La Forja (14 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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Pero había algo más; tenía que haberlo, puesto que, a medida que Joram crecía, se empezó a dar cuenta de que aquella Diferencia lo mantenía aparte de todos: incluso de su madre. Podía verlo algunas veces en la forma en que ella lo miraba cuando él llevaba a cabo alguna tarea vulgar, como levantar un objeto con la mano o atravesar andando la habitación. Veía un temor en sus ojos, un temor que hacía que él también sintiera miedo., aunque no sabía la razón, y cuando empezaba a hacer preguntas, ella miraba en otra dirección y parecía estar muy atareada de repente.

Había una diferencia entre Joram y los otros niños que era evidente: Joram andaba. Aunque siempre tenía tareas asignadas y estudios que debían llevarse a cabo durante el largo día de aislamiento que pasaba en la cabaña, a menudo se pasaba gran parte de ese día en la ventana, mirando con envidia cómo jugaban los otros niños del pueblo. Cada mediodía, y bajo la vigilante mirada del Padre Tolban, flotaban y daban volteretas en el aire, jugando con cualquier objeto que creara su imaginación y que sus limitadas capacidades de magos en desarrollo les permitieran crear. Lo que Joram deseaba más fervientemente era poder flotar, no verse obligado a andar por el suelo como los Magos Campesinos de categoría más baja, o como la más estúpida de las criaturas, según su madre: un catalista.

«¿Cómo sé que no puedo? —se le ocurrió a aquel pequeño de seis años preguntarse a sí mismo un día—. Nunca lo he probado realmente.»

Apartándose de la ventana, el muchacho echó una mirada a lo que le rodeaba en el interior de la cabaña. Ésta estaba formada a partir de un árbol muerto al que se había modelado mediante la magia y se lo había dejado hueco. Las ramas del árbol habían sido hábilmente entrelazadas y trenzadas para formar un tosco tejado. Muy por encima de Joram se extendía una única rama del árbol original que iba de un extremo a otro del techo. Con gran laboriosidad, Joram arrastró la ordinaria mesa de trabajo, formada de un tocón, colocándola debajo de la viga; luego puso una silla sobre la mesa y, subiéndose a ella, miró hacia arriba. No era lo bastante alto. Sintiéndose frustrado, echó una mirada a su entorno y descubrió un cubo de patatas en un rincón. Descendiendo trabajosamente, volcó las patatas, levantó la enorme y hueca calabaza que constituía el cubo, y, después de muchos esfuerzos, consiguió colocarla sobre la silla.

Ahora podía llegar a la viga, rozándola apenas. Con la calabaza tambaleándose bajo sus pies, Joram tocó la viga con la punta de los dedos y, con un brinco que hizo que la calabaza cayera rodando de la silla, se agarró a la rama, subiéndose sobre ella por un impulso de sus brazos. Mirando hacia abajo, se dio cuenta de que el suelo quedaba muy por debajo de él.

«Pero eso no importa —se dijo con convencimiento—. Voy a flotar como los otros.»

Aspirando con fuerza, Joram estaba a punto de saltar al aire cuando, súbitamente, el precinto mágico se rompió, la puerta se abrió de golpe, y su madre penetró en la habitación.

La mirada sobresaltada de Anja pasó de la mesa a la silla, de ella a la calabaza que había en el suelo y, finalmente, se detuvo en Joram, encaramado en la viga del techo, mirándola con sus negros ojos, su pálido rostro convertido en una máscara fría e inexpresiva. Al instante, Anja dio un salto, y volando hasta el techo, agarró rápidamente al niño en sus brazos.

—¿Qué es lo que crees que estás haciendo, cariñito mío? —le preguntó Anja febrilmente, apretando a Joram con fuerza contra ella mientras se deslizaban hasta el suelo.

—Quiero flotar, como ellos —replicó Joram, señalando al exterior y retorciéndose para escapar de los apretados brazos de su madre.

Dejando a su hijo en el suelo, Anja miró por encima del hombro hacia los hijos de los campesinos y frunció los labios.

—¡No nos deshonres nunca más ni a ti ni a mí con tales ideas! —dijo, intentando parecer severa.

Pero la voz se le quebró, cuando sus ojos se posaron en el tosco artefacto que Joram había ensamblado para lograr su objetivo. Con un escalofrío, se cubrió la boca con una mano; luego, con una expresión de repugnancia, asió la silla apresuradamente, y la arrojó a un rincón. Se volvió para mirar a Joram, con el rostro mortalmente pálido y agolpándosele las palabras de reconvención en los labios.

Pero no pudo pronunciarlas. En los ojos de Joram alcanzó a leer la pregunta, lista para ser formulada.

Y ella no estaba preparada para contestarla.

Sin decir una palabra, Anja dio media vuelta y salió de la choza.

Joram intentó, desde luego, saltar del techo, atreviéndose a ello durante la época de la cosecha, cuando estaba seguro de que su madre estaría demasiado ocupada para volver a comer, tal y como acostumbraba hacer ahora más a menudo. Columpiándose sobre el borde mismo de la viga, el niño saltó, deseando con todas las fuerzas de su pequeño ser quedar suspendido en el fresco aire otoñal como los grifos, y luego planear hasta llegar al suelo, con la ligereza de una hoja llevada por el viento...

Aterrizó en el suelo, pero no como una hoja llevada por el viento, sino como una roca arrojada por la ladera de una montaña. La caída lastimó al niño gravemente; levantándose, sintió al inspirar un dolor agudo en el costado.

—¿Qué te sucede, mi cielo? —le preguntó Anja alegremente aquella tarde—. Estás muy quieto.

—He saltado del techo —contestó Joram, mirándola fijamente—. Estaba intentando flotar como los otros.

Anja lo miró enojada, y de nuevo abrió la boca para reprender al muchacho; pero, una vez más, vio aquella pregunta en los ojos del chico.

—¿Y qué sucedió? —preguntó con voz ronca, mientras sus manos jugueteaban con los deshilachados restos de su vestido verde.

—Me caí —le respondió Joram a su madre, la cual mantenía los ojos apartados de él—. Me he hecho daño, justo aquí.

Apretó la mano contra el costado.

—Espero que habrás aprendido la lección —comentó Anja sin inmutarse, encogiéndose de hombros—. Tú no eres como los demás. Eres diferente. Y cada vez que intentes ser como los otros, te lastimarás tú mismo o te lastimarán ellos.

«Ella tiene razón. No soy como los otros.» Ahora Joram lo sabía. Pero ¿por qué? ¿Cuál era la razón?

Aquel invierno, el invierno en que cumplió los seis años, Joram creyó de nuevo que podría haber encontrado la respuesta.

Joram era un niño hermoso. Incluso el endurecido capataz no podía evitar detenerse en su diaria rutina para volverse y contemplarlo, en aquellas ocasiones en que al niño se le permitía salir de la cabaña. Debido a que se lo mantenía constantemente encerrado en casa durante el día, la piel de Joram era suave y blanca, y tan translúcida como el mármol. Sus ojos eran grandes y expresivos, rodeados por unas espesas pestañas negras tan largas que le rozaban las mejillas. Las cejas eran negras y estaban muy cerca de los ojos, lo que le daba un meditabundo y severo aire adulto, que concordaba de manera singular con su rostro infantil.

Pero la característica más sobresaliente de Joram era su pelo. Espeso y exuberante, negro como el brillante plumaje del cuervo, surgía de un agudo montículo en el centro de la frente para caerle sobre los hombros en una masa dé rizos enmarañados.

Desgraciadamente, aquel hermoso pelo le amargaba la infancia a Joram. Anja se negaba a cortarlo, y era ya tan espeso y largo que sólo después de horas de peinarlo y darle tirones podía Anja deshacer todos los nudos y enredos. Intentó trenzarlo, pero el pelo era tan rebelde que se soltaba de la trenza a los pocos minutos, rizándose alrededor del rostro del niño y rebotando sobre sus hombros como si poseyera vida propia.

Anja se sentía extremadamente orgullosa de la belleza de su hijo. Su gran placer consistía en mantener el pelo del muchacho limpio y bien cuidado: de hecho su único placer, ya que se mantenía arrogantemente apartada de sus vecinos. Así que el peinado de los cabellos de Joram se transformó en un ritual que se celebraba cada noche, un ritual muy deprimente para Joram. Cada atardecer, después de su exigua cena y de su breve período de ejercicio físico al aire libre, el muchacho se sentaba sobre un taburete ante la tosca mesa de madera mientras Anja, utilizando su magia y sus dedos, le peinaba la revuelta y brillante cabellera.

Una noche, Joram se rebeló.

Sentado en casa, solo todo el día como de costumbre, había observado desde la ventana cómo jugaban juntos los otros niños, flotando y revolcándose en el aire, persiguiendo una resplandeciente bola de cristal que su cabecilla, un mozalbete de ojos brillantes llamado Mosiah, había hecho aparecer. La llegada de varios padres, que regresaban de los campos, detuvo el violento juego, y los niños se arremolinaron alrededor de sus padres, cogiéndose a ellos y abrazándolos de una forma que hizo que Joram se sintiera triste y vacío en su interior. Aunque Anja lo cubría de atenciones y lo abrazaba constantemente, lo hacía con una especie de feroz intensidad que resultaba más alarmante que afectuosa. A Joram le parecía a veces como si ella quisiera aplastarlo contra su cuerpo para convertirlos a los dos en uno solo.

—Mosiah —llamó el padre del muchacho, agarrando a su hijo, quien, tras un rápido saludo, regresaba a sus juegos—. Pareces un joven león —le dijo el padre, alborotando el pelo de su hijo, que cayó en largos mechones rubios sobre los ojos del niño. Sujetando el pelo del chico entre los dedos, el padre lo cortó suavemente con un rápido y diestro movimiento de la mano.

Aquella noche, cuando Anja llamó a Joram para que se sentara en el taburete y empezó a deshacer lo que quedaba del trenzado de su pelo, Joram se apartó con brusquedad de su madre y se volvió para mirarla solemnemente con los oscuros ojos muy abiertos.

—Si yo tuviera un padre como los otros chicos —dijo con calma—, él me cortaría el pelo. Si tuviera un padre, yo no sería diferente. ¡Él no te dejaría que me hicieras diferente!

Sin decir una palabra, Anja le dio una bofetada en pleno rostro.

El golpe lo arrojó al suelo y dejó sobre su mejilla una señal que tardó días en desaparecer. Lo que vino después dejó una marca en el corazón de Joram, que nunca llegó a borrarse del todo.

Dolorido, enojado y asustado por la expresión que había en el rostro de su madre —Anja se había quedado blanca como un muerto y sus ojos brillaban enfebrecidos—, Joram empezó a llorar.

—¡Para! —Anja tiró de él poniéndolo en pie, hundiéndole dolorosamente los delgados dedos en el brazo—. ¡Para! —le susurró furiosa—. ¿Por qué lloras?

—¡Porque me haces daño! —murmuró Joram de manera acusadora. Apoyando una mano sobre la mejilla que le seguía escociendo, la miró con fijeza, desafiándola hoscamente.

—¡Te hago daño! —exclamó Anja con desprecio—. Una pequeña bofetada y el niño llora. Ven aquí —lo arrastró a través de la puerta de la cabaña y lo sacó hasta el humilde poblado, cuyos habitantes se preparaban para descansar después de un día de arduo trabajo—, ven aquí, Joram, ¡yo te enseñaré qué significa hacer daño!

Andando tan deprisa que, literalmente, arrastraba al niño, que iba dando traspiés por las embarradas calles —Anja siempre andaba cuando estaba con Joram, una extraña circunstancia que los otros magos habían observado y que les llenaba de asombro—, Anja llegó hasta la vivienda del catalista, situada al otro extremo del pueblo. Usando la magia que había podido guardar después de todo el día de trabajo, hizo que la puerta se, abriera de golpe, de par en par, y ella y el niño la atravesaron acto seguido propulsados por la vehemencia de su furor.

—¡Anja! ¿Qué sucede? —exclamó el Padre Tolban, levantándose asustado de un salto del lugar donde reposaba frente a un alegre fuego.

Marm Hudspeth estaba inclinada sobre las llamas, preparándole la cena, ya que aquella tarea requería más Vida de la que posee un catalista. Unas salchichas permanecían suspendidas sobre el fuego, chisporroteando como la misma anciana, que preparaba gachas en una esfera mágica que borboteaba en el hogar.

—¡Sal fuera! —le ordenó Anja a la anciana, sin apartar los ojos del asombrado catalista.

—Se... será mejor que te vayas, Marm —dijo suavemente el Padre Tolban.

Y le hubiera gustado añadir: «¡Y trae al capataz inmediatamente!», pero se mordió la lengua al ver los brillantes ojos de Anja y su moteado rostro. Parloteando y refunfuñando, Marm envió las salchichas desde el fuego a la mesa, y luego —mirando torvamente a Anja y al muchacho— salió rápidamente por la puerta, haciendo con la mano una señal para preservarse del mal.

Anja cerró la puerta de golpe, con una sonrisa burlona en los labios, y se quedó mirando al catalista. Éste no la había vuelto a visitar desde que le impidiera educar a Joram, y ella jamás le dirigía la palabra en los campos, si podía evitarlo. De modo que el catalista se quedó azorado al verla en su casa, y aún más asombrado al ver al niño con ella.

—¿Qué sucede, Anja? —repitió—. ¿Estáis tú o el niño enfermos?

—Abre un Corredor para nosotros, catalista —exigió Anja con el aire de superioridad que utilizaba cuando se dirigía a personas de rango inferior, un aire que contrastaba en gran manera con su vestido raído y remendado, y su rostro manchado de mugre—. El chico y yo debemos realizar un viaje.

—¿Ahora? Pero..., pero —tartamudeó el Padre Tolban, totalmente confundido. ¡Era inaudito! No podía permitirse. ¡Aquella mujer se había vuelto loca! Y aquello hizo que el catalista se diera cuenta de otra cosa: estaba solo e indefenso ante una gran maga, una
Albanara
si creía en su historia, cuya Energía Vital él mismo podía percibir emanando de ella al igual que su furia colérica.

Probablemente, ella había ahorrado algo de la energía que se les otorgaba para la tarea diaria, y aunque no podía quedarle mucha, podría ser más que suficiente para transformarlo en algo o destruir su pequeña casa. ¿Qué debía hacer? Ganar tiempo. Quizá la Vieja Marm sería lo bastante inteligente como para ir a buscar al capataz. El catalista, intentando conservar la calma, dejó que su mirada pasara de la madre al niño, que permanecía junto a su madre en silencio, medio escondido entre los pliegues del precioso y andrajoso vestido de Anja.

Incluso en medio de sus terrores y su confusión mental, el Padre Tolban pudo hacer un alto para mirarlo atentamente. Nunca había visto al niño de cerca, ya que Anja los había mantenido siempre separados, y, aunque había oído rumores sobre la hermosura de la criatura, el catalista no estaba en absoluto preparado para algo parecido. Una cabellera de color negroazulado enmarcaba un rostro pálido de grandes ojos oscuros; pero lo que era singular, además de la extraordinaria belleza de la criatura, era que aquellos enormes y relucientes ojos no mostraban temor. Lo que había era una sombra de dolor. El catalista pudo ver las señales dejadas por la mano de Anja en la mejilla del niño. Se apreciaban rastros de lágrimas, pero no había temor, tan sólo una mirada tranquila de triunfo, como si todo aquello hubiera sido cuidadosamente planeado y arreglado.

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