La formación de Francia (30 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: La formación de Francia
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El duque de Bedford no vivió para ver el fin de la alianza anglo-borgoñona. El 15 de septiembre de 1435 murió a la edad de cuarenta y seis años. Fue el único jefe inglés que puso la causa de la guerra con Francia por encima de las ambiciones personales. Con su muerte, los ejércitos ingleses en Francia se convirtieron en juguetes de los políticos ambiciosos de Inglaterra.

Cinco días después de su muerte, el 20 de septiembre, Borgoña y Francia hicieron la paz por el Tratado de Arras; la guerra civil iniciada con el asesinato de Luis de Orleáns, un cuarto de siglo antes, llegó a su fin. Había sido esta guerra civil lo que había brindado a Enrique V y a los ingleses su gran oportunidad, y el fin de la guerra civil significó el fin de toda posibilidad de continuar con su proyecto de conquistas en Francia.

Por el Tratado de Arras, Carlos VII debía hacer grandes concesiones a Felipe el Bueno. Primero, debía reconocer a Felipe como un soberano independiente, de modo que ningún rey francés posterior podía reclamar el derecho de despojarlo a él o a sus descendientes del título y sus tierras; el duque de Borgoña no sería vasallo de nadie. Segundo, se aumentó mucho la extensión de los territorios borgoñones. Sus fronteras se extendieron hasta incluir las tierras que había conquistado recientemente. Borgoña se expandió hasta incluir algunas ciudades fortificadas situadas a orillas del río Somme que llevaron su frontera a ciento treinta kilómetros de París. Sin duda, las fortalezas del Somme podían ser compradas por Francia por una gran suma de dinero, pero esto era sólo en teoría. Felipe no tenía ninguna intención de venderlas, a menos que Francia dispusiera de una fuerza superior además de dinero. Finalmente, Carlos VII tenía que presentar excusas por el asesinato del padre de Felipe, Juan Sin Miedo, y prometer que castigaría a los asesinos.

A cambio de todo esto, Felipe no brindaba nada positivo. Solamente convenía en reconocer a Carlos VII como rey de Francia y en no hacerle más la guerra. El Tratado de Arras era unilateral, en verdad, pero aun así era algo que Carlos y Francia necesitaban desesperadamente, y su valor se demostró casi inmediatamente.

París, que había sido ocupada por fuerzas sumadas de Inglaterra y Borgoña, no podía ser retenida por los ingleses solamente. Los ingleses se encerraron en puestos fortificados, y luego, viendo claramente que morirían de hambre, abandonaron la ciudad y se marcharon río abajo, a Rúan. El 13 de abril de 1436, después de dieciséis años de ocupación inglesa y medio año después del Tratado de Arras, París se declaró a favor de Carlos VII.

En noviembre de 1437, Carlos VII hizo la entrada formal en la ciudad, y París fue nuevamente francesa. (Pero todavía no era la capital. Carlos VII nunca confió en la ciudad de la que había sido expulsado en su infancia y residió en diversos palacios del Loira. Pasaría casi un siglo antes de que París se convirtiese en la residencia de la corte francesa nuevamente.)

Los ingleses aún conservaron Normandía y Guienne, y allí al menos eran inatacables o al menos estaban protegidos de las exhaustas fuerzas de Francia. Por otro lado, no eran en modo alguno capaces de lanzar una ofensiva a gran escala.

Ambas partes, reducidas a librar solamente escaramuzas sin importancia, entraron en un período de inacción, que Francia usó constructivamente en una laboriosa reforma y reorganización, mientras Inglaterra se deslizaba cada vez más al caos de la guerra civil.

10. La victoria

Cambio de panorama

Para empezar, Carlos VII tenía que reorganizar las finanzas del Reino. No se trataba sólo de que los estragos de la prolongada guerra habían provocado un caos financiero. También habían deshecho la obra de Felipe IV con respecto al papado y había surgido nuevamente el peligro de que el dinero francés afluyera a Italia en cantidades incontrolables.

Mientras los papas permanecieron en Aviñón, estuvieron bajo el control de Francia. Seguros en el sudeste, los papas siguieron siendo títeres franceses pese a todos los desastres ocurridos bajo Felipe IV y Juan II, en el noroeste y el sudoeste. Durante esos reinados, los papas siguieron nombrando una mayoría de cardenales franceses, y éstos siguieron eligiendo papas franceses.

Pero luego, en 1378, hacia finales del reinado de Carlos V, el séptimo papa de Aviñón, Gregorio IX, estaba visitando Roma. Tenía intención de volver a Aviñón, pero murió antes de poder hacerlo. La muchedumbre romana forzó a los cardenales que estaban en Roma en ese momento a elegir a un papa italiano que prometiese permanecer en Roma. El nuevo papa gobernó en Roma con el nombre de Urbano VI. Pero en Aviñón otros cardenales denunciaron como ilegal la elección romana y eligieron a un papa suyo que convino en permanecer en Aviñón y asumió la tiara con el nombre de Clemente VII.

Así empezó el «Gran Cisma», que duró cuatro décadas y durante el cual el papado se convirtió en un balón de fútbol político. Hubo dos papas durante todo ese período, y cada uno fulminaba al otro con la condena de la Iglesia sin que (para desconcierto de los fieles) se causase mucho daño en ninguna de las partes.

Las diversas naciones se alinearon según consideraciones estrictamente políticas. Francia respaldó a Aviñón, claro está, y lo mismo sus aliados, Escocia y los reinos españoles. Puesto que Inglaterra y Borgoña estaban en guerra con Francia, apoyaron a Roma, y así sucesivamente.

En el curso del Gran Cisma, el papado de Aviñón se debilitó cada vez más, paralelamente al creciente caos de Francia durante el catastrófico reinado de Carlos VI.

El prestigio del papado sufrió enormemente durante el Gran Cisma. Hasta surgió un movimiento tendiente a hacer del papado una monarquía limitada, otorgando un poder superior al concilio de los eclesiásticos. Por un tiempo, este «movimiento conciliar» fue poderoso; uno de esos concilios, el Concilio de Constanza (en lo que es hoy la frontera septentrional de Suiza) puso fin al cisma.

En 1417, con Francia postrada por la sacudida de la batalla de Azincourt, el papado de Aviñón era muy débil realmente, y no se debía dejar pasar la oportunidad. Los eclesiásticos del Concilio de Constanza declararon que los concilios eran superiores en poder de decisión al papa, y luego eligieron a un nuevo papa, Martín V, que residiría en Roma y a quien todos debían aceptar. Europa, cansada del cisma, lo aceptó, y aunque el último papa de Aviñón, Benedicto XIII, se siguió llamando papa hasta su muerte, en 1423, ningún otro lo hizo. Con su muerte, quedaron borrados todos los restos del papado de Aviñón de un siglo y cuarto.

Martín V trató de poner fin al movimiento conciliar, aunque se había beneficiado con el, pero durante otra generación la Iglesia fue acosada por sentimientos antipapales.

En 1431, se reunió un Concilio en Basilea, Suiza, que trató de establecer de una vez por todas las supremacía de los concilios sobre los papas. El concilio exigió reformas que involucrasen la descentralización de la organización de la Iglesia asignando menos poder al papa y más a las secciones nacionales de la Iglesia.

Este movimiento fue derrotado a causa de la obstinada resistencia del papa Eugenio IV, quien había sucedido a Martín V en 1431. Pero mientras la lucha continuaba, Carlos VII aprovechó la oportunidad.

El 7 de Julio de 1438, Carlos promulgó la «Pragmática Sanción» de Bourges (expresión usada para designar una ley básica que rige algún sector importante de la estructura gubernamental), la cual adoptaba los edictos del Concilio de Basilea. Por esos edictos, él y los señores que tuviesen en sus territorios obispos y abades podían nombrar a los titulares de esos cargos sin tener que consultar con el papa.

Esto significaba que la parte francesa de la Iglesia Católica sería, en éste y en otros aspectos, independiente del poder papal en considerable medida. Este punto de vista (llamado «galicanismo») había surgido con Felipe IV y ahora, después del largo y penoso intervalo de la guerra con Inglaterra, fue reafirmado.

El galicanismo significó una intensificación aún mayor del sentimiento nacionalista francés en constante crecimiento, ya que hasta la Iglesia, en Francia, debía una práctica fidelidad al rey y al orden secular.

Además, allí donde estaba el poder estaba también el dinero. Mientras el papado retuvieras las anatas, el dinero afluiría a Roma; cuando fuese el Estado el que las retuviera, el dinero afluiría al rey. Además, con una jerarquía eclesiástica autónoma en Francia, era más fácil para Carlos aprobar normas que limitasen los pagos de toda clase a Roma y conservar el dinero, que era escaso, para la reconstrucción y reorganización de la nación.

Para administrar el dinero, Carlos VII apeló a un comerciante de Bourges llamado Jacques Coeur. Fue el primero de los financistas de la tradición moderna, que aplicó una organización sistemática a los recursos monetarios del Reino, centralizando su control en manos del rey. Se había hecho rico mediante el comercio con el Este, y ahora estimuló, mediante este comercio oriental, una constante expansión comercial de Francia.

Carlos, además, emprendió la reforma del ejército. Francia, como en los tempranos días de Carlos V, estaba infestada de bandas independientes de soldados mercenarios. Estos eran llamados «écorcheur», que significa «desolladores», porque despojaban de todo a quienes atrapaban, y les arrancaban la piel cuando no tenían otra cosa. Carlos ahora les obligó a entrar en un ejército controlado por él, prohibiendo todos los ejércitos privados. Hizo que el nuevo ejército permanente fuese pagado regularmente con fondos del gobierno, desalentando así el hábito de los soldados impagados de sustentarse a expensas de los campesinos.

Un aspecto de las mejoras militares fue decisivo. Carlos dio su apoyo a dos hermanos, Jean y Gaspard Bureau, que reorganizaron la artillería. Mejoraron el diseño de los cañones y la calidad de la pólvora. Habiendo aumentado de este modo la eficiencia de las armas, supervisaron la producción de mayor número de ellas, y las pusieron bajo el control de especialistas. Más aún, se obligó a los comandantes de los ejércitos a que tratasen a los cañones y a los artilleros con adecuado respeto, independientemente del hecho de que los artilleros fuesen generalmente plebeyos.

Los ejércitos de Carlos VII fueron los primeros en hacer un uso eficiente y sistemático de la artillería, lo cual señaló el fin de la manera medieval de hacer la guerra. El pesado blindaje del caballero perdió hasta el último vestigio de utilidad.

Las murallas de las ciudades, que, a diferencia de la armadura personal, eran impenetrables para los arcos largos, también empezaron a caer ante la nueva artillería. Los hermanos Bureau tuvieron la primera oportunidad de demostrarlo en 1439, cuando los franceses pusieron sitio a Meaux. Esta ciudad había sido el escenario de la última operación victoriosa de Enrique V, diecisiete años antes. Las murallas, que habían resistido contra Enrique V durante prolongados y amargos meses, no pudieron resistir ahora el colosal embate de los cañones, y Meaux cayó rápidamente. En verdad, los asedios de la década final de la Guerra de los Cien Años fueron todos breves, comparados con los largos sitios de la época de la supremacía inglesa.

Carlos VII hizo otra cosa que iba a ser característica de sus sucesores. Tuvo una amante. Esto no quiere decir que los reyes anteriores no tuviesen amores extramaritales; era un hábito bastante común de todos los hombres. Pero Carlos lo hizo abiertamente. Fue fiel a la amante que eligió (una bella muchacha llamada Agnés Sorel) durante toda la breve vida de ella y le dio una posición semioficial en la corte. Durante los seis años transcurridos entre 1444 y 1450, fecha en que murió, cuando sólo tenía un poco más de veinte años, fue la reina sin corona de Francia.

Las reformas de Carlos no fueron llevadas a cabo sin oposición. Todo lo que hizo tendió a concentrar el poder en las manos del rey. Muchos de los grandes nobles, habituados a seguir su propia ley durante las décadas de infortunio de Francia, se resintieron de esa tendencia que parecía reducirlos a meros sirvientes de la corona.

Buscaron un líder alrededor del cual unirse, y hallaron uno en el Delfín adolescente, Luis.

Luis había nacido en 1423, no mucho después de la muerte de Enrique V, y había pasado sus años de formación cuando la historia francesa llegó a su punto más bajo. Era feo e introvertido. Su padre no le tenía afecto, en lo que era cordialmente correspondido. Cuando los nobles abordaron al Joven, en 1440, y presentaron la perspectiva de asignarle un papel más importante en el gobierno, convino en ponerse a su frente, al menos nominalmente.

La insurrección fue llamada la «Praguería». Era una referencia a la ciudad de Praga, en Bohemia, que por entonces era un notorio centro de rebelión. Allí, los seguidores de Juan Hus, un reformador religioso que había sido quemado en la hoguera en 1415, aún luchaban desesperadamente contra el Imperio Alemán.

Los nobles trataron de ganarse a la población pidiendo la paz con Inglaterra y menos impuestos. Pero los habitantes de las ciudades y los campesinos recordaban muy bien las desdichas de ser gobernados por una aristocracia pendenciera y, en general, incompetente, y adhirieron al rey y a un gobierno fuertemente centralizado como la única posibilidad de eficiencia y prosperidad. Arturo de Richemont, quien conducía el ejército de Carlos VII como condestable, redujo metódicamente los puntos fuertes de los insurrectos y, antes de un año, la Praguería fue aplastada.

Carlos VII hizo un uso moderado de su victoria. Estaba decidido a no exacerbar una guerra civil en beneficio de los ingleses. Haber castigado duramente a los nobles recalcitrantes los habría lanzado en los brazos de los ingleses. Prefirió perdonarles y puso en claro que prefería su cooperación a su enemistad. Los nobles respondieron apropiadamente, y la guerra civil llegó a su fin.

En cuanto al Delfín, Luis, fue perdonado también y puesto al frente de su provincia titular, el Delfinado, situado al este del curso medio del río Ródano. Esto tenía la ventaja de mantenerlo lejos de la corte y de nuevas tentaciones. Ocurrió que el joven Delfín demostró ser un administrador capaz y honesto, y bajo su gobierno el Delfinado prosperó.

Con todo, la Praguería redujo el ritmo de las reformas de Carlos. Tenía que avanzar un poco más pausadamente, para mantener a la nobleza con buen humor. Y mientras la atención del rey estaba dirigida a sus propios súbditos, los ingleses reforzaron su dominio de Normandía y hasta reiniciaron la ofensiva, avanzando poco a poco en dirección a París.

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