Su mujer que, según ella misma me dijo, se llamaba Concepción Castillo López, era joven, menuda, con una carilla pícara que la hacía simpática y presumida y pizpireta como es fama que son las madrileñas; me miraba con todo descaro, hablaba conmigo de lo que fuese, pero pronto me demostró —tan pronto como yo me puse a tiro para que me lo demostrase— que con ella no había nada que hacer, ni de ella nada que esperar. Estaba enamorada de su marido y para ella no existía más hombre que él; fue una pena, porque era guapa y agradable como pocas, a pesar de lo distinta que me parecía de las mujeres de mi tierra, pero como nunca me diera pie absolutamente para nada y, de otra parte, yo andaba como acobardado, se fue librando y creciendo ante mi vista hasta que llegó el día en que tan lejos la vi que ya ni se me ocurriera pensar siquiera en ella. El marido era celoso como un sultán y poco debía fiarse de su mujer porque no la dejaba ni asomarse a la escalera; me acuerdo que un domingo por la tarde, que se le ocurrió al Estévez convidarme a dar un paseo por el Retiro con él y con su mujer, se pasó las horas haciéndola cargos sobre si miraba o si dejaba de mirar a éste o a aquél, cargos que su mujer aguantaba incluso con satisfacción y con un gesto de cariño en la faz que era lo que más me desorientaba por ser lo que menos esperaba. En el Retiro anduvimos dando vueltas por el paseo de al lado del estanque y en una de ellas el Estévez se lió a discutir a gritos con otro que por allí pasaba, y a tal velocidad y empleando unas palabras tan rebuscadas que yo me quedé a menos de la mitad de lo que dijeron; reñían porque, por lo visto, el otro había mirado para la Concepción, pero lo que más extrañado me tiene todavía es cómo, con la sarta de insultos que se escupieron, no hicieron ni siquiera ademán de llegar a las manos. Se mentaron a las madres, se llamaron a grito pelado chulos y cornudos, se ofrecieron comerse las asaduras, pero lo que es más curioso, ni se tocaron un pelo de la ropa. Yo estaba asustado viendo tan poco frecuentes costumbres pero, como es natural, no metí baza, aunque andaba prevenido por si había de salir en defensa del amigo. Cuando se aburrieron de decirse inconveniencias se marcharon cada uno por donde había venido y allí no pasó nada.
¡Así da gusto! Si los hombres del campo tuviéramos las tragaderas de los de las poblaciones, los presidios estarían deshabitados como islas.
A eso de las dos semanas, y aun cuando de Madrid no supiera demasiado, que no es ésta ciudad para llegar a conocerla al vuelo, decidí reanudar la marcha hacia donde había marcado mi meta, preparé el poco equipaje que llevaba en una maletilla que compré, saqué el billete del tren, y acompañado de Estévez, que no me abandonó hasta el último momento, salí para la estación —que era otra que por la que había llegado— y emprendí el viaje a La Coruña que, según me asesoraron, era un sitio de cruce de los vapores que van a las Américas. El viaje hasta el puerto fue algo más lento que el que hice desde el pueblo hasta Madrid, por ser mayor la distancia, pero como pasó la noche por medio y no era yo hombre a quien los movimientos y el ruido del tren impidieran dormir, se me pasó más de prisa de lo que creí y me anunciaban los vecinos y a las pocas horas de despertarme me encontré a la orilla de la mar, que fuera una de las cosas que más me anonadaron en esta vida, de grande y profunda que me pareció.
Cuando arreglé los primeros asuntillos me di perfecta cuenta de mi candor al creer que las pesetas que traía en el bolso habrían de bastarme para llegar a América. ¡Jamás hasta entonces se me había ocurrido pensar lo caro que resultaba un viaje por mar! Fui a la agencia, pregunté en una ventanilla, de donde me mandaron a preguntar a otra, esperé en una cola que duró, por lo bajo, tres horas, y cuando me acerqué hasta el empleado y quise empezar a inquirir sobre cuál destino me sería más conveniente y cuánto dinero habría de costarme, él —sin soltar ni palabra— dio media vuelta para volver al punto con un papel en la mano.
—Itinerarios…, tarifas… Salidas de La Coruña los días 5 y 20.
Yo intenté persuadirle de que lo que quería era hablar con él de mi viaje, pero fue inútil. Me cortó con una sequedad que me dejó desorientado.
—No insista.
Me marché con mi itinerario y mi tarifa y guardando en la memoria los días de las salidas. ¡Qué remedio!
En la casa donde vivía, estaba también alojado un sargento de artillería que se ofreció a descifrarme lo que decían los papeles que me dieron en la agencia, y en cuanto me habló del precio y de las condiciones del pago se me cayó el alma a los pies cuando calculé que no tenía ni para la mitad. El problema que se me presentaba no era pequeño y yo no le encontraba solución; el sargento, que se llamaba Adrián Nogueira, me animaba mucho —él también había estado allá— y me hablaba constantemente de La Habana y hasta de Nueva York. Yo —¿para qué ocultarlo?-lo escuchaba como embobado y con una envidia como a nadie se la tuve jamás, pero como veía que con su charla lo único que ganaba era alargarme los dientes, le rogué un día que no siguiera porque ya mi propósito de quedarme en el país estaba hecho; puso una cara de no entender como jamás la había visto, pero, como era hombre discreto y reservado como todos los gallegos, no volvió a hablarme del asunto ni una sola vez.
La cabeza la llegué a tener como molida de lo mucho que pensé en lo que había de hacer, y como cualquier solución que no fuera volver al pueblo me parecía aceptable, me agarré a todo lo que pasaba, cargué maletas en la estación y fardos en el muelle, ayudé a la labor de la cocina en el hotel Ferrocarrilana, estuve de sereno una temporadita en la fábrica de Tabacos, e hice de todo un poco hasta que terminé mi tiempo de puerto de mar viviendo en casa de la Apacha, en la calle del Papagayo, subiendo a la izquierda, donde serví un poco para todo, aunque mi principal trabajo se limitaba a poner de patitas en la calle a aquellos a quienes se les notaba que no iban más que a alborotar.
Allí llegué a parar hasta un año y medio, que unido al medio año que llevaba por el mundo y fuera de mi casa, hacía que me acordase con mayor frecuencia de la que llegué a creer en lo que allí dejé; al principio era sólo por las noches, cuando me metía en la cama que me armaban en la cocina, pero poco a poco se fue extendiendo el pensar horas y horas hasta que llegó el día en que la morriña —como decían en La Coruña— me llegó a invadir de tal manera que tiempo me faltaba para verme de nuevo en la choza sobre la carretera. Pensaba que había de ser bien recibido por mi familia —el tiempo todo lo cura— y el deseo crecía en mí como crecen los hongos en la humedad. Pedí dinero prestado que me costó algún trabajo obtener, pero que, como todo, encontré insistiendo un poco, y un buen día, después de despedirme de todos mis protectores, con la Apacha a la cabeza, emprendí el viaje de vuelta, el viaje que tan feliz término le señalaba si el diablo —cosa que yo entonces no sabía— no se hubiera empeñado en hacer de las suyas en mi casa y en mi mujer durante mi ausencia. En realidad no deja de ser natural que mi mujer, joven y hermosa por entonces, notase demasiado, para lo poco instruida que era, la falta del marido: mi huida, mi mayor pecado, el que nunca debí cometer y el que Dios quiso castigar quién sabe si hasta con crueldad…
Siete días desde mi retorno habían transcurrido, cuando mi mujer, que con tanto cariño, por lo menos por fuera, me había recibido, me interrumpió los sueños para decirme:
—Estoy pensando que te recibí muy fría.
—¡No, mujer!
—Es que no te esperaba, ¿sabes?, que no creí verte llegar…
—Pero ahora te alegras, ¿no?
—Sí; ahora me alegro… Lola estaba como traspasada; se la notaba un gran cambio en todo lo suyo.
—¿Te acordaste siempre de mí?
—Siempre, ¿por qué crees que he vuelto?
Mi mujer volvía a estar otro rato silenciosa.
—Dos años es mucho tiempo…
—Mucho. Y en dos años el mundo da muchas vueltas…
—Dos; me lo dijo un marinero de La Coruña.
—¡No me hables de La Coruña!
—¿Por qué?
—Porque no. ¡Ojalá no existiese La Coruña!
Ahuecaba la voz para decirme esto, y su mirar era como un bosque de sombras.
—¡Muchas vueltas!
—¡Muchas! Y una piensa: en dos años que falta, Dios se lo habrá llevado.
—¿Qué más vas a decir?
—¡Nada!
Lola se echó a llorar amargamente. Con un hilo de voz me confesó:
—Voy a tener un hijo.
—¿Otro hijo?
—Sí.
Yo me quedé como asustado.
—¿De quién?
—¡No preguntes!
—¿Que no pregunte? ¡Yo quiero preguntar! ¡Soy tu marido!
Ella soltó la voz.
—¡Mi marido que me quiere matar! ¡Mi marido que me tiene dos largos años abandonada! ¡Mi marido que me huye como si fuera una leprosa! Mi marido…
—¡No sigas!
Sí; mejor era no seguir, me lo decía la conciencia. Mejor era dejar que el tiempo pasara, que el niño naciera… Los vecinos empezarían a hablar de las andanzas de mi mujer, me mirarían de reojo, se pondrían a cuchichear en voz baja al verme pasar…
—¿Quieres que llame a la señora Engracia?
—Ya me ha visto.
—¿Qué dice?
—Que va bien la cosa.
—No es eso… No es eso…
—¿Qué querías?
—Nada…, que conviene que entre todos arreglemos la cosa.
Mi mujer puso un gesto como suplicante.
—Pascual, ¿serías capaz?
—Sí, Lola; muy capaz. ¿Iba a ser el primero?
—Pascual; lo siento con más fuerza que ninguno, siento que ha de vivir…
—¡Para mi deshonra!
—O para tu dicha, ¿qué sabe la gente?
—¿La gente? ¡Vaya si lo sabrá!
Lola sonreía, con una sonrisa de niño maltratado que hería a la mirada.
—¡Quién sabe si podremos hacer que no lo sepa!
—¡Y todos lo sabrán!
No me sentía malo —bien Dios lo, sabe—, pero es que uno está atado a la costumbre como el asno al ronzal.
Si mi condición de hombre me hubiera permitido perdonar, hubiera perdonado, pero el mundo es como es y el querer avanzar contra corriente no es sino vano intento.
—¡Será mejor llamarla!
—¿A la señora Engracia?
—Sí.
—¡No, por Dios! ¿Otro aborto? ¿Estar siempre pariendo por parir, criando estiércol?
Ella se arrojó contra el suelo hasta besarme los pies.
—¡Te doy mi vida entera, si me la pides!
—Para nada la quiero.
—¡Mis ojos y mi sangre, por haberte ofendido!
—Tampoco.
—¡Mis pechos, mi madeja de pelo, mis dientes! ¡Te doy lo que tú quieras; pero no me lo quites, que es por lo que estoy viva!
Lo mejor era dejarla llorar, llorar largamente, hasta caer rendida, con los nervios destrozados, pero ya más tranquila, como más razonable.
Mi madre, que la muy desgraciada debió ser la alcahueta de todo lo pasado, andaba como huida y no se presentaba ante mi vista. ¡Hiere mucho el calor de la verdad! Me hablaba las menos palabras posibles, salía por una puerta cuando yo entraba por la otra, me tenía —cosa que ni antes sucediera, ni después habría de volver a suceder— la comida preparada a las horas de ley, ¡da pena pensar que para andar en paz haya que usar del miedo!, y tal mansedumbre mostraba en todo su ademán que hasta desconcertado consiguió llegarme a tener. Con ella nunca quise hablar de lo de Lola; era un pleito entre los dos, que nada más que entre los dos habría de resolverse.
Un día la llamé, a Lola, para decirla:
—Puedes estar tranquila.
—¿Por qué?
—Porque a la señora Engracia nadie la ha de llamar.
Lola se quedó un momento pensativa, como una garza.
—Eres muy bueno, Pascual.
—Sí; mejor de lo que tú crees.
Y mejor de lo que yo soy.
—¡No hablemos de eso! ¿Con quién fue?
—¡No lo preguntes!
—Prefiero saberlo, Lola.
—Pero a mí me da miedo decírtelo.
—¿Miedo?
—Sí; de que lo mates.
—¿Tanto lo quieres?
—No lo quiero.
—¿Entonces?
—Es que la sangre parece como el abono de tu vida…
Aquellas palabras se me quedaron grabadas en la cabeza como con fuego, y como con fuego grabadas conmigo morirán.
—¿Y si te jurase que nada pasará?
—No te creería.
—¿Por qué?
—Porque no puede ser, Pascual, ¡eres muy hombre!
—Gracias a Dios; pero aún tengo palabra.
Lola se echó en mis brazos.
—Daría años de mi vida porque nada hubiera pasado.
—Te creo.
—¡Y porque tú me perdonases!
—Te perdono, Lola. Pero me vas a decir…
—Sí.
Estaba pálida como nunca, desencajada; su cara daba miedo, un miedo horrible de que la desgracia llegara con mi retorno; la cogí la cabeza, la acaricié, la hablé con más cariño que el que usara jamás el esposo más fiel; la mimé contra mi hombro, comprensivo de lo mucho que sufría, como temeroso de verla desfallecer a mi pregunta.
—¿Quién fue?
—¡El Estirao!
—¿El Estirao?
Lola no contestó.
Estaba muerta, con la cabeza caída sobre el pecho y el pelo sobre la cara… Quedó un momento en equilibrio, sentada donde estaba, para caer al pronto contra el suelo de la cocina, todo de guijarrillos muy pisados…
Un nido de alacranes se revolvió en mi pecho y, en cada gota de sangre de mis venas, una víbora me mordía la carne.
Salí a buscar al asesino de mi mujer, al deshonrador de mi hermana, al hombre que más hiel llevó a mis pechos; me costó trabajo encontrarlo de huido como andaba. El bribón tuvo noticia de mi llegada, puso tierra por medio y en cuatro meses no volvió a aparecer por Almendralejo; yo salí en su captura, fui a casa de la Nieves, vi a la Rosario… ¡Cómo había cambiado! Estaba aviejada, con la cara llena de arrugas prematuras, con las ojeras negras y el pelo lacio; daba pena mirarla, con lo hermosa que fuera.
—¿Qué vienes a buscar?
—¡Vengo a buscar un hombre!
—Poco hombre es quien escapa del enemigo.
—Poco…
—Y poco hombre es quien no aguarda una visita que se espera.
—Poco… ¿Dónde está?
—No sé; ayer salió.
—¿Para dónde salió?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No.
—¿Estás segura?
—Tan segura como que ahora es de día.
Parecía ser cierto lo que decía; la Rosario me demostró su cariño cuando volvió a la casa, para cuidarme, dejando al Estirao.