La Forja (6 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Forja
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—¿Te afectó mucho?

—No demasiado —murmuró Saryon, hurgando con el dedo en el agujero que había hecho en el almohadón. Encogiéndose de hombros siguió—: No lo había visto desde hacía mucho tiempo. Cuando cumplí los seis años, empecé a estudiar con mi madre y... mi padre empezó a estar más y más tiempo fuera de casa. Le gustaba la vida cortesana de Merilon. Además —frunciendo el entrecejo, Saryon concentró su atención en agrandar el agujero del almohadón, moviendo los dedos afanosamente—, yo... tenía otras cosas... en las que pensar.

—A los quince años eso suele pasar —dijo el
Theldara
despacio—. Cuéntame sobre estos pensamientos. Deben de ser pensamientos sombríos, ya que son como una nube que cubre la radiancia de tu propio ser.

—No... No puedo —farfulló Saryon, mientras en su rostro se alternaba el rubor con la palidez.

—Muy bien —repuso el Druida, conciliador—. Lo...

—¡Yo no quería ser catalista! —explotó Saryon bruscamente—. Yo quería tener la magia. Es..., es la primera idea concreta que recuerdo haber tenido, incluso desde niño.

—No es nada de lo que haya que avergonzarse —observó el
Theldara
—. Muchos miembros de tu Orden experimentan los mismos celos de los magos.

—¿De veras? —Saryon levantó los ojos, esperanzado; luego su expresión se oscureció. Empezó a arrancar agujas de pino del cojín, doblándolas entre los dedos—. Bueno, eso no es lo peor.

Se quedó callado, ceñudo.

—¿Qué tipo de mago te gustaría ser? —preguntó el Druida, sabiendo adónde conduciría todo aquello, pero prefiriendo que las cosas se desarrollaran de forma natural. Le hizo una señal a la esfera para que volviera a llenar la taza del catalista—.
Albanara
...

—¡Oh, no! —Saryon sonrió con amargura—. Nada tan ambicioso. —Levantó los ojos de nuevo para mirar por el ventanal—. Creo que me gustaría ser
Pron-alban
, uno de los que moldean la madera. Me encanta el tacto de la madera, su uniformidad, su olor, los nudos y los recovecos entre sus fibras. —Suspiró—. Mi madre decía que es porque percibo la Vida que hay en el interior de la madera y la venero.

—Tal y como debe ser —observó el Druida.

—¡Ah, pero no es así! —dijo Saryon, dirigiendo su mirada hacia el
Theldara
, la sonrisa convertida en una mueca—. ¡Yo quería cambiar la madera, Hacedor! ¡Cambiarla utilizando mis manos! ¡Quería unir un pedazo de madera con otro para que de ambos surgiera un objeto nuevo!

Recostándose hacia atrás, se quedó observando al Druida con aire satisfecho, esperando ver una reacción mezcla de escándalo y horror.

En un mundo donde la unión física de cualquier cosa —animada o inanimada— está considerada como el más imperdonable de los pecados, aquella confesión de Saryon era algo espantoso, rayano en las Artes Arcanas. Únicamente los Hechiceros, aquellos que practican el Noveno Misterio, pensarían en hacer algo semejante. El
Pron-alban
, por ejemplo, no construye una silla, la moldea. Toma la madera —un sólido tronco de árbol lleno de vida— y utiliza su magia para darle forma a la madera amorosamente hasta reproducir aquella imagen que ve en su mente; de esta forma la silla es simplemente otra fase de la Vida de la madera. Si los magos cortaran o mutilaran la madera, la doblaran con sus manos y unieran por la fuerza aquellos pedazos mutilados y deformes para darles la apariencia de una silla, la madera misma gritaría de dolor y, desde luego, no tardaría en morir. Y sin embargo, Saryon había confesado que quería realizar aquel acto atroz. El joven suponía que el Druida palidecería horrorizado, que quizá lo echaría incluso de su casa.

Sin embargo, el
Theldara
simplemente lo miró con placidez, como si Saryon hubiera afirmado que le encantaba comer manzanas.

—Todos sentimos una muy natural curiosidad por tales cosas —dijo con calma—. ¿Qué otras cosas soñabas con hacer en aquella época? ¿Unir madera? ¿Eso es todo?

Saryon tragó saliva. Bajando la vista hacia el almohadón, perforó el tejido con un dedo.

—No. —Sudoroso, se cubrió el rostro con las manos—. ¡Que Almin me ayude! —sollozó entrecortadamente.

—Mi querido amigo, Almin intenta ayudarte, pero primero debes ayudarte tú mismo —le dijo el Druida con seriedad—. Soñaste con tener relaciones físicas con mujeres, ¿no es cierto?

Saryon levantó la cabeza, su rostro era febril.

—¿Cómo..., cómo lo supisteis? Habéis leído en mi pensamiento...

—No, no. —El
Theldara
levantó las manos con una sonrisa—. Yo no sé vaciar las mentes como hacen los Ejecutores. Este tipo de sueños es bastante natural, Hermano. Un resto de la época oscura de nuestra existencia; sirven para recordarnos nuestra naturaleza animal y que seguimos estando ligados al mundo. ¿Nadie habló nunca contigo sobre ello?

La expresión en el rostro de Saryon era tan cómica, al mezclar alivio con sobresalto e ingenuidad, que al Druida le costó un verdadero esfuerzo mantener la seriedad, incluso mientras, interiormente, maldecía aquel entorno frío, estéril y sin amor que debía de haber fomentado aquella sensación de culpa en el joven. El
Theldara
se dispuso a aclarar aquel asunto en muy pocas palabras.

—Se especula con que en el oscuro y sombrío país de nuestro pasado, nosotros los magos nos veíamos obligados a unirnos carnalmente para producir descendencia, tal como hacen los animales. Ello no nos permitía controlar la reproducción de nuestra especie, y hacía que nuestra sangre se mezclara con la de los Muertos. Incluso en los años posteriores a nuestra llegada a este mundo, o por lo menos así se cree, seguimos apareándonos de esa forma; pero entonces descubrimos que teníamos la facultad de tomar la semilla del hombre y transferirla —utilizando la Energía Vital— a la mujer. De esta forma podemos controlar el crecimiento de la población a la vez que elevamos a la gente por encima de los deseos animales de la carne. Pero no es tan fácil como parece, ya que la carne es débil. Supongo que esos sueños quedaron atrás —continuó el
Theldara
—, o quizás aún te preocupa...

—No —interpuso Saryon apresuradamente, algo confuso—. No, no me preocupan... Tampoco lo superé... no creo... Quiero decir... Las matemáticas —explicó finalmente—. ¡Des... descubrí que lo que anteriormente había sido... un juego, era mi... salvación! —Incorporándose en el almohadón, miró al Druida mientras su rostro se iluminaba—. ¡Cuando estoy inmerso en el mundo de mis estudios, me olvido de todo! ¿Entendéis, Hacedor?
Ésa
es la razón de que falte a los Rezos Vespertinos. Me olvido de comer, de las horas de paseo; ¡todo me parece una pérdida de tiempo! ¡Saber! Estudiar, aprender y crear: nuevas teorías, nuevos cálculos. ¡He reducido la fuerza mágica necesaria para crear cristal de la roca a la mitad! ¡Y esto no es nada,
nada
, comparado con algunas de las cosas que he estado planeando! Pero, si he descubierto incluso...

Saryon se interrumpió bruscamente.

—¿Has descubierto qué? —preguntó el Druida como sin darle importancia.

—Nada que os pueda interesar —repuso el catalista con sequedad. Fijando la vista en el almohadón, observó de pronto el agujero que había hecho en él. Ruborizándose, intentó arreglar, sin demasiado éxito, el estropicio que había causado.

—Puede que no entienda de matemáticas —dijo el
Theldara
—, pero me interesaría mucho oírte hablar de ello.

—No. No es nada, en realidad. —Saryon se levantó, algo vacilante—. Siento lo del almohadón...

—Se arregla fácilmente —le contestó el Druida poniéndose en pie sonriente, aunque, una vez más, estudiaba al joven catalista atentamente—. ¿Volverás de nuevo para que podamos discutir ese nuevo descubrimiento tuyo?

—Es posible. No..., no lo sé. Como he dicho, no es realmente importante. Lo que tiene importancia en mi vida son las matemáticas. ¡Son más importantes para mí que cualquier otra cosa! ¿No lo entendéis? La obtención de conocimientos... ¡
Cualquier
clase de conocimientos! Incluso aquellos que son... —Saryon se detuvo abruptamente—. ¿Puedo irme ahora? —preguntó—. ¿Habéis terminado conmigo?

—No he «terminado» contigo, porque, en realidad, nunca he «empezado» contigo —le reprendió el
Theldara
amablemente—. Se te aconsejó que vinieras aquí porque tu Maestro estaba preocupado por tu salud. Yo también lo estoy. Evidentemente estás trabajando demasiado, Hermano Saryon. Esa magnífica mente tuya depende de tu cuerpo; tal como he dicho antes, si descuidas uno, la otra también sufrirá.

—Sí —murmuró Saryon, avergonzado de su arrebato—. Lo siento, Hacedor. Quizá vos tengáis razón.

—¿Te veré en las comidas... y en el patio de ejercicio?

—Sí —respondió el catalista, reprimiendo un exasperado suspiro; y, dándose la vuelta, se encaminó a la puerta.

—Y deja de pasar
todo
tu tiempo en la Biblioteca —continuó el Druida, siguiéndole—. Hay otros...

—¿La Biblioteca? —Saryon giró en redondo, pálido como un muerto—. ¿Qué tiene que ver la Biblioteca?

El
Theldara
parpadeó, sobresaltado.

—Pues, nada, Hermano Saryon. Mencionaste el estudio. Naturalmente, yo he deducido que pasabas la mayor parte de tu tiempo en la Biblioteca...

—¡Bien, pues estáis equivocado! ¡No he estado allí desde hace un mes! —le espetó Saryon con vehemencia—. Un mes, ¿me oís?

—Sí, claro...

—Que Almin os acompañe —dijo el catalista hablando entre dientes—. No hace falta que me guiéis, conozco el camino.

Con una torpe inclinación de cabeza, atravesó apresuradamente la puerta saliendo de los aposentos del Druida, con la corta túnica golpeándole en los huesudos tobillos mientras cruzaba la enfermería rápidamente y salía por la puerta que había al otro extremo.

El Druida se quedó mirando pensativamente hacia el lugar por donde el muchacho se había ido, durante un buen rato después de que él hubiera salido, acariciando con aire ausente el plumaje del cuervo, que había entrado volando por la ventana y se había posado sobre su hombro.

—¿Qué? —le preguntó al pájaro—. ¿Dijiste algo?

El ave graznó una respuesta, limpiándose el pico con una pata, mientras, también ella, miraba con sus brillantes ojillos negros hacia la dirección que había tomado el catalista.

—Sí —contestó el
Theldara
—, tienes razón, amigo mío. Esa alma vuela ciertamente en las alas de la oscuridad.

4. La Cámara del Noveno Misterio

El Maestro Bibliotecario no estaba de guardia cuando ocurrió el incidente. Era pasada la medianoche y hacía mucho rato que había sonado ya la Hora del Reposo. La única persona de guardia era un anciano Diácono al que se conocía como el Submaestro.

En realidad, el término Submaestro era totalmente inapropiado, puesto que no era maestro de nada, ni especializado ni sin especializar. De hecho, no era más que un vigilante, cuya principal responsabilidad en la Biblioteca Interior era la de disuadir a las ratas de frecuentarla, ya que, totalmente indiferentes a la búsqueda de la sabiduría, últimamente habían tomado por costumbre digerir los libros en lugar de los conocimientos que contenían impresos en su interior.

El Submaestro era uno de los pocos habitantes de El Manantial al que se le permitía permanecer levantado después de la Hora del Reposo, aunque aquello le importaba muy poco, puesto que, de todas maneras, tenía por costumbre dar cabezadas a cualquier hora del día. Su calva cabeza de amarillenta piel estaba, de hecho, empezando a inclinarse peligrosamente sobre las páginas del volumen que, según él, leía atentamente, cuando oyó un ruido como de algo que se arrastrase al otro extremo de la Biblioteca.

El ruido le hizo dar un respingo, al tiempo que el corazón le daba un vuelco. Tosiendo nerviosamente, miró con ojos miopes hacia las sombras que cubrían la inmensa Biblioteca con la esperanza (o más bien el temor) de descubrir qué era lo que había provocado el ruido. En ese momento recordó las ratas, y se le ocurrió que una rata que produjera un sonido audible a tanta distancia, debía de ser un ejemplar extraordinariamente grande. También se le ocurrió que tendría que cruzar una sección muy oscura de la Biblioteca para poder darle su merecido a aquella bellaca. Tomando en cuenta aquellas dos posibilidades, decidió finalmente, tras un momento de profunda consideración, que no había oído ningún ruido, que tan sólo se lo había imaginado.

Sumamente reconfortado, volvió a su lectura, empezando por el mismo párrafo que había estado intentando leer desde hacía una semana y que infaliblemente le sumía en un profundo sopor, al poco rato.

Esta vez no fue ninguna excepción. Su nariz tocaba ya la página cuando volvió a oírse aquel ruido de algo que se arrastraba.

Este Diácono había visto muchas maravillas durante su juventud, habiendo sido testigo de una escaramuza entre los reinos de Merilon y Zith-el. Había visto llover fuego del cielo, brotar lanzas de los árboles; a los Señores de la Guerra transformar hombres en centauros, gatos en leones, lagartos en dragones, ratas en babeantes monstruos. De modo que, como para aquel entonces la rata había alcanzado en su mente un tamaño que estaba en relación con sus recuerdos, el Diácono se levantó, tembloroso, de su silla y se precipitó hacia la puerta.

Sacando la cabeza fuera de la Biblioteca, pero sin atreverse a salir completamente (¡no fuera a decirse que abandonaba su puesto!), el Diácono abrió la boca para pedir ayuda a los
Duuk-tsarith
. Sin embargo, la visión de aquella figura alta vestida de negro y encapuchada allí de pie inmóvil, con las manos cruzadas al frente, le hizo vacilar, llenándole de un temor casi idéntico al que le había provocado el misterioso ruido. Quizá no era nada. Quizá fuera simplemente una rata
pequeña
...

¡Se oyó de nuevo! ¡Y esta vez acompañado del sonido de una puerta que se cerraba!

—¡Ejecutor! —siseó el Diácono, haciendo un ademán con una mano paralizada por el terror—. ¡Ejecutor!

La cabeza encapuchada giró en su dirección. El Diácono pudo ver dos ojos brillantes y luego, en un suspiro y sin que pudiera observársele movimiento alguno, la enlutada figura se materializó ante él en silencio.

Aunque el Señor de la Guerra no habló, el Diácono oyó una pregunta en su mente, con toda claridad.

—No..., no estoy se... seguro —respondió tartamudeando el Diácono—. He oído un ruido.

El
Duuk-tsarith
inclinó la cabeza, aunque la única prueba de ello que tuvo el Diácono fue que el extremo de su puntiaguda y negra capucha se estremeció ligeramente.

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