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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventura, Histórico

La Galera del Bajá

BOOK: La Galera del Bajá
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La gran historia naval, la más gigantesca librada en el mundo, no tuvo ninguna eficacia, a causa de los secretos designios de Felipe II, que no quería que Venecia reconquistase su antiguo poderío y su pasado esplendor. Los aliados, en vez de aprovecharse del terror de los musulmanes y de la destrucción de su soberbia flota para correr a la reconquista de Chipre y a la liberación de Candía, se enfrascaron en mezquinas rivalidades, y se volvieron, no obstante los esfuerzos desesperados de Sebastián Veniero, sin haber intentado nada. La desgraciada República hallóse, pues, otra vez sola para pelear contra el turco.

Emilio Salgari

La galera del Bajá

El León de Damasco - 2

ePUB v1.0

Lecram / OZN
16.03.12

Título Original: Il Leone di Damasco II (1910)

Cubierta: S. Arana

Ilustraciones: Luis Vigil

1.- En la galera del Bajá

Mientras el griego se desembarazaba con tanta habilidad de los incautos marineros, Mico proseguía su marcha hacia la galera almirante, con las luces apagadas para eludir que le dispararan desde las naves con alguna culebrina.

A distancia refulgían los faroles de la flota turca, aquellos grandes y magníficos fanales en ocasiones de hasta metro y medio de altura, todos de plata, con excepción de los de la capitana, que eran de oro.

Mico, que como marinero valía tanto como el griego, observó las continuas maniobras de las galeotas, que se cruzaban e iban de un lado a otro de la capitana para protegerla de una improbable sorpresa, e hizo avanzar su embarcación hacia una de ellas. No tardó en oír una voz amenazadora, que gritaba:

—¿Quién vive? Detente o te ametrallamos igual que a un perro cristiano.

—Turco que procede de la ensenada de Capso y trae una carta del sultán —repuso con acento sereno el albanés.

—Aproxima tu chalupa.

El montañés arrió el velamen y con rápida y muy hábil maniobra aproximó su chalupa a babor de la galeota.

—Sube.

Mico amarró el bote a la escalera y subió con agilidad, alcanzando la toldilla, donde apareció ante él un capitán, acompañado por media docena de oficiales. El hombre dejó caer sobre el cuello de Mico una pesada mano con dedos como tenazas y dijo:

—Muestra la carta.

—He de entregarla personalmente en manos del bajá.

—¿Imaginas que voy a ser tan necio que la abra?... El Gran Almirante sería capaz de empalarme y de momento no tengo la menor gana de... Primero me apetece ver la total destrucción de Candía.

Unos marineros habían llevado faroles. Mico sacó la misiva de un bolsillo interior y enseñó al sorprendido capitán los grandes sellos del sultán.

—¡Por la muerte de todas las huríes del paraíso! ¡Magnífico negocio hago si ametrallo a este hombre!... Y los sellos son auténticos. Los conozco de sobra.

Después, examinando fija y algo recelosamente al mensajero, le preguntó:

—¿Quién te la ha entregado?

—No puedo decirlo... Son problemas que sólo interesan al bajá... y también a mí, si aprecio en algo mi pellejo.

—Estás en lo cierto. Todavía eres joven y puedes ser testigo de numerosas victorias del Islam.

Ordenó llevar a remolque la embarcación con dos marineros en su interior y la galeota avanzó a remo hasta el centro de la escuadra turca.

Al parecer existía aquella noche tregua entre sitiadores y sitiados, ya que por ambos bandos permanecían en silencio culebrinas y bombardas.

La galeota llegó junto a la nave almirante y pasó a la galera del bajá, el cual se hallaba fumando tranquilamente su narguilé en una mesa en la cual comía con su Estado Mayor. De cuando en cuando bebía disimuladamente un buen trago de vino.

A breves pasos de él, en una otomana de seda blanca arrimada contra la pared de babor, estaba sentada Haradja, envuelta en una ligera colcha de seda, por ser la noche algo fresca. Un poco pálida, resaltaba más en su semblante el extraordinario brillo de sus negros ojos.

—¿Qué deseas? —inquirió Alí al ver presentarse al capitán de la galeota por la escala del castillo.

—Hay noticias de Constantinopla y llevan el sello del sultán, señor.

—¿Una carta?

—Sí. La trae un marinero que procede de la ensenada de Capso.

—¿Quién es?

—No me he atrevido a preguntarle.

—Eres un necio —dijo el bajá tomando la carta que le presentaba el capitán. —Envíame al mensajero.

—¡Una carta del sultán! —exclamó Haradja con voz un poco alterada. —¡Ten cuidado, tío! Son recados terribles, ya que por lo común terminan con la corbata de seda.

—¡Bah! Tiene demasiada necesidad de mí. Y, por otra parte, toda la escuadra me es leal y sería capaz de acompañarme frente a Constantinopla para dar un susto a esos degenerados cobardes en las exquisiteces del harén.

Desgarró cuidadosamente el gran sello, abrió la carta y leyó con rapidez.

—¿Qué sucede? —indagó Haradja, bastante inquieta.

—Se me indica que vaya con la nave almirante a la rada de Capso para recibir órdenes secretas de un alto funcionario.

—¿No estará satisfecho el sultán con las operaciones del sitio de Candía?

—Es posible —convino el bajá, que parecía bastante preocupado. —¿Supondrán en Constantinopla que es posible destruir una fortaleza como ésa en un día? Que acudan aquí esos altos funcionarios a probar las espadas y las culebrinas de los venecianos.

—No confíes. En Constantinopla se intriga en exceso y hay allí demasiados envidiosos de tu buena suerte.

—Estoy enterado de ello mejor que tú —respondió el almirante, que había comenzado a pasear, con aspecto bastante sombrío y apretando nervioso la empuñadura de su cimitarra. —Pero si suponen que me van a poder quitar el mando de la flota están totalmente equivocados.

En aquel instante apareció en la parte inferior de la escalera el capitán de la galeota seguido de Mico.

—Éste es el mensajero —anunció aquél en cuanto subieron.

El bajá examinó fijamente al albanés, que mantenía su serenidad de costumbre, a pesar de que no desconocía que caminaba al borde del abismo.

—¿De dónde procedes?

—De Capso.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—En una chalupa de vela.

—¿En Capso hay una galera?

—Sí, señor. Ha llegado directamente desde Constantinopla con orden precisa de no recalar en Candía.

—¿Cuál es el nombre de la nave?

—La
Strumica
.

—No la conozco. Será nueva.

—Fue botada al agua hace tres semanas.

—¿Quién es su capitán?

—El capitán Rodesto. Pero...

—¿Por qué te interrumpes? —interrogó el bajá, echándole una mirada penetrante.

—Es un capitán que puede afirmarse no tiene mando, ya que el sultán ha puesto a su lado un
ferik
1
que no sabe nada de cosas de mar.

—Lo creo. ¿Sabes qué desean de mí?

—No, señor.

—Si me hubieras podido decir algo, te lo habría pagado bien.

—Sólo soy un pobre marinero y no puedo ni pensar en hacer preguntas a mis superiores.

—Tu acento es muy particular. ¿De dónde eres?

—De Albania, señor.

—¿También aquellos aguerridos montañeses se han decidido a lanzarse al mar? El Adriático se encuentra muy cerca y batido, casi de continuo, por las galeras venecianas.

Y contemplando a Haradja como solicitando de ella consejo, se aproximó a la otomana y susurró en voz queda:

—¿Qué piensas que debo hacer?

—Si no obedeces, el sultán es posible que te envíe la corbata de seda, aunque sea en estuche de oro.

—¿Y si no acatase las órdenes que vienen de Constantinopla y no del cuartel general del visir?

—¡Una rebelión!... ¿Y después?

—Estás en lo cierto. Desearía ir hasta el final y bombardear incluso la mezquita, que los cristianos llaman la Iglesia de Santa Sofía. Te haré trasladar a otra galera y me pondré en marcha, pero no solo, guste o no al sultán. Expongo mi piel en tanto que él se divierte con sus favoritas y bebe vino de Chipre. Yo soy también mahometano.

—¿Qué resuelves?

—Marchar a esa cita con una considerable escolta.

—¿Quién la mandará?

—No debe inquietarte semejante cosa. Dispongo de capitanes valerosos, leales y resueltos.

Y volviéndose al montañés, que prestaba atención para informarse de la conversación de tío y sobrina, le preguntó:

—¿Qué te ha dicho tu capitán?

—Que entregara el pliego en propia mano y que regresara lo antes posible.

—¡Por la muerte del Profeta! ¿Se me preparará alguna trampa?

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