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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (47 page)

BOOK: La Forja
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Pero no eran los Hechiceros los malvados. Volvió la vista hacia Andon, un anciano que soñaba con llevar molinos de agua al mundo para que la magia pudiera ser utilizada en la creación de arcos iris en lugar de lluvia. Miró a Joram. Había llegado a pensar de diferente manera, también, con respecto a aquel joven, ahora que lo conocía.

«No es un engendro diabólico como yo había imaginado. Desde luego se siente confuso, amargado, desdichado, pero yo también era así en mi juventud —pensó Saryon—. Ha cometido un asesinato, eso es verdad. Pero ¡qué provocación recibió! Su madre, yaciendo muerta ante sus ojos. ¿Soy yo mejor? —Cerrando los ojos, Saryon sacudió la cabeza nerviosamente—. ¿No soy yo responsable de la muerte de aquel joven catalista? Si les llevo de vuelta a Joram, tal y como se me ordenó, ¿provocaré la ruina de esta gente? ¿Qué debo hacer? ¿Dónde podría encontrar ayuda?»

—Os dejaré ahora, Padre —dijo Andon, recogiendo su vela e incorporándose—. Estáis cansado. He sido muy egoísta al preocuparos con mis problemas cuando vos ya tenéis bastante con los vuestros. Pondremos nuestra fe en Almin y le pediremos que nos brinde Su ayuda y consejo...

—¡Almin! —repitió Saryon con amargura, sentándose—. No, estoy bien. Tan sólo un poquito mareado. —Pasó los pies por encima del borde de la cama, rehusando la ayuda de Andon con un movimiento de las manos e ignorando sus preocupados cloqueos—. ¡Habláis como si conocierais a Almin personalmente!

—Pero es que es así, Padre —replicó Andon, mirando al catalista un poco turbado. Colocando la vela en una rudimentaria mesa de madera que ocupaba el centro de la prisión, el anciano se arrodilló e hizo todo lo que pudo por avivar el fuego, utilizando su magia para aumentar su calor—. Ya sé que se supone que únicamente podemos hablar con él a través de vosotros, los Sacerdotes, y espero que lo que os digo no os molestará. Pero hace ya muchos, muchos años que no hay un catalista entre nosotros para interceder ante Almin en nuestro nombre. Él y yo hemos compartido muchos problemas. Él es nuestro refugio en estos turbulentos tiempos. Su consejo es el que nos ha llevado a jurar que no comeremos comida obtenida a sangre y fuego.

Saryon contempló al anciano, perplejo.

—¿Habla con vos? ¿Contesta a vuestras plegarias?

—Me doy cuenta de que no soy un catalista —dijo Andon con humildad, manoseando el colgante que llevaba alrededor del cuello mientras se levantaba—; pero sí. Él se comunica conmigo. ¡Oh, no con palabras! No oigo Su voz; pero un sentimiento de paz embarga mi alma cuando he tomado una decisión, y sé entonces que he recibido Su consejo.

«Un sentimiento de paz —pensó Saryon con abatimiento—. Yo he experimentado fervor religioso, éxtasis, el Hechizo, pero nunca paz. ¿Me habló alguna vez? ¿Presté atención alguna vez para ver si me hablaba?»

El catalista exhaló un gemido. Tenía la cabeza dolorida, el cuerpo también. Las imágenes de las llamas danzaron ante sus ojos. Pudo ver claramente la expresión asustada de aquel joven Diácono justo antes de que Blachloch...

—Que Almin os ayude a descansar.

Se oyó el sonido de una puerta que se cerraba con suavidad. Saryon sacudió la cabeza para aclarar su visión y al momento lamentó haberlo hecho, ya que aquello únicamente provocó que aquel dolor sordo se convirtiera en un agudo y rápido ramalazo de dolor. Cuando pudo por fin mirar a su alrededor, descubrió que Andon se había marchado.

Sosteniéndose inseguro sobre sus pies, Saryon cruzó tambaleante la habitación y se dejó caer en una silla que había junto a la mesa. Sabía que lo que probablemente debería hacer era volver a tumbarse en la cama, pero le asustaba, tenía miedo de volver a cerrar los ojos, miedo de lo que vería si lo hacía.

La visión de una jarra de agua le hizo darse cuenta de que estaba terriblemente sediento. Alargando una temblorosa mano, intentando combatir el mareo que amenazaba con apoderarse de él, estaba a punto de verter un poco de agua en una taza que tenía junto a él, cuando una voz lo sobresaltó.

—Se dejarán morir de hambre este invierno, los muy estúpidos.

Soltando casi la jarra del susto, Saryon se volvió hacia Joram, quien no había pronunciado ni una sola palabra durante todo el tiempo que Andon había permanecido en la prisión.

El muchacho no se movió del lugar que ocupaba junto a la ventana. Ahora estaba de espaldas a Saryon, ya que el catalista se había levantado de la cama, que quedaba al otro lado de la habitación; pero Saryon podía ver mentalmente los oscuros ojos contemplando la luna y también su rostro de expresión taciturna.

—Debéis saber además, catalista —continuó Joram fríamente, todavía sin volverse—, que yo
no
os salvé la vida. Podrían apalearos a todos vosotros, y yo no movería ni un dedo para detenerlos.

—Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué...?

—Más mentiras de Simkin —dijo Joram, encogiéndose de hombros—. El compasivo y bobo Mosiah se metió en medio para salvaros vuestra preciosa piel, y yo fui para sacarlo a él del lío. Después de todo, no era asunto nuestro si vos erais tan estúpido como para desafiar a Blachloch. Luego Simkin... Pero ¿qué importa eso?

—¿Qué tuvo que ver Simkin con ello? —preguntó Saryon, intentando verter un poco de agua en la taza y derramando la mayor parte sobre la mesa.

—¿Qué tiene que ver Simkin siempre con cualquier cosa? —replicó Joram—. Nada y todo. Sacó a Mosiah de allí, lo cual era más de lo que ese idiota se merecía.

—¿Y qué ocurrió contigo?

Pasando el brazo con gesto indolente por encima del respaldo de la silla, Joram se volvió para mirar al catalista.

—¿Qué importa lo que me pase? Estoy Muerto, catalista, ¿o lo habíais olvidado? En realidad —continuó, abriendo los brazos—, ésta es vuestra gran oportunidad. Aquí estamos los dos... solos. No hay nadie que os lo impida. Abrid un Corredor. Haced venir a los
Duuk-tsarith
.

Hundiéndose aún más en la silla, sintiendo que le abandonaban las fuerzas, Saryon murmuró:

—Tú podrías detenerme. —De hecho, había estado considerando aquella idea y se sintió asombrado al darse cuenta de que el muchacho había conseguido penetrar en su pensamiento de aquella manera—. Incluso los Muertos tienen magia suficiente para detener a un catalista. Lo sé. He visto lo que puedes hacer...

Durante un largo rato, Joram se quedó mirando a Saryon en silencio como si estuviera pensando en algo. Luego, levantándose de repente, se acercó a la mesa y se inclinó sobre ella, mirando directamente al rostro del pálido y ojeroso catalista.

—Abre un conducto hacia mí —dijo.

Desconcertado, Saryon se echó hacia atrás, reacio a concederle a aquel muchacho más fuerza adicional.

—No creo que...

—¡Vamos! —exigió Joram con voz dura.

Se agarró con fuerza al borde de la mesa, haciendo que los músculos de sus brazos se crisparan mientras las venas se le marcaban debajo de la piel y los oscuros ojos llameaban a la luz de la vela.

Hipnotizado por la mirada repentinamente febril del joven, indeciso, Saryon abrió un conducto hacia Joram... y no sintió absolutamente nada. La magia lo llenó por completo, hormigueó por la sangre y la carne de Saryon, pero no fue a ningún sitio. No sintió la agradable sensación que provocaba la transferencia de energía, no la sintió fluir de un cuerpo al otro... Lentamente la magia empezó a escaparse de su cuerpo mientras contemplaba incrédulo a Joram.

—Pero esto es imposible —dijo, tiritando incontroladamente en la helada celda de la prisión—. Te he visto hacer cosas mágicas...

—¿De verdad? —preguntó Joram. Soltando la mesa, se irguió cruzando los brazos sobre el pecho—. ¿O me habéis visto hacer esto?

Con un brusco movimiento de la mano, hizo aparecer un trapo con el que empezó a secar el agua derramada. Dando una palmada, hizo desaparecer el trapo, algo que le pareció muy normal a Saryon, hasta que vio cómo el muchacho sacaba aquel trapo húmedo de un hábilmente oculto bolsillo de su camisa.

—Mi madre lo llamaba prestidigitación —dijo Joram con tranquilidad, pareciendo divertirle el desconcierto de Saryon—. ¿Sabéis lo que es?

—Lo he visto hacer en la corte —contestó Saryon, apoyando la cabeza en una mano. La sensación de vértigo había desaparecido, pero el dolor que le golpeaba las sienes le impedía pensar con fluidez—. Es un... juego... —Hizo un débil ademán—. Los... jóvenes lo hacen.

—Me preguntaba de dónde lo habría aprendido mi madre —dijo Joram, como si no le importara demasiado—. Bueno, pues es un juego que me ha salvado la vida. O quizá debería decir que es un juego que
es
mi vida, ya que toda la vida es un juego, según Simkin. —Bajó la mirada hacia el catalista con una expresión de amarga victoria—. Ahora ya conocéis mi secreto, catalista. Sabéis aquello que nadie más sabe sobre mí. Conocéis la verdad, algo a lo que ni mi madre era capaz de enfrentarse. Estoy Muerto. Verdaderamente Muerto. Ni un ápice de magia se agita en mi interior, hay menos en mí de la que hay en un cadáver, si creemos en lo que las leyendas cuentan de los antiguos Nigromantes, que aparentemente podían comunicarse con las almas de los muertos.

—¿Por qué me lo has contado? —preguntó Saryon con los labios tan embotados que apenas si pudo formar las palabras.

Un recuerdo le vino a la dolorida mente, un recuerdo de alguien que había estado Muerto, verdaderamente Muerto; de alguien que había fallado las Pruebas completamente como nadie las había fallado antes ni después...

Joram se inclinó de nuevo junto a él. El catalista se encogió apartándose del contacto con el joven del mismo modo que hubiera evitado el contacto con un cadáver. «¡No!», se dijo Saryon, contemplando horrorizado al muchacho, incapaz su mente de dominar el torbellino de ideas que lo inundaba como una ola arrolladora. Sintiendo que empezaba a ahogarse bajo todas ellas, el catalista las desterró de su mente, cerrándoles el paso. No. Era imposible. El niño estaba Muerto. Vanya lo había dicho.

El niño estaba Muerto. El niño está Muerto.

Al ver el desconcierto de Saryon, Joram se acercó un poco más.

—Os lo he contado, catalista, porque de todas formas hubiera sido tan sólo cuestión de tiempo el que lo descubrieseis. Cuanto más tiempo permanezcáis aquí, mayor es el peligro que corro. ¡Oh! —hizo un gesto de impaciencia—, existen Muertos vivientes entre nosotros, sin embargo tienen algo de magia. Yo soy diferente. ¡Completa, incalificable y horriblemente diferente! ¿Tenéis alguna idea, catalista, de lo que Blachloch y esa gente, sí, incluso los Hechiceros del Noveno Misterio, me harían si descubrieran que estoy totalmente Muerto?

Saryon fue incapaz de contestar. Ni siquiera podía comprender lo que estaba hablando el muchacho. Su mente se había cerrado, negándoles la entrada a aquellos sombríos y terroríficos pensamientos.

—Debéis tomar una decisión, catalista —le estaba diciendo Joram; su voz le llegaba a Saryon como a través de una oscura neblina—. Debéis llevarme ante los Ejecutores ahora o de lo contrario os quedaréis conmigo aquí y me ayudaréis.

—¿Ayudarte? —Saryon parpadeó asombrado al hacer aquella pregunta, que lo devolvió bruscamente a la realidad—. ¿Ayudarte a hacer qué?

—A detener a Blachloch —respondió Joram con calma, brillándole aquella media sonrisa suya en los oscuros ojos.

5. Tentado...

—Lamento el incidente, Padre, al igual que vos, estoy seguro —dijo Blachloch con su inexpresiva voz—. Y ahora que se ha administrado el castigo y la lección ha quedado bien aprendida, no volveremos a mencionarlo.

El Señor de la Guerra estaba sentado ante la mesa de madera de la prisión. La gris y sombría luz del atardecer —el mismo color de las húmedas paredes— se filtraba por la pequeña ventana, a la vez que un helado airecillo hacía crujir su mal ajustado marco, haciendo oscilar la llama de la vela y que la exigua luz no sirviera prácticamente para nada. De pie junto a la ventana, Joram lanzó una mirada al catalista. Saryon tenía un color ceniciento a causa del frío, a pesar de estar envuelto en su capa y sus ropas. Joram sonrió para sus adentros. Vestido únicamente con una burda camisa de lana y unos finos calzones de ante, el joven permanecía apoyado en la pared y miraba por la resquebrajada ventana, haciendo caso omiso tanto del catalista como del Señor de la Guerra.

—¿Quiere esto decir que puedo volver a casa de Andon? —preguntó Saryon, castañeteándole los dientes.

—No, me temo que no.

—Seguiré estando prisionero, entonces.

—¿Prisionero? —Blachloch enarcó una ceja—. No se le ha puesto ningún encantamiento a esta casa. Vos sois libre de ir y venir como prefiráis. Recibís visitas. Andon estuvo aquí anoche. El muchacho —indicó con un gesto a Joram— sigue trabajando diariamente en la herrería. Con excepción del guarda, que está aquí para vuestra propia protección, esto no se parece en nada a una prisión.

—¡No esperaréis que vivamos en este miserable lugar durante el invierno! —soltó Saryon. «El frío debe de estarle dando valor al catalista», pensó Joram—. Nos congelaremos.

Blachloch se puso en pie, sus negras ropas cayéndole en suaves pliegues alrededor del cuerpo.

—Para cuando llegue el invierno, estoy seguro de que ya habréis demostrado vuestra lealtad hacia mí, Padre, y podréis trasladaros a un alojamiento más apropiado para un hombre de vuestra edad. No a casa de Andon, no obstante. —La negra capucha de Blachloch se agitó ligeramente cuando se giró para marcharse—. A menudo me he preguntado si no sería la influencia del anciano lo que hizo que me desafiarais. De hecho, he oído un rumor en el sentido de que él y su gente se niegan a comer las provisiones que obtuve. —Joram tuvo la impresión de que el Señor de la Guerra lo observaba—. Morirse de hambre es una forma lenta y desagradable de morir, lo mismo que morir de frío. Espero que ese rumor no sea cierto.

Con las negras ropas barriendo el sucio suelo, Blachloch se situó junto a Saryon y le puso una mano en un hombro.

—Otorgadme Vida, Padre —le dijo.

Volviendo la mirada, Joram vio al catalista estremecerse al contacto de aquellos delgados dedos que parecían la personificación del cortante viento. Con un movimiento involuntario, Saryon intentó desasirse y los dedos se cerraron con fuerza sobre su hombro. Inclinando la cabeza, el catalista abrió un conducto hacia el Señor de la Guerra e, inundado de magia, Blachloch desapareció de su vista.

Cerrando los puños, Saryon cruzó los brazos sobre el pecho para darse calor..

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