada.

—Vamos a dar un paseo por el jardín.

—Lo siento, Thea, pero tengo que preparar el equipaje. Calandra me obliga a partir mañana.

—¡Mañana! —Aleatha frunció el entrecejo, disgustada—. ¡No puedes hacerlo! Durndrun vendrá a hablar con padre y luego se celebrarán las fiestas del compromiso y no puedes faltar...

—Lo siento, Thea, pero no puedo hacer nada. —Paithan se inclinó hacia adelante y la besó en la mejilla—. Los negocios son los negocios, ya lo sabes. —Echó a andar de nuevo por el corredor, encaminándose a su habitación. De pronto se volvió, movió la cabeza en dirección a la puerta del estudio de Calandra y añadió—: ¡Ah! Un consejo: no entres ahí ahora.

Aleatha retiró lentamente la mano del tirador. Ocultos tras los pliegues sedosos de la túnica, sus dedos se cerraron con fuerza.

—Que tengas una dulce hora sombría, Thea —le deseó su hermano, antes de penetrar en su alcoba y cerrar la puerta.

Una explosión, procedente de la parte de atrás de la casa, hizo vibrar las ventanas. Aleatha se asomó a una de ella y vio a su padre y al anciano humano en el jardín, disparando cohetes alegremente. De detrás de la puerta del estudio le llegó el suave crujido de las faldas de Calandra, el taconeo de sus severos zapatos de tacón alto. Su hermana estaba deambulando de un extremo al otro de la estancia. Mala señal. Como bien había dicho Paithan, no era buen momento para interrumpir los pensamientos de su hermana mayor.

Desde la ventana, Aleatha distinguió al esclavo humano, que holgazaneaba en su puesto junto al cobertizo de los deslizadores contemplando el estallido de los cohetes. Bajo la mirada de la muchacha, el esclavo estiró los brazos por encima de la cabeza con un bostezo. Los músculos se marcaron en su espalda desnuda. El humano se puso a silbar, una fea costumbre de aquellos bárbaros. Faltando tan poco para la hora sombría, nadie iba a utilizar ya los deslizadores y muy pronto, cuando empezara la tormenta, daría por terminado su turno.

Aleatha corrió por el pasillo hasta su habitación. Al entrar, se detuvo ante el espejo para dar unos retoques a su exuberante cabello. Se echó un chal sobre los hombros y, recuperando la sonrisa, bajó la escalera con paso ligero.

Paithan emprendió viaje muy temprano, la siguiente hora brumosa. Se marchó solo, con la intención de unirse a la caravana del equipaje en las afueras de Equilan. Calandra se levantó a despedirlo. Con los brazos cruzados enérgicamente sobre el pecho, lo miró con una expresión severa, fría y distante. Su malhumor no había mejorado durante la noche. Estaban los dos solos. Si Aleatha estaba levantada alguna vez a aquella hora del día, era sólo porque aún no se había acostado.

—Bien, Paithan, ten cuidado. Vigila a los esclavos cuando cruces la frontera. Ya sabes que esos animales tratarán de huir en el mismo momento en que huelan la presencia de sus congéneres. Supongo que perderemos algunos, pero es inevitable. Intenta reducir al mínimo nuestras pérdidas: sigue las rutas más apartadas y evita, si puedes, las tierras civilizadas. Es menos probable que escapen si no tienen una ciudad en las cercanías.

—Lo haré, Calandra.

Paithan, que ya había realizado numerosos viajes a Thillia, sabía mucho más del asunto que su hermana. Cal le hacía el mismo discurso cada vez que marchaba, lo que se había convertido en un ritual entre ambos. El muchacho la escuchó, sonrió y asintió plácidamente, sabedor de que dar aquellas instrucciones tranquilizaba a su hermana y le hacía sentir que aún conservaba cierto control sobre aquella faceta del negocio.

—Vigila especialmente a ese tal Roland. No me fío de él.

—Tú no te fías de ningún humano, Cal.

—Por lo menos, de nuestros demás clientes sabía con certeza que eran deshonestos. Sabía qué tretas intentarían para estafarnos. En cambio, de ese Roland y su esposa no conozco nada. Habría preferido hacer negocios con nuestros clientes de costumbre, pero esta pareja fue la que pujó más alto. Asegúrate de cobrar en efectivo antes de entregar una sola hoja y comprueba que el dinero es auténtico, y no una falsificación.

—Lo haré, Cal. —Paithan se relajó y se apoyó en un poste de la verja. El discurso iba a prolongarse un rato más. Podría haberle dicho a su hermana que, en su mayor parte, los humanos eran honrados hasta la estupidez, pero sabía que Cal no le creería.

—Convierte el dinero en materias primas lo antes posible. Llevas la lista de lo que necesitamos; no la pierdas. Y asegúrate de que la madera para espadas es de buena calidad, y no como esa que trajo Quintín. Tuvimos que tirar más de la mitad, por defectuosa.

—¿Te he traído yo un mal cargamento alguna vez, Cal? —replicó Paithan con una sonrisa.

—No, y será mejor que no empieces a hacerlo. —Calandra creyó notar que algunos mechones de cabello se le escapaban del moño y volvió a aplastarlos contra él, hundiendo enérgicamente la horquilla para sujetarlos—. Hoy en día, todo anda mal. ¡Por si fuera poco tener que ocuparme de padre, ahora se le añade un viejo humano chiflado! Y eso, por no hablar de Aleatha y esa parodia de boda...

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