Análogamente, alentó al hijo mayor de Guillermo, Roberto Curthose («Pantalones Cortos», así llamado por sus piernas cortas), a rebelarse contra su padre, y luego lo apoyó cuando lo hizo. Guillermo derrotó a su hijo, pero la guerra lo mantuvo ocupado y disminuyó sus posibilidades de luchar contra el rey.
Como su padre, Felipe apoyó la Tregua de Dios pero se opuso a la reforma de la Iglesia. En verdad, la creciente fuerza del papado empezó a hacer peligrar su bienestar económico. Las escasas tierras del rey no podían dar apoyo adecuado a los gastos de su política y su posición, y tuvo que obtener dinero donde pudo. Cuando un nuevo obispo accedía a su cargo, era necesario que el rey aprobase la elección, hecha en teoría por el papa. Por supuesto, el rey cobraba una buena suma por su aprobación.
Esto suponía un constante flujo de dinero de la Iglesia al Estado, y el papado, cuando era fuerte, se oponía enérgicamente a esta práctica. En verdad, bajo Hildebrando y sus sucesores, el papado inició un movimiento contra esa costumbre que iba a llenar de dramatismo el siglo XII, no solo en Francia, sino también en Inglaterra y Alemania, cuando los gobernantes seculares y los religiosos lucharían por el control de la investidura de los obispos.
La persistencia de Felipe en hacer dinero con las investiduras contribuyó a hacerlo impopular entre el clero, y esta impopularidad, en aquellos días, era un asunto serio. En una época religiosa, cuando los sacerdotes son escuchados por el pueblo, ellos desempeñan algunas de las funciones de los periódicos de nuestro tiempo. Si los sacerdotes dicen que un rey es malvado, la gente está dispuesta a creerlo, y el rey recibe el equivalente de una «mala prensa».
De hecho, la mala prensa continúa después de la muerte, pues las crónicas medievales eran llevadas por sacerdotes, y si ellos desaprobaban a alguien, lo decían y describían con detalle su maldad (o supuesta maldad). A menudo ésta es la única información detallada que tenemos de la vida privada de un rey, y puede ser exagerada.
Por ello, podemos preguntarnos hasta qué punto debemos confiar en el relato de la más notoria acción privada de Felipe. Ese relato dice que, en 1092, Felipe se enamoró de la esposa del conde Fulco IV de Anjou. Felipe estaba casado desde hacía veinte años. Tenía dos hijos de ese matrimonio y uno de ellos era su hijo Luis, a quien había hecho coronar y que era su heredero.
Pero Felipe no tenía intención de mantener su nuevo amor en un plano puramente platónico. Raptó a la esposa del conde y pudo hallar algunos obispos que convinieron en otorgarle los dos anulamientos de sus respectivos cónyuges con algún pretexto, dejándoles en libertad de casarse.
Pero esto era un adulterio para la mayoría de la gente, adulterio en flagrante desprecio de las leyes de Dios y del hombre; y el papa Urbano II excomulgó a Felipe en 1094.
Esta, pues, era la situación de Francia al llegar a su fin el siglo XI. Los cuatro reyes de la dinastía capeta habían gobernado a Francia durante un poco más de un siglo y habían logrado mantenerse. Esto no era enteramente satisfactorio; los señores aún hacían lo que querían, esencialmente incontrolados, y la Iglesia era independiente. Francia seguía siendo un ente irregular y desordenado, sin ningún verdadero poder central en ninguna parte.
Sin embargo, los Capetos se habían mantenido. No se habían debilitado, al menos, y habían conservado el poder real en existencia durante un tiempo suficientemente largo como para que su linaje recibiera la sanción de la tradición. Y eran ahora suficientemente fuertes como para mantener unida a Francia en un momento en que iba a ser conmovida profundamente por noticias llegadas del Este; de ese oscuro Este del que no sabía prácticamente nada, excepto lo que había aprendido, hasta cierto punto, de la Biblia.
Pasemos, entonces, al Este y veamos qué estaba ocurriendo allí.
La Primera Cruzada
La potencia cristiana más fuerte de Europa Oriental, por la época de los primeros Capetos, eran los restos aún en pie del viejo Imperio Romano, con su capital en Constantinopla. A esos restos de los dominios romanos los llamamos el «Imperio Bizantino», de Bizancio, el antiguo nombre de Constantinopla. Los europeos occidentales de la época, sin embargo, llamaban al Imperio sencillamente «los griegos». Esto era bastante correcto, en cierto modo, ya que la lengua de su pueblo era realmente el griego.
Por la época en que Hugo Capeto obtuvo el trono francés, en 987, y asumió el gobierno de una heterogénea región bárbara cuyos señores podían desafiarlo con impunidad, el Imperio Bizantino era una monarquía centralizada con quince siglos de civilización ininterrumpida tras de sí
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La distancia entre Francia y los límites más occidentales del Imperio Bizantino era sólo de unos 1.000 kilómetros, aproximadamente; no muy grande según patrones modernos, astronómica para el siglo XI.
Para los franceses, y para los cristianos occidentales en general, los «griegos» no sólo eran un pueblo muy lejano sino también un pueblo malvado. Se negaban a aceptar la supremacía del papa romano e insistían en mantener la del patriarca de Constantinopla, en cambio. Peor aún, diferían en diversos puntos doctrinarios en aspectos que consideraban importantes los teólogos de la época y que sirvieron para avivar un amargo odio ideológico entre los cristianos del Oeste y los del Este. En 1054, en los últimos años de Enrique I de Francia, se produjo el cisma, o ruptura, final entre las dos mitades del mundo cristiano, cisma que ha perdurado hasta hoy.
Por entonces, el Imperio Bizantino se halló frente a un nuevo y peligroso enemigo en el Este, los turcos selúcidas. El Imperio fue debilitado por conmociones políticas internas y, en 1071, cuando bizantinos y turcos se enfrentaron en una batalla a gran escala en Manzikert, en el Asia Menor oriental, el ejército turco obtuvo una aplastante victoria.
Los turcos barrieron el interior de Asia Menor y, simultáneamente, ejércitos occidentales provenientes de Italia (conducidos por aventureros normandos del norte de Francia) invadieron los dominios bizantinos del Oeste. Parecía que el Imperio Bizantino iba a ser barrido del mapa y, en verdad, así habría ocurrido de no ser por los esfuerzos de un capacitado general bizantino, Alejo Comneno, quien se adueño del trono y empezó a gobernar como Alejo I en 1081.
Durante una década, Alejo combatió tenaz e incansablemente a los enemigos del Imperio en todas las fronteras y en el interior. Siempre estaba en necesidad de más soldados, y se le ocurrió que podría reclutar una banda de mercenarios del Oeste proponiendo una acción contra el común enemigo musulmán y esgrimiendo la posibilidad de superar la escisión entre la cristiandad oriental y la occidental.
A los cristianos occidentales, desde luego, les importaba un ardite del Imperio Bizantino y hubiesen contemplado alegremente su destrucción. Pero estaban preocupados por el hecho de que los turcos selúcidas se habían apoderado de Jerusalén. Con el entusiasmo religioso de conversos relativamente recientes, los turcos limitaron tajantemente las peregrinaciones cristianas a la tierra donde nació Jesús, y pronto circularon por el Oeste relatos horrendos sobre las atrocidades turcas contra humildes peregrinos cristianos.
Más aún, el papa Urbano II tenía razones propias para prestar oídos a los alegatos del emperador Alejo. A la sazón, el papado estaba empeñado en una lucha por el poder con el emperador alemán Enrique IV, quien apoyaba a un «antipapa» (un papa que no fue reconocido como legítimo por la posterior doctrina apostólica). En realidad, era el antipapa el que gobernaba en Roma, mientras Urbano II se había visto obligado a permanecer en las regiones no controladas por los ejércitos del emperador.
En 1095, un año después de que Urbano mostrase su fuerza excomulgando a Felipe I de Francia, convocó un concilio en la ciudad italiana septentrional de Piacenza, a sesenta y cinco kilómetros al sur de Milán. Allí puso en la agenda el pedido de mercenarios de Alejo.
Como papa enérgico que era y como ardiente defensor de la reforma cluniacense, sentía sinceros deseos de reforzar a la cristiandad derrotando a los turcos y recuperando Tierra Santa. Y si al hacerlo podía lograrse que los cristianos orientales volviesen al redil y aceptasen la supremacía papal, tanto mejor. Además, la empresa brindaría a los barones enzarzados en interminables rapiñas un enemigo común al cual combatir y se promovería la paz interior al enviarlos lejos.
El concilio de Piacenza, sin embargo, no llegó a ninguna conclusión sobre el pedido de Alejo. Los problemas con el emperador alemán ocuparon en demasía su mente colectiva. Por ello, Urbano convocó un segundo concilio en noviembre del mismo año, 1095, en Clermont, en la Francia central meridional. Allí, más lejos del emperador Enrique, el problema del emperador Alejo podía ser contemplado en una perspectiva más clara.
En Clermont, Urbano tuvo un público hecho a la medida para él. A fin de cuentas, él era un francés, y el clero francés había estado de su parte en la lucha contra el emperador y su antipapa. Los caballeros mejores y más beligerantes, a quienes esperaba apelar, también eran franceses.
Urbano empezó exaltando la reforma, renovando la Tregua de Dios y predicando la paz entre la nobleza. Luego pasó al verdadero propósito de la reunión.
Urbano se levantó para dirigirse a las enormes multitudes de fieles que habían acudido a oírlo. Era un hábil orador y, en términos conmovedores y llenos de emotividad, describió la ciudad de Jerusalén, encadenada desde largo tiempo atrás por sus gobernantes infieles. Describió los sufrimientos de los peregrinos. Urgió a los caballeros de Europa a tomar las armas contra el infiel, a descargar sus golpes, en nombre de los cristianos piadosos, para recuperar la tierra de Jesús.
La atmósfera era la de una reunión evangelista. Los oyentes fueron llevados a un frenesí casi enloquecido. «¡Dios lo quiere!», gritaban una y otra vez. «¡Dios lo quiere! ¡Dios lo quiere!»
Muchos se comprometieron a marchar al Este para combatir y en signo de esta promesa prendieron una cruz de su ropa, desgarrando alguna prenda, si era necesario, a fin de obtener el material para ello. La guerra iba a librarse en homenaje a la Cruz, y ésta sería el emblema de sus guerreros. Por ello, el movimiento fue llamado «Cruzada», de la palabra latina para «cruz».
Urbano inició en Clermont una lucha que continuaría por doscientos años, y más aún, y el flujo de caballeros hacia el Este sería permanente, más o menos, durante todo ese tiempo. Pero hubo flujos particularmente densos conducidos por jefes eminentes, de tanto en tanto; hubo ocho de ellos, según los cálculos más comunes. Por esta razón los historiadores habitualmente hablan de las Cruzadas, en plural, y la que iba a iniciarse después del concilio de Clermont fue la «Primera Cruzada».
La Primera Cruzada no fue un movimiento de monarcas y, en verdad, Urbano no deseaba que lo fuese. Los dos monarcas más importantes de Europa, Enrique IV de Alemania y Felipe I de Francia, eran hostiles a él y, de hecho, ambos fueron excomulgados. Urbano quería que el movimiento estuviese bajo su conducción, y fue a los nobles menores y al pueblo a los que apeló, no a quienes podían disputarle su liderazgo.
Los ejércitos marcharon hacia el Este, sin saber nada de las tierras por las que pasarían y a las que llegarían, sin saber nada de sus aliados bizantinos ni de sus enemigos musulmanes, destilando fanatismo y anhelantes de sangre y botín. Aunque sufrieron grandes pérdidas, también ganaron asombrosas victorias y, el 15 de julio de 1099, lograron tomar Jerusalén.
Es tentador seguir en detalle esta historia casi increíble, pero en este libro debemos centrar nuestra atención en Francia. ¿Qué ocurría en Francia mientras los caballeros franceses se llenaban de gloria en Tierra Santa?
Para Felipe I, la Primera Cruzada fue beneficiosa. Se libró de muchos de sus turbulentos súbditos y tuvo menos que temer en su permanente lucha contra el papa. (Felipe, como verá el lector, no pudo resignarse a renunciar a su matrimonio adúltero; así, se le levantaba la excomunión cuando prometía ser bueno, y se le volvía a imponer cuando reincidía, y así varias veces.)
Guillermo el Conquistador había muerto en 1087 y su hijo Roberto Curthose, que le sucedió en Normandía, era mucho menos capaz que su padre; además, se marchó a la Cruzada. El hermano menor de Roberto gobernaba Inglaterra con el nombre de Guillermo II y, aunque controlaba Normandía mientras Roberto Curthose estaba en la Cruzada, en Francia no intentó más que aventuras limitadas.
Roberto retornó en 1100, pero por entonces Guillermo II había sido asesinado y Roberto se lanzó a combatir por Inglaterra contra otro hermano, Enrique.
Podría parecer que, con las Cruzadas y los problemas de los hijos normandos de Guillermo el Conquistador, era un buen momento para que Francia reforzase su unidad, pero esta unión era muy difícil de lograr.
En la actualidad, cuando contemplamos retrospectivamente la Francia de los primeros Capetos, la concebimos como «Francia», pero tal sentimiento no existía entre la gente de la época. Cada provincia tenía su propio dialecto, distintivo y diferente, a veces hasta muy diferente; y para cada grupo provinciano, los hombres que hablaban otros dialectos eran extranjeros que debían ser despreciados, temidos u odiados, o todo a la vez.
Sin duda, el dialecto de la región parisina, llamado «franciano», tenía cierto prestigio porque era el lenguaje de la corte, mas por el 1100 esto se hallaba lejos de bastar para darle el rango de una lengua común.
Sin embargo, estaba por producirse un cambio. El espíritu y el animo de la era de las Cruzadas dio origen a un sentimiento nuevo, más nacional, entre la gente. Por diferentes que las personas de una u otra provincia se sintieran, todos eran cristianos y todos luchaban con los distantes musulmanes.
La Primera Cruzada también dio origen a la primera gran creación literaria que tuvo gran popularidad en todas las provincias, atrajo a todos como una herencia común y dio a todos un orgullo común.
Era la
Chanson de Roland
(El Cantar de Roldan), que recibió su forma final alrededor del 1100. Su trama aprovechaba el sentimiento antimusulmán que despertó en los franceses la Primera Cruzada. Su base histórica era un incidente que había ocurrido más de tres siglos antes, cuando un monarca al que los franceses consideraban el más grande de su historia, Carlomagno, había luchado gloriosamente contra los musulmanes en España. Durante esa campaña, la retaguardia de uno de los ejércitos de Carlomagno, bajo el mando de Roldan, fue destrozada por vascos cristianos en los desfiladeros de los Pirineos.