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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (8 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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—Susana Escobar —dijo Herrero echando un vistazo a la tablilla con apuntes que le alcanzaba Cuéllar—. Cuarenta y siete años. Empleada por la otra víctima como enfermera particular. Casada, con un hijo. En su casa no la habrán echado a faltar pues su turno no terminaba hasta la ocho de esta tarde. Ya hemos contactado con el marido. A simple vista parece clara la causa de la muerte que apuntamos en torno a las diez de la noche de ayer.

—¿Han encontrado alguna pista, un móvil, algún sospechoso? —inquirió la jueza.

—Por ahora nada. Los dos finados estaban solos en la mansión cuando fueron atacados. El o los que lo hicieron parecen profesionales. Ha sido un trabajo muy limpio, no hay señales de lucha.

—¿Cuando han sido descubiertos los cadáveres? —preguntó la magistrada.

—Bueno, eso es lo más curioso —contestó Herrero rascándose el cogote—. Da la impresión de que las dos víctimas estaban muertas para las seis y media, hora en la que hace entrada el servicio doméstico. Sin embargo un cúmulo de casualidades se ha conjurado para que hoy nadie apareciera hasta las once de la mañana, cuando la cocinera ha venido a preparar la comida. Parece ser que la cocinera habitual lleva unos días indispuesta y han mandado a una sustituta que llega a esa hora. La mujer no tiene llaves y se ha vuelto loca tocando el timbre, sin que nadie la abriese. Al carecer de móvil ni haber una cabina cerca, cuando se ha aburrido de llamar se ha vuelto a su casa, desde donde ha llamado a la agencia en la que está empleada. Desde allí han llamado por teléfono a la mansión, al móvil de la enfermera y al final al pasante, para informarle de lo que sucedía. Éste, según dice sobre las cuatro, se ha acercado para ver si todo estaba bien y es cuando se ha encontrado este cuadro.

Tres cuartos de hora más tarde, el forense había terminado el examen previo al traslado y la jueza dio por finalizada su inspección ocular, ordenando el levantamiento del cadáver. Los técnicos de la policía científica terminaban de preparar el cuerpo para que fuese introducido por los de la funeraria en una bolsa térmica especial, en la que se le trasladaría hasta el depósito de cadáveres, donde se llevaría a cabo la autopsia.

Con bolsas de plástico envolvieron las manos del difunto por si debajo de las uñas había restos de piel con el ADN de su agresor arrancados en una hipotética lucha por defenderse. Con cuidado levantaron el cuerpo y colocaron debajo la funda mortuoria. Una vez cerrada ésta, se colocó encima de una camilla y lo aseguraron con cinchas para que no se cayera durante el que iba a ser el penúltimo viaje para el anciano griego. Toda la procesión fue abandonando la mansión, dejando atrás a los técnicos, que seguían con el proceso de recopilación de indicios, y a los agentes, a los que esperaba una aburrida guardia en la finca hasta que llegara el relevo.

GINEBRA. NOVIEMBRE DE 2003

—Disculpe, ¿es usted el doctor Dreifuss? Soy el teniente Marcus Klee.

Ludwig dejó sobre la cama el cajón vacío que sostenía y se giró para mirar al que hablaba. Era un tipo de mediana estatura, vestido con un traje de confección que sujetaba en su mano una carpeta negra en la que estaba tomando notas.

Antes de responder, Ludwig echó otro vistazo a su habitación. Parecía que hubiese pasado un ciclón. Armarios, cómodas, cajones, incluso la ropa de cama estaba toda tirada y revuelta. El somier, puesto en pie, se encontraba apoyado en la pared y el colchón de látex, especialmente fabricado para él, tenía la funda rajada y estaba retorcido sobre el galán de noche que su ex mujer le regaló las últimas navidades que compartieron.

Lo mismo sucedía con el resto de la casa. En el salón los libros alfombraban el suelo y la biblioteca arrancada de la pared colgaba peligrosamente de un último tirafondo. El costoso televisor de plasma tenía la pantalla más plana que nunca.

La cocina, las habitaciones, los baños, el despacho, nada se había librado de la incursión. Cuadros arrancados, la caja fuerte, que su mujer se empeñó en colocar, pero que después nunca utilizó, había sido forzada, los armarios estaban sin puertas. Así había encontrado su domicilio cuando llegó con su conquista sobre las cuatro de la madrugada, prometiéndoselas muy felices.

La chica había resultado ser lo que él esperaba: una joven con un físico impresionante dispuesta a ganarse el favor de un médico influyente como él. Si se había sentido molesta por la impuntualidad, no había comentado nada.

Mientras tomaban algo, Ludwig había llevado la conversación sutilmente al terreno personal. No es que le importara lo más mínimo el estilo de vida que llevaba la muchacha, pero quería asegurarse de que no hubiese un marido o novio celoso, unas ideas peregrinas sobre una posible relación más allá de dos horas en una cama, o cosas similares.

Pero ella parecía tener las ideas claras. No tenía un bruto detrás, no pretendía más que ganarse la gratitud de Ludwig para hacer carrera en el hospital y para ello estaba dispuesta a entregar su fabuloso cuerpo.

Tras largas horas de tonteo salieron del pub y se encaminaron directamente hacia el Porsche de Ludwig. Éste arrancó el potente motor y emprendió el camino a su casa. Durante el trayecto la enfermera, que no se correspondía con la imagen recatada que ofrecía a primera vista, no tuvo inconveniente en sondear dentro del pantalón de Ludwig sin que a éste le hiciese falta sugerirlo. El viaje de camino al apartamento a bordo del deportivo había sido un sueño. La chica rápidamente había encontrado lo que buscaba y le prestaba toda su atención con la cabeza entre las piernas del doctor.

Un otorrinolaringólogo como él se podía hacer una composición de lugar bastante precisa sobre hasta dónde estaba entrando la punta de su pene, para que los labios de la muchacha llegaran a besarle el escroto.

Las escenas que se sucedieron en el ascensor entre la planta baja y el ático, no eran precisamente las que se pudieran esperar en tan inocente lugar. Poco le faltó al exaltado médico para pulsar el botón de emergencia y cumplir con lo que se le exigía.

La lujuria desapareció instantáneamente en el momento en que las puertas del ascensor se abrieron y vio la del apartamento entreabierta. Apartando de un empujón a la enfermera, accedió al interior.

Más que miedo sentía ira, pues estaba convencido de que aquello había sido un imperdonable fallo de la señora de la limpieza, que, por supuesto, pagaría muy caro su olvido.

Un simple vistazo al vestíbulo le bastó para comprender que la pobre mujer no había sido la culpable del desaguisado: en primer lugar porque nadie en su sano juicio hubiese sido capaz de asolar un apartamento de aquella manera y, en segundo, porque la parte superior del tronco de la interina, junto a su correspondiente cabeza y extremidades, asomaban por la puerta de la cocina. Tenía la mujer además los ojos fijos en el entarimado de roble por el que se extendía un reguero de sangre que procedía, probablemente, de un corte que le seccionaba la garganta.

Los gritos histéricos que empezó a proferir la enfermera descartaron la posibilidad de una ilusión óptica. Ludwig tuvo que prescribir y administrar un calmante a la joven para que se le pasara el ataque de nervios. Cuando la complaciente chica se recuperó de los dos sonoros bofetones que Ludwig le aplicó sin emoción alguna, optó por salir corriendo, dejando a un iracundo doctor calibrando la situación.

Quince minutos después llegaba la primera patrulla de la policía. Los dos agentes se atrevieron a ponerle la mano encima cuando se negó a
abandonar la escena del crimen
, y hasta osaron amenazarlo con detenerlo
por no colaborar y resistirse a la autoridad
. Instantes después y mientras trataba inútilmente de razonar con aquellos descerebrados, llegaron más de su prole y entre todos le hicieron pasar un mal rato, que terminó en el momento en que admitió su derrota y dejó la venganza para más adelante.

Furioso con aquellos
muertos de hambre
por tratarlo de esa manera, se encargó de recordarles que él ganaba más en una semana que ellos en todo un año. Ni que decir tiene que aquello no le sirvió para ganarse la simpatía de los agentes.

También estaba furioso con la mujer de la limpieza, que con su sangre, ya reseca, había arruinado la tarima, con aquellos que se habían atrevido a allanar su santuario, con su mujer, por no ocupar su lugar en la perfectamente planificada vida del doctor, con la enfermera histérica y en general con toda la raza humana.

Ahora aquel mequetrefe le preguntaba si era la persona que había llamado a la policía. ¡Pues claro que había llamado él! ¿Quién, si no, lo iba a hacer?

—Dice usted que llegó a su casa sobre las cuatro de esta madrugada y que se ha encontrado todo tal y como está, ¿verdad? —preguntó el teniente consultando su carpeta, de la que levantaba unas hojas.

—Ya lo he explicado diez veces al menos —contestó irritado Ludwig.

—¿Le importaría volver a explicármelo a mí? —repuso sin inmutarse el policía.

Y Ludwig volvió a contar cómo había llegado a su casa y se había encontrado con todo aquel espectáculo. Omitió mencionar que no estaba solo. No tenía sentido mezclar a su ligue. También obvió mentar el desagradable incidente con los agentes que habían acudido a su llamada. Ya habría tiempo más adelante para tratar el abuso de autoridad sufrido.

—¿Llegó usted solo? —preguntó el teniente Klee.

—Ya les he dicho que sí.

—Sin embargo —repuso impertérrito el teniente, volviendo a echar un vistazo a su carpeta—, un vecino afirma que sobre esa hora oyó los gritos de una mujer y, alarmado, se asomó al descansillo, donde vio que una joven bajaba las escaleras corriendo. Según sus declaraciones, la joven parecía estar llorando y muy alterada.

¡Malditos vecinos! ¡No podían meterse en sus propios asuntos! Ludwig miró al policía, que le devolvía la mirada, impasible. Aquel tipo parecía conocer las respuestas a sus preguntas, entonces ¿por qué cojones no lo dejaba en paz?

—Es cierto que llegué acompañado —dijo Ludwig conteniendo a duras penas la rabia—. No lo he comentado antes para no poner en un aprieto a una dama. Ella no vio nada que no les haya contado yo. ¿Para qué implicarla en este asunto? No hace falta ser un lince para ver que esa mujer lleva muerta bastante tiempo y a esa señorita la he conocido prácticamente esta noche, así que me serviría como coartada y es evidente que no puede tener relación con el crimen. ¿Por qué no dejarla al margen?

—Doctor Dreifuss —contestó el policía—, creo que entenderá que lo que me pide es imposible. Debemos hablar con ella. ¿Podría usted facilitarme su nombre y dirección, por favor?

De mala gana Ludwig le dio el nombre y el número del móvil de la chica, que eran los únicos datos de que disponía. Si al teniente le pareció una actitud un tanto frívola, no hizo ningún comentario.

—Dígame, ¿echa en falta algo? —preguntó el teniente sin levantar la vista de la carpeta, donde escribía con un lapicero con letra pequeña y pulcra—. Joyas, dinero, objetos de valor…

—No, no guardo nada en casa. Cuando mi ex mujer vivía conmigo, sí tenía aquí sus joyas pero se las llevó todas.

—¿Tiene motivos para sospechar de alguien en particular? Alguien con el que haya discutido, alguna deuda…

—No. No tengo deudas ni enemigos. Creo que se trata de vulgares rateros, ¿no le parece?

El teniente se rascó con el lápiz el nacimiento del pelo en un gesto que daba a entender sus dudas sobre lo que decía el médico.

—Verá, doctor Dreifuss. No sería capaz de asegurar que está usted equivocado, pero no creo probable su teoría. En primer lugar los
vulgares rateros
como usted los llama, no tienen por costumbre atacar a las personas que se encuentran en un domicilio. Es más, por lo general evitan este contratiempo y huyen en cuanto se tropiezan con cualquier imprevisto. La persona que ha asesinado a la víctima no es la primera vez que mata. Usted es médico. Fíjese en la precisión del corte. No hay más marcas. No hay síntomas de lucha. Ha sido una ejecución limpia. En segundo lugar, un ratero no permanece mucho tiempo en el lugar; revuelve, coge lo que puede y se marcha. La persona o personas que han hecho esto han registrado todo minuciosamente. Este revuelo parece más un burdo intento de engañarnos. Un ladrón que se toma tanto tiempo en registrar con este detenimiento y mata con semejante frialdad no se olvida de cerrar la puerta cuando se marcha.

«Fíjese en la puerta de entrada. La han forzado. Los asaltantes han taladrado los tornillos que sujetan la corona que blinda el bombillo. Para eso deben conocer con exactitud dónde se encuentran éstos, ya que desde fuera no hay nada que lo indique y cada fabricante los coloca de diferente manera. Después quitan la corona y con una llave de fontanero rompen el bombillo. No queda más que meter un destornillador con la cabeza plana del tamaño necesario para hacer girar el cuadradillo y abrir la puerta.

—¿Y eso no sería capaz de hacerlo un simple ratero?

—Por supuesto que sí. Un buen profesional tardaría menos de dos minutos en abrir esta puerta. Pero no olvide que la empleada del hogar estaba en la casa. Es muy difícil que no se percatara de que alguien estaba manipulando la puerta. Aunque el ruido fuese mínimo, se hubiera dado cuenta. A no ser que tuviera mal oído. ¿Era así?

—No que yo sepa. Y créame, se hubiese dado cuenta. Pero dadas las horas estaría durmiendo. Tiene su habitación al final de aquel pasillo. Con su puerta cerrada no creo que hubiese oído nada. ¿No le parece?

—Tiene razón —admitió el inspector—. Lo habíamos pensado, pero no nos convencía, así que hemos pasado un paño especial por el suelo justo donde termina de abrirse la puerta. Es un paño cargado eléctricamente que atrae las partículas. Se ha llevado a analizar, pero a simple vista hemos encontrado un polvillo metálico cuya composición es casi con seguridad la misma que la de la corona perforada de la puerta. Por si acaso se ha pasado otro paño igual por el suelo bajo el dintel de la entrada y no aparecen restos significativos.

—¿Así que piensan que los asaltantes han forzado la puerta una vez que ya habían entrado en mi domicilio? ¿Y cómo entraron en realidad?

—¿Diría usted que su empleada era de plena confianza?

—Llevaba mucho tiempo trabajando en la casa. La contrató mi ex mujer. A pesar de ello me inclino a pensar que sí, que era de confianza.

—¿Sabe usted si cerraba la puerta con llave cuando estaba dentro?

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