IX. Viendo ellos que se acercaban las tropas en ademán de pelear, aunque se le había dado a entender a Cesar su mucha confianza en sus designios, o por el peligro de la batalla, o por la llegada repentina, o por esperar nuestra resolución, ordenó sus haces delante de los reales sin apartarse de la eminencia. César, aunque había deseado venir a las manos, con todo, admirado de la multitud de los enemigos, acampó enfrente de ellos, dejando en medio un valle más profundo que de grande espacio. Mandó fortalecer sus reales con un muro de doce pies, y a proporción de esta altura fabricar un parapeto. Asimismo que se hiciesen dos fosos de quince pies de profundidad, tan anchos por arriba como por abajo; que se levantasen varias torres de tres altos, unidas con puentes y galerías, cuyos frentes se fortaleciesen con un parapeto de zarzos, para que fuese rechazado el enemigo por dos órdenes de defensores, uno que disparase sus flechas de más lejos, y con mayor atrevimiento desde las galerías, cuanto estaba más seguro en la altura, y el otro más cercano al enemigo en la trinchera se cubriese con los puentes, de sus flechas; y a todas las entradas hizo poner puertas y torres muy altas.
X. Dos eran las intenciones de esta fortificación: con tan grandes obras y la sospecha de temor esperaba aumentar la confianza de los bárbaros; y habiéndose de ir lejos por el forraje y víveres, se podrían defender los reales con menos gente. Entre tanto, adelantándose muchas veces algunos soldados de una y otra parte, se peleaba sobre una laguna que había en medio, la cual pasaban a veces nuestras partidas, o las de los galos y germanos, persiguiendo con más ardor a los enemigos, y a veces la pasaban ellos retando a los nuestros. Además, sucedía diariamente en los forrajes (como era preciso yéndose a buscar a los edificios raros y dispersos), que, desparramados los que le buscaban en parajes quebrados, eran cercados, cosa que aunque de poco daño para los nuestros, de caballerías y esclavos, con todo no dejaba de levantar los necios pensamientos de los bárbaros, y más habiendo venido Comió, de quien dijimos había ido por socorros a Germania, con una partida de caballos, que aunque no eran más que quinientos, bastaban para hincharlos con el socorro de los germanos.
XI. Viendo César que se mantenía el enemigo mucho tiempo en sus reales fortificados con una laguna, y en sitio ventajoso por naturaleza, y que no podía asaltarlos sin un choque peligroso, ni cercar el sitio con obras sin un ejército más numeroso, escribió a C. Trebonio que lo más pronto que pudiese llamase a sí la legión decimotercia, que invernaba en Berry al mando del lugarteniente T. Sextio, y viniese a largas marchas a incorporarse con él con tres legiones. Entre tanto, destacaba todos los días la caballería de Reims y Langres, y de las demás naciones, de que tenía un número considerable, de escolta a los forrajeadores para que contuviesen las correrías repentinas de los enemigos.
XII. Como esto se hiciese todos los días, y con la costumbre, como suele suceder, se fuese disminuyendo la diligencia, dispusieron los del Bovesis una emboscada con un trozo de infantería escogida, habiendo advertido de antemano dónde solían apostarse nuestros caballos; y enviaron allí mismo su caballería al día siguiente, para sacar primero a los nuestros al lugar de la emboscada y acometerlos después cogiéndolos en medio. Esta desgracia cayó sobre la caballería de Reims, a quien tocó aquel día resguardar a los forrajeadores. Porque advirtiendo de pronto la de los enemigos, y despreciándolos por verse superiores en número, los siguieron con demasiado ardor, y fueron cercados por la infantería emboscada. Con cuyo hecho perturbados, se retiraron más presto de lo acostumbrado en las batallas de a caballo con pérdida de su general Vertisco, sujeto muy principal de su Estado. El cual, pudiendo apenas manejar el caballo por su avanzada edad, con todo, según la costumbre de la nación, ni se había excusado de tomar el mando ni permitido que se pelease sin su presencia. Se hincharon y levantaron más los ánimos de los enemigos con la prosperidad de la batalla y la muerte de una persona tan principal como el general de la caballería de Reims; y los nuestros fueron avisados con aquel daño para apostarse examinando antes los parajes con más diligencia, y seguir con más moderación las retiradas de los enemigos.
XIII. Con todo no cesaban las diarias escaramuzas a vista de uno y otro campo en los vados y pasos de la laguna. En una de ellas los germanos que César había traído para pelear mezclados con nuestros caballos, habiendo pasado todos la laguna con gran tesón y muerto a algunos que les quisieron hacer frente, y persiguiendo con denuedo a todo el resto de la multitud, se amedrentaron de suerte, no sólo los oprimidos de cerca o heridos desde lejos, que huyeron vergonzosamente, sin dejar de correr, perdiendo siempre las alturas que ocupaban, unos hasta meterse dentro de sus reales y otros mucho más lejos movidos de su propia vergüenza. Con cuyo riesgo llegaron a cobrar tal miedo todas las tropas, que apenas se podía discernir si eran más insolentes en las cosas favorables y muy pequeñas, que pusilánimes en las adversas de alguna mayor consideración.
XIV. Pasados muchos días en los reales, y noticiosos los generales de los enemigos que se acercaban las legiones y el lugarteniente C. Trebonio, temiéndose un cerco semejante al de Alesia, despacharon una noche a los que por sus años, debilidad o falta de armas eran menos a propósito para la guerra, y enviaron con ellos el resto de los equipajes; cuyo perturbado y confuso escuadrón, mientras se dispuso a la marcha (pues aunque marchen estas gentes a la ligera, les sigue siempre una gran multitud de carros), sobreviniendo la luz del día, formaron algunas tropas al frente de los reales, no fuese que los romanos salieran en su seguimiento antes que se adelantase el equipaje. Pero ni César tenía por conveniente provocarlos, cuando se defendían desde un collado muy alto, ni tampoco dejar de acercar las legiones, hasta no poder retirarse los bárbaros de aquel puesto sin recibir algún daño. Y así, visto que la laguna embarazosa separaba un campo de otro, cuya dificultad podía estorbar la prontitud de seguirles el alcance, y que el collado, pegado al real enemigo a espaldas de la laguna, estaba también separado de los suyos por un mediano valle, echando puente sobre la laguna, pasó las legiones del otro lado, y tomó prontamente el llano de encima del collado, que con suave declive estaba fortalecido por los lados. Ordenadas aquí las legiones, subió a lo alto de la cuesta, y sentó su real en un paraje desde donde con máquinas podían herir las flechas al enemigo.
XV. Confiando los bárbaros en la situación de su campo, y no rehusando pelear si los romanos intentaban subir la cuesta, pero no atreviéndose a echar partidas separadas por no ser sorprendidos hallándose dispersos, se estuvieron quietos. César, vista su pertinacia, previno veinte cohortes, señaló el espacio para los reales, y mandó que se fortaleciesen. Concluida la obra, formó las legiones en batalla al frente de la trinchera, y dio orden de detener los caballos aparejados en sus puestos. Viendo los enemigos dispuestos a los romanos para perseguirlos y no pudiendo pernoctar ni permanecer más tiempo en aquel paraje sin vitualla, tomaron para retirarse esta resolución: Fueron pasando de mano en mano delante del campamento todos los haces de paja y fagina sobre que estaban sentados los reales, y de que tenían gran copia (pues como se ha dicho en los libros anteriores, así lo acostumbraban), y dada la señal del anochecer, a un tiempo les pusieron fuego. Así extendida la llama, quitó todas las tropas de la vista de los romanos, lo cual hecho, dieron a huir con gran prisa.
XVI. César, aunque no podía distinguir la fuga de los enemigos por el estorbo de las llamas, con todo, sospechando que habrían tomado aquella resolución para escaparse, adelantó las legiones, y echó delante algunas partidas de caballos que los siguiesen. Él marchaba más despacio temiendo alguna emboscada por si permanecía el enemigo en el mismo puesto y pretendía llamar a los nuestros a algún desfiladero, los de a caballo temían penetrar por el humo y por las llamas muy espesas; y si algunos más animosos penetraban, como apenas viesen las cabezas de sus propios caballos, temerosos de alguna celada, dieron a los enemigos oportunidad para ponerse a salvo. De esta manera, con una fuga llena de temor y astucia, habiendo caminado sin estorbo no más que diez millas, sentaron su real en un puesto muy ventajoso. Desde allí, poniendo muchas veces en celada ya la infantería, ya la caballería, hacían mucho daño a los nuestros en los forrajes.
XVII. Como esto sucediese con frecuencia, supo César, por un prisionero, que Correo, general de los enemigos, había escogido seis mil infantes de los más esforzados y mil caballos de todo el resto de su gente para armar una celada en cierto paraje, adonde creía que enviarían los romanos a hacer forraje, porque le había en abundancia. Sabido este designio, sacó César más legiones de las que acostumbraba, y echó delante la caballería, según solía enviarla para escolta de los forrajeadores. Puso entre ellos algunas partidas de tropa ligera, y se acercó lo más que pudo con las legiones.
XVIII. Los enemigos puestos en la emboscada eligieron para dar el golpe un lugar que sólo se extendía hasta mil pasos, fortalecido alrededor con selvas muy embarazosas y con un río muy profundo, y le cercaron todo. Los nuestros, averiguada la intención de los enemigos, prevenidos de armas y valor para la batalla y no rehusando peligro alguno, por saber que los seguían las legiones, llegaron al paraje en varias partidas. Con su venida pensó Correo que se le había ofrecido la ocasión del logro de su empresa, y así se mostró a lo primero con poca gente y arremetió a las partidas que tenía más inmediatas. Los nuestros sufrieron constantemente el ataque de los emboscados, sin juntarse el mayor número, como sucede en los choques de a caballo, así por algún temor como por el daño que se recibe de la misma multitud de la caballería.
XIX. Como ésta pelease a pelotones, dispuestas alternativamente las partidas, sin permitir que los cercasen por los lados, salió corriendo todo el resto de las selvas con el mismo Correo a su frente. Trabóse la batalla muy reñida, la cual mantenida largo rato sin conocida ventaja, se dejó ver poco a poco la multitud de infantería en formación de batalla, la cual obligó a retirarse a nuestra caballería; pero acudió presto a su socorro la infantería ligera, que dije había marchado delante de las legiones y peleaba con grande esfuerzo entreverada con los caballos. Peleóse algún tiempo con igual resistencia; más después, como el lance lo pedía de suyo, los que sostuvieron los primeros encuentros de la emboscada, por esto mismo eran superiores, porque aunque fueron cogidos de sobresalto no habían recibido daño alguno. Entre tanto se iban acercando ya las legiones, y a un mismo tiempo llegaban frecuentes avisos a los nuestros y a los enemigos de que se acercaba el general con todo el resto del ejército. Con esta noticia, confiados los nuestros con el socorro de las legiones, peleaban con grande esfuerzo, para que no se creyese que por descuido comunicaban la gloria con el ejército. Los enemigos cayeron de su estado, y por diversos caminos buscaban la fuga en vano, pues se veían cercados en las mismas dificultades en que habían pretendido encerrar a los nuestros. Al fin, vencidos, derrotados y perdida la mayor parte, huían consternados por donde los llevaba la suerte, parte a guarecerse de las selvas, parte a escapar por el río, los cuales acabaron de perecer en la fuga, siguiendo el alcance porfiadamente los nuestros. Correo, sin embargo, no pudiendo ser vencido de la calamidad, ni reducido a salir de la batalla y esconderse en las selvas, ni a rendirse, como le instaban los nuestros, peleando valerosamente e hiriendo a muchos, obligó al cabo a los vencedores a que, airados de su obstinación, le atravesasen de una multitud de flechas.
XX. Con este suceso siguió César los pasos de la victoria; y creyendo que desmayados los enemigos con la codicia de esta derrota desampararían sus reales, que se decía distaban sólo ocho millas de donde había pasado la refriega, aunque veía el embarazo del río, con todo pasó adelante con su ejército. Los del Bovesis y sus aliados, habiendo recogido muy pocos de los suyos, y éstos maltratados y heridos, que evitaron la muerte al favor de las selvas, viendo las cosas tan contrarias, informados de la calamidad, muerto Correo, perdida la caballería y la mejor parte de la infantería, y creyendo que vendrían sobre ellos los romanos, convocada una junta al son de las trompetas, clamaron todos a una voz que se enviasen comisionados y rehenes a César.
XXI. Aprobada por todos esta resolución, Comió se pasó huyendo a aquellos pueblos de Germania de quienes había recibido auxilios para esta guerra. Los demás, sin detención, enviaron diputados a César, pidiéndole: «Se contentase con aquel castigo, que aun pudiendo y sin haber abatido sus fuerzas con la victoria, nunca se le impondría tal por su clemencia y humanidad; que había quedado desbaratado su poder con la batalla ecuestre; habían perecido muchos millares de gente escogida de infantería, quedando apenas quienes les llevasen la infausta noticia; pero que con todos estos males le aseguraban haber conseguido un gran bien en que Correo, autor de aquel levantamiento y alborotador de la muchedumbre, hubiese quedado sepultado en sus ruinas; pues nunca en vida de él había podido tanto en la ciudad el Senado como la necia plebe.»
XXII. Hecha esta súplica por los diputados, les trajo César a la memoria: «Que el año pasado ellos, y todas las demás provincias de la Galia habían emprendido a un mismo tiempo la guerra, pero ninguno permaneció en su resolución con tanta obstinación como ellos, no habiéndose querido reducir a la razón y cordura con la entrega y rendición de los demás; que sabía y entendía muy bien con cuánta facilidad se atribuyesen las causas de los yerros a los muertos, pero que nadie era tan poderoso que con el flaco ejército de la plebe fuese capaz de emprender y sostener una guerra contra la voluntad de los principales, contradiciéndolo el Senado y oponiéndose todos los buenos. Mas con todo eso él quedaría satisfecho con aquel castigo que ellos mismos se habían acarreado.»
XXIII. A la noche siguiente volvieron los diputados con la respuesta a los suyos, y sin más detención aprontaron los rehenes. Concurrieron allí mismo los comisionados de otras ciudades que observaban el éxito de los boveses, trajeron sus rehenes y obedecieron las órdenes que se les dieron, menos Comió, a quien el temor no dejaba fiar de nadie su persona. Porque estando César el año antes administrando justicia en Lombardía, averiguó Labieno que este Comió solicitaba las ciudades y tramaba una conjuración contra César, por lo cual, creyendo que sin injusticia podía oprimir su perfidia y que aunque le llamase a sus reales no vendría, por no hacerle más cauto por otros medios, envió a C. Voluseno Cuadrato, que con pretexto de alguna conferencia procurase matarle, para cuya empresa le dio unos centuriones escogidos. Habiendo venido a la plática, y tomado la mano a Comió, que era la seña acordada, uno de los centuriones, como irritado de la familiaridad tan poco usada, arremetiendo a él, le dejó maltrecho de la primera cuchillada que le descargó en la cabeza, aunque no acabó de matarle, porque se lo estorbaron prontamente los que le acompañaban. Unos y otros sacaron las espadas, pensando no tanto en ofenderse como en huir, los nuestros por creer que era mortal la herida de Comió, y los galos porque, conocida la traición, temían más de lo que veían. Con esto se dijo que Comió había hecho propósito de no ponerse jamás delante de ningún romano.