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Cuando su poder se acrecienta, la comunidad deja de conceder tanta importancia a las infracciones del individuo, pues ya no le es lícito considerarlas tan peligrosas y tan subversivas para la existencia del todo como antes: el malhechor ya no es «proscrito» y expulsado, a la cólera general ya no le es lícito descargarse en él con tanto desenfreno como antes, sino que a partir de ahora el malhechor es defendido y protegido con cuidado, por parte del todo, contra esa cólera y, en especial, contra la de los inmediatos perjudicados. El compromiso con la cólera de los principalmente afectados por la mala acción; un esfuerzo por localizar el caso y evitar una participación e inquietud más amplias o incluso generales; intentos de encontrar equivalentes y de solventar el asunto entero (la
compositio
[arreglo]); sobre todo la voluntad, que aparece en forma cada vez más decidida, de considerar que todo delito es pagable en algún sentido, es decir, la voluntad de
separar
, al menos hasta un cierto grado, una cosa de otra, el delincuente de su acción —éstos son los rasgos que se han impreso cada vez más claramente en el ulterior desarrollo del derecho penal. Si el poder y la autoconciencia de una comunidad crecen, entonces el derecho penal se suaviza también siempre; todo debilitamiento y todo peligro un poco grave de aquélla vuelven a hacer aparecer formas más duras de éste. El «acreedor» se ha vuelto siempre más humano en la medida en que más se ha enriquecido; al final, incluso, la medida de su riqueza viene dada por la cantidad de perjuicios que puede soportar sin padecer por ello. No sería impensable una
conciencia de poder
de la sociedad en la que a ésta le fuese lícito permitirse el lujo más noble que para ella existe, —
dejar impunes
a quienes la han dañado. «¿Qué me importan a mí propiamente mis parásitos?, podría decir entonces, que vivan y que prosperen: ¡soy todavía bastante fuerte para ello!…» La justicia, que comenzó con «todo es pagable, todo tiene que ser pagado», acaba por hacer la vista gorda y dejar escapar al insolvente, —acaba, como toda cosa buena en la tierra, su
primiéndose a sí misma
. Esta autosupresión de la justicia: sabido es con qué hermoso nombre se la denomina—
gracia
; ésta continúa siendo, como ya se entiende de suyo, el privilegio del más poderoso, mejor aún, su más-allá del derecho.
11
—Digamos aquí unas palabras de rechazo contra ciertos ensayos recientemente aparecidos de buscar el origen de la rhoral en un terreno completamente distinto, —a saber, en el terreno del resentimiento. Antes digamos una cosa al oído de los psicólogos, suponiendo que éstos hayan de sentir placer en estudiar otra vez de cerca el resentimiento: donde mejor florece ahora esa planta es entre anarquistas y antisemitas, de igual manera, por lo demás, a como siempre ha florecido, es decir, en lo oculto, parecida a la violeta, aunque con distinto perfume. Y dado que de lo semejante tiene que brotar siempre por necesidad lo semejante, no sorprenderá el ver que precisamente de tales círculos vuelven a surgir intentos, aparecidos ya a menudo —véase antes, pp. 62 y s.—, de santificar la
venganza
, dándole el nombre de
justicia
—como si la justicia fuera sólo, en el fondo, un desarrollo ulterior del sentimiento de estar-ofendido— y de rehabilitar suplementariamente, con la venganza, a los afectos
reactivos
en general y en su totalidad. De esto último yo sería el último en escandalizarme: incluso me parecería un
mérito
en orden al problema biológico entero (con respecto al cual se ha infravalorado hasta ahora el valor de tales afectos). Sobre lo único que yo llamo la atención es sobre la circunstancia de que esta nueva
nuance
[matiz] de equidad científica (a favor del odio, de la envidia, del despecho, de la sospecha, del rencor, de la venganza) brota del espíritu mismo del resentimiento. Esta «equidad científica», en efecto, desaparece en seguida, dejando sitio a acentos de enemistad y de recelo mortales, tan pronto como entra en juego un grupo distinto de afectos que, a mi parecer, poseen un valor biológico mucho más alto que los afectos reactivos y que, en consecuencia, merecerían con todo derecho ser estimados y valorados muy alto
científicamente
: a saber, los afectos auténticamente
activos
, como la ambición de dominio, el ansia de posesión y semejantes. (E. Dühring
[51]
,
Valor de la vida; Curso de filosofía
; en el fondo, en todas partes). Quede dicho esto en contra de esa tendencia en general; mas por lo que se refiere a la tesis particular de Duhring, de que la patria de la justicia hay que buscarla en el terreno del sentimiento reactivo, debemos contraponer a ella, por amor a la verdad, y con brusca inversión, esta otra tesis: ¡el
último
terreno conquistado por el espíritu de la justicia es el terreno del sentimiento reactivo! Cuando de verdad ocurre que el hombre justo es justo incluso con quien le ha perjudicado (y no sólo frío, mesurado, extraño, indiferente: ser-justo es siempre un comportamiento
positivo
), cuando la elevada, clara, profunda y suave objetividad del ojo justo, del ojo
juzgador
, no se turba ni siquiera ante el asalto de ofensas, burlas, imputaciones personales, esto constituye una obra de perfección y de suprema maestría en la tierra, —incluso algo que en ella no debe esperarse si se es inteligente, y en lo cual, en todo caso, no se debe
creer
con demasiada facilidad. Lo cierto es que, de ordinario, incluso tratándose de personas justísimas, basta ya una pequeña dosis de ataque, de maldad, de insinuación, para que la sangre se les suba a los ojos y la equidad
huya
de éstos. El hombre activo, el hombre agresivo, asaltador, está siempre cien pasos más cerca de la justicia que el hombre reactivo; cabalmente él no necesita en modo alguno tasar su objeto de manera falsa y parcial, como hace, como tiene que hacer, el hombre reactivo. Por esto ha sido un hecho en todos los tiempos que el hombre agresivo, por ser el más fuerte, el más valeroso, el más noble, ha poseído también un ojo
más libre
, una conciencia
más buena, y
, por el contrario, ya se adivina quién es el que tiene sobre su conciencia la invención de la «mala conciencia», —¡el hombre del resentimiento! Para terminar, miremos en torno nuestro a la historia: ¿en qué esfera ha tenido su patria hasta ahora en la tierra todo el tratamiento del derecho, y también la auténtica necesidad imperiosa de derecho? ¿Acaso en la esfera del hombre reactivo? De ningún modo: antes bien, en la esfera de los activos, fuertes, espontáneos, agresivos. Históricamente considerado, el derecho representa en la tierra— sea dicho esto para disgusto del mencionado agitador
[52]
(el cual hace una vez una confesión acerca de sí mismo: «La doctrina de la venganza ha atravesado todos mis trabajos y mis esfuerzos como el hijo rojo de la justicia») —la lucha precisamente
contra los
sentimientos reactivos, la guerra contra éstos realizada por poderes activos y agresivos, los cuales empleaban parte de su fortaleza en imponer freno y medida al desbordamiento del
pathos
reactivo y en obligar por la violencia a un compromiso. En todos los lugares donde se ha ejercido justicia, donde se ha mantenido justicia, vemos que un poder más fuerte busca medios para poner fin, entre gentes más débiles, situadas por debajo de él (bien se trate de grupos, bien se trate de individuos), al insensato furor del resentimiento, en parte quitándoles de las manos de la venganza el objeto del resentimiento, en parte colocando por su parte, en lugar de la venganza, la lucha contra los enemigos de la paz y del orden, en parte inventando, proponiendo y, a veces, imponiendo acuerdos, en parte elevando a la categoría de norma ciertos equivalentes de daños, a los cuales queda remitido desde ese momento, de una vez por todas, el resentimiento. Pero lo decisivo, lo que la potestad suprema hace e impone contra la prepotencia de los sentimientos contrarios e imitativos —lo hace siempre, tan pronto como tiene, de alguna manera, fuerza suficiente para ello—, es el establecimiento de la ley, la declaración imperativa acerca de lo que en general ha de aparecer a sus ojos como permitido, como justo, y lo que debe aparecer como prohibido, como injusto: en la medida en que tal potestad suprema, tras establecer la ley, trata todas las infracciones y arbitrariedades de los individuos o de grupos enteros como delito contra la ley, como rebelión contra la potestad suprema misma, en esa misma medida aparta el sentimiento de sus súbditos del perjuicio inmediato producido por aquellos delitos, consiguiendo así a la larga lo contrario de lo que quiere toda venganza, la cual lo único que ve, lo único que hace valer, es el punto de vista del perjudicado: —a partir de ahora el ojo, incluso el ojo del mismo perjudicado (aunque esto es lo último que ocurre, como ya hemos observado), se ejercita en llegar a una apreciación cada vez más
impersonal
de la acción. —De acuerdo con esto, sólo a partir del establecimiento de la ley existen lo «justo» y lo «injusto» (y
no
, como quiere Duhring, a partir del acto de ofensa). Hablar
en sí
de lo justo y lo injusto es algo que carece de todo sentido; en sí, ofender, violentar, despojar, aniquilar no pueden ser naturalmente «injustos desde el momento en que la vida actúa
esencialmente
, es decir, en sus funciones básicas, ofendiendo, violando, despojando, aniquilando, y no se la puede pensar en absoluto sin ese carácter. Hay que admitir incluso algo todavía más grave: que, desde el supremo punto de vista biológico, a las situaciones de derecho no les es lícito ser nunca más que
situaciones de excepción
, que constituyen restricciones parciales de la auténtica voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder, y que están subordinadas a la finalidad global de aquella voluntad como medios particulares: es decir, como medios para crear unidades
mayores
de poder. Un orden de derecho pensado como algo soberano y general, pensado no como medio en la lucha de complejos de poder, sino como medio
contra
toda lucha en general, de acuerdo, por ejemplo, con el patrón comunista de Duhring, sería un principio
hostil a la vida
, un orden destructor y disgregador del hombre, un atentado al porvenir del hombre, un signo de cansancio, un camino tortuoso hacia la nada—.
12
Todavía una palabra, en este punto, sobre el origen y la finalidad de la pena —dos problemas que son distintos o deberían serlo: por desgracia, de ordinario se los confunde. ¿Cómo actúan, sin embargo, en este caso los genealogistas de la moral habidos hasta ahora? De modo ingenuo, como siempre—: descubren en la pena una «finalidad» cualquiera, por ejemplo, la venganza o la intimidación, después colocan despreocupadamente esa finalidad al comienzo, como
causa fiendi
[causa productiva] de la pena y —ya han acabado. La «finalidad en el derecho»
[53]
es, sin embargo, lo último que ha de utilizarse para la historia genética de aquél: pues no existe principio más importante para toda especie de ciencia histórica que ese que se ha conquistado con tanto esfuerzo, pero que también
debería estar
realmente conquistado, —a saber, que la causa de la génesis de una cosa y la utilidad final de ésta, su efectiva utilización e inserción en un sistema de finalidades, son hechos
toto coelo
[totalmente] separados entre sí; que algo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo
subyugar y enseñorearse
es un reinterpretar, un reajustar, en los que, por necesidad, el «sentido» anterior y la «finalidad» anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados. Por muy bien que se haya comprendido
la utilidad
de un órgano fisiológico cualquiera (o también de una institución jurídica, de una costumbre social, de un uso político, de una forma determinada en las artes o en el culto religioso), nada se ha comprendido aún con ello respecto a su génesis: aunque esto pueda sonar muy molesto y desagradable a oídos más viejos, —ya que desde antiguo se había creído que en la finalidad demostrable, en la utilidad de una cosa, de una forma, de una institución, se hallaba también la razón de su génesis, y así el ojo estaba hecho para ver, y la mano estaba hecha para agarrar. También se ha imaginado de este modo la pena, como si hubiera sido inventada para castigar. Pero todas las finalidades, todas las utilidacles son sólo
indicios
de que una voluntad de poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello, partiendo de sí misma, el sentido de una función; y la historia entera de una «cosa», de un órgano, de un uso, puede ser así una ininterrumpida cadena indicativa de interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas no tienen siquiera necesidad de estar relacionadas entre sí, antes bien a veces se suceden y se relevan de un modo meramente casual. El «desarrollo» de una cosa, de un uso, de un órgano es, según esto, cualquier cosa antes que su
progressus
hacia una meta, y menos aún un progreso lógico y brevísimo, conseguido con el mínimo gasto de fuerza y de costes, —sino la sucesión de procesos de avasallamiento más o menos profundos, más o menos independientes entre sí, que tienen lugar en la cosa, a lo que hay que añadir las resistencias utilizadas en cada caso para contrarrestarlos, las metamorfosis intentadas con una finalidad de defensa y de reacción, así como los resultados de contraacciones afortunadas. La forma es fluida, pero el «sentido» lo es todavía más… Incluso en el interior de cada organismo singular las cosas no ocurren de manera distinta: con cada crecimiento esencial del todo cambia también de «sentido» de cada uno de los órganos, —y a veces la parcial ruina de los mismos, su reducción numérica (por ejemplo, mediante el aniquilamiento de los miembros intermedios), pueden ser un signo de creciente fuerza y perfección. He querido decir que también la parcial
inutilización
, la atrofia y la degeneración, la pérdida de sentido y conveniencia, en una palabra, la muerte, pertenecen a las condiciones del verdadero
progressus
: el cual aparece siempre en forma de una voluntad y de un camino hacia un
poder más grande, y
se impone siempre a costa de innumerables poderes más pequeños. La grandeza de un «progreso»
se mide
, pues, por la masa de todo lo que hubo que sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento de una única y
más fuerte
especie hombre— eso
sería
un progreso… —Destaco tanto más este punto de vista capital de la metódica histórica cuanto que, en el fondo, se opone al instinto y al gusto de época hoy dominantes, los cuales preferirían pactar incluso con la casualidad absoluta, más aún, con el absurdo mecanicista de todo acontecer, antes que con la teoría de una
voluntad de poder
que se despliega en todo acontecer. La idiosincrasia democrática opuesta a todo lo que domina y quiere dominar, el moderno
misarquismo
[54]
(por formar una mala palabra para una mala cosa), de tal manera se han ido poco a poco transformando y enmascarando en lo espiritual, en lo más espiritual, que hoy ya penetran, y les
es lícito penetrar
, paso a paso en las ciencias más rigurosas, más aparentemente objetivas; a mí me parece que se han enseñoreado ya incluso de toda la fisiología y de toda la doctrina de la vida, para daño de las mismas, como ya se entiende, pues les han escamoteado un concepto básico, el de la auténtica
actividad
. En cambio bajo la presión de aquella idiosincrasia se coloca en el primer plano la «adaptación», es decir, una actividad de segundo rango, una mera reactividad, más aún, se ha definido la vida misma como una adaptación interna, cada vez más apropiada, a circunstancias externas (Herbert Spencer). Pero con ello se desconoce la esencia de la vida, su
voluntad de poder
; con ello se pasa por alto la supremacía de principio que poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras, creadoras de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas, por influjo de las cuales viene luego la «adaptación»; con ello se niega en el organismo mismo el papel dominador de los supremos funcionarios, en los que la voluntad de vida aparece activa y conformadora. Recuérdese lo que Huxley reprochó a Spencer— su «nihilismo administrativo»; pero se trata de algo más que de «administrar»…