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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La guerra del fin del mundo (60 page)

BOOK: La guerra del fin del mundo
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El Enano había terminado. Oyó algunos aplausos y el auditorio comenzó a deshacerse. Tenso, trató de distinguir si estiraban una mano, si daban algo, pero tuvo la desoladora impresión de que nadie lo hacía.

—¿Nada? —susurró, cuando sintió que estaban solos.

—Nada —repuso la mujer, con su indiferencia de siempre, poniéndose de pie.

El periodista miope se incorporó también y, al notar que ella —figurilla alargada, cuyos cabellos sueltos y camisola en jirones recordaba — se ponía a andar, la imitó. El Enano iba a su lado, su cabeza a la altura de su codo.

—Están más hueso y pellejo que nosotros —lo oyó murmurar—. ¿Te recuerdas de Cipo, Jurema? Aquí se ven todavía más desechos. ¿Has visto nunca tantos mancos, ciegos, tullidos, tembladores, albinos, sin orejas, sin narices, sin pelos, con tantas costras y manchas? Ni te has dado cuenta, Jurema. Yo sí. Porque aquí me siento normal.

Se rió, de buen humor, y el periodista miope lo oyó silbar una tonada alegre un buen rato.

—¿Nos darán hoy también farinha de maíz? —dijo, de pronto, con ansiedad. Pero estaba pensando algo distinto y añadió, con amargura —: Si es verdad que el Padre Joaquim se ha ido de viaje, ya no tenemos quien nos ayude. ¿Por qué nos hizo eso, por qué nos abandonó?

—¿Y por qué no nos iba a abandonar? —dijo el Enano—. ¿Acaso somos algo de él? ¿Nos conocía? Agradece que, por él, tengamos techo para dormir.

Era cierto, ya los había ayudado, gracias a él tenían techo. Quién si no el Padre Joaquim podía haber sido la razón de que, al día siguiente de dormir a la intemperie, con los huesos y músculos adoloridos, una voz poderosa, eficiente, que parecía corresponder a ese bulto sólido, a ese rostro barbado, les había dicho:

—Vengan, pueden dormir en el depósito. Pero no salgan de Belo Monte.

¿Estaban prisioneros? Ni él, ni Jurema ni el Enano le preguntaron nada a ese hombre que sabía mandar y que, con una simple frase, les organizó el mundo. Los llevó sin decir otra palabra a un sitio que el periodista miope adivinó grande, sombreado, caluroso y repleto y, antes de desaparecer —sin averiguar quiénes eran, ni qué hacían allí ni qué querían hacer — les repitió que no podían irse de Canudos y que tuvieran cuidado con las armas. El Enano y Jurema le explicaron que estaban rodeados de fusiles, de pólvora, de morteros, de cartuchos de dinamita. Comprendió que eran las armas arrebatadas al Séptimo Regimiento. ¿No era absurdo que durmieran ahí, en medio de ese botín de guerra? No, la vida había dejado de ser lógica y por eso nada podía ser absurdo. Era la vida: había que aceptarla así o matarse.

Pensaba eso, que, aquí, algo distinto a la razón ordenaba las cosas, los hombres, el tiempo, la muerte, algo que sería injusto llamar locura y demasiado general llamar fe, superstición, desde la tarde en que oyó por primera vez al Consejero, inmerso en esa multitud que al escuchar la voz profunda, alta, extrañamente impersonal, había adoptado una inmovilidad granítica, un silencio que podía tocarse. Antes que por las palabras y el tono majestuoso del hombre, el periodista se sintió golpeado, aturdido, anegado, por esa quietud y ese silencio con que lo escuchaban. Era como... era como... Buscó con desesperación esa semejanza con algo que sabía depositado al fondo de la memoria porque, está seguro, una vez que asomara a su conciencia le aclararía lo que estaba sintiendo. Sí: los candomblés. Alguna vez, en esos humildes ranchos de los morenos de Salvador, o en los callejones de detrás de la Estación de la Calzada, asistiendo a los ritos frenéticos de esas sectas que cantaban en perdidas lenguas africanas, había percibido una organización de la vida, un contubernio de las cosas y de los hombres, del tiempo, el espacio y la experiencia humana tan totalmente prescindente de la lógica, del sentido común, de la razón, como la que, en esta noche rápida que comenzaba a deshacer las siluetas, percibía en esos seres a los que aliviaba, daba fuerzas y asiendo esa voz profunda, cavernosa, dilacerada, tan despectiva de las necesidades materiales, tan orgullosamente concentrada en el espíritu, en todo lo que no se comía ni vestía ni usaba, los pensamientos, las emociones, los sentimientos, las virtudes. Mientras la oía, el periodista miope creyó intuir el porqué de Canudos, el porqué duraba esa aberración que era Canudos. Pero cuando la voz cesó y terminó el éxtasis de la gente, su confusión volvió a ser la de antes.

—Ahí tienen un poco de farinha —oyó que decía la esposa de Antonio Vilanova o la de Honorio: sus voces eran idénticas—. Y leche.

Dejó de pensar, de divagar, y fue sólo un ser ávido que se llevaba con las puntas de los dedos bocaditos de harina de maíz a la boca y los ensalivaba y retenía mucho rato entre el paladar y la lengua antes de tragarlos, un organismo que sentía gratitud cada vez que el sorbo de leche de cabra llevaba a la intimidad de su cuerpo esa sensación bienhechora.

Cuando terminaron, el Enano eructó y el periodista miope lo sintió reír, con alegría. «Si come está contento, si no, triste», pensó. Él también: su felicidad o infelicidad dependían ahora en buena parte de sus tripas. Esa verdad elemental era la que reinaba en Canudos, y, sin embargo, ¿podían ser llamadas materialistas estas gentes? Porque otra idea persistente de estos días era que esta sociedad había llegado, por oscuros caminos y acaso equivocaciones y accidentes, a desembarazarse de las preocupaciones del cuerpo, de la economía, de la vida inmediata, de todo aquello que era primordial en el mundo de donde venía. ¿Sería su tumba este sórdido paraíso de espiritualidad y miseria? Los primeros días en Canudos tenía ilusiones, imaginaba que el curita de Cumbe se acordaría de él, le contrataría unos guías, un caballo, y podría volver a Salvador. Pero el Padre Joaquim no había vuelto a verlos y ahora decían que estaba de viaje. Ya no aparecía en las tardes en los andamios del Templo en construcción, en las mañanas ya no celebraba misa. Nunca había podido acercarse a él, cruzar esa masa compacta y armada de hombres y mujeres con trapos azules que rodeaba al Consejero y a su séquito y ahora nadie sabía si el Padre Joaquim volvería. ¿Sería distinta su suerte si le hubiera hablado? ¿Qué le habría dicho? «¿Padre Joaquim, tengo miedo de estar entre yagunzos, sáqueme de aquí, lléveme donde haya militares y policías que me ofrezcan alguna seguridad?» Le pareció oír la respuesta del curita: «¿Y a mí qué seguridad me ofrecen ellos, señor periodista? ¿Se olvida que me salvé de puro milagro de que el Cortapescuezos me matara? ¿Se imagina que yo podría volver donde haya militares y policías?». Se echó a reír, de manera incontenible, histérica. Se escuchó riendo, asustado, pensando que esa risa podía ofender a los borrosos seres de esta tierra. El Enano, contagiado, se reía también, a carcajadas. Lo imaginó pequeñito, contrahecho, retorciéndose. Lo irritó que Jurema permaneciese seria.

—Vaya, el mundo es chico, volvimos a encontrarnos —dijo una voz áspera, viril, y el periodista miope advirtió que unas siluetas se acercaban. Una de ellas, la más baja, con una mancha roja que debía ser un pañuelo, se plantó frente a Jurema—. Yo pensaba que los perros la habían matado allá arriba, en el monte.

—No me mataron —respondió Jurema.

—Me alegro —dijo el hombre—. Hubiera sido una lástima.

«La quiere para él, se la va a llevar», pensó el periodista miope, rápido. Se le humedecieron las manos. Se la llevaría y el Enano los seguiría. Se puso a temblar: se imaginaba solo, librado a su semiceguera, agonizando de inanición, de encontronazos, de terror.

—Además del enanito, se trajo otro acompañante —oyó decir al hombre, entre adulador y burlón—. Bueno, ya nos veremos. Alabado sea el Buen Jesús.

Jurema no contestó y el periodista miope permaneció encogido, atento, esperando —no sabía por qué — recibir una patada, un bofetón, un escupitajo.

—Éstos no son todos —dijo una voz distinta a la que había hablado y él, después de un segundo, reconoció a João Abade—. Hay más en el depósito de cueros.

—Son bastantes —dijo la voz del primer hombre, ahora neutra.

—No lo son —dijo João Abade—. No lo son si es verdad que vienen ocho o nueve mil. Ni el doble ni el triple serían bastantes.

—Cierto —dijo el primero.

Los sintió moverse, circular por delante y por detrás de ellos, y adivinó que estaban palpando los fusiles, levantándolos, manoseándolos, que se los llevaban a la cara para ver si tenían alineadas las miras y limpias las almas. ¿Ocho, nueve mil? ¿Venían ocho, nueve mil soldados?

—Y ni siquiera todos sirven, Pajeú —dijo João Abade—. ¿Ves? El cañón torcido, el gatillo roto, la culata partida.

¿Pajeú? El que estaba ahí, moviéndose, conversando, el que le había hablado a Jurema, era Pajeú. Decían algo de las joyas de la Virgen, mencionaban a un Doctor llamado Aguilar de Nascimento, sus voces se alejaban y se acercaban con sus pasos. Todos los bandidos del sertón estaban acá, todos se habían vuelto beatos. ¿Quién lo podía entender? Pasaban frente a él y el periodista miope podía ver esos dos pares de piernas al alcance de su mano.

—¿Quiere oír ahora la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo? —oyó preguntar al Enano—. La sé, la he contado mil veces ¿Se la recito, señor?

—Ahora no —dijo João Abade—. Pero otro día sí. ¿Por qué me dices señor? ¿No sabes mi nombre acaso?

—Sí lo sé —murmuró el Enano—. Discúlpeme...

Los pasos de los hombres se apagaron. El periodista miope se había puesto a pensar: «El que cortaba orejas, narices, el que castraba a sus enemigos y les tatuaba sus iniciales. El que asesinó a todo un pueblo para probar que era Satán. Y Pajeú, el carnicero, el ladrón de ganado, el asesino, el bribón». Ahí habían estado, junto a él. Se hallaba aturdido y con ganas de escribir.

—¿Viste cómo te habló, te miró? —oyó decir al Enano—. Qué suerte, Jurema. Te llevará a vivir con él y tendrás casa y comida. Porque Pajeú es uno de los que mandan aquí.

¿Qué iba a ser de él?

«No son diez moscas por habitante sino mil —piensa el Teniente Pires Ferreira—. Saben que son indestructibles.» Por eso no se inmutan cuando el ingenuo trata de espantarlas. Eran las únicas moscas del mundo que no se movían cuando la mano revoloteaba a milímetros de ellas, queriendo ahuyentarlas. Sus varios ojos observaban al infeliz, desafiándolo. Éste podía aplastarlas, sí, sin ningún trabajo. ¿Qué ganaba con esa asquerosidad? Diez, veinte se materializaban al instante en el sitio de la apachurrada. Mejor resignarse a su vecindad, como los sertaneros. Las dejaban pasearse por sus comidas y sus ropas, ennegrecer sus casas y sus alimentos, anidar en los cuerpos de los recién nacidos, limitándose a apartarlas de la rapadura que iban a morder o a escupirlas si se les metían a la boca. Eran más grandes que las de Salvador, los únicos seres gordos de esta tierra donde hombres y animales parecían reducidos a su mínima expresión.

Está tumbado, desnudo, en su cama del Hotel Continental. Por la ventana ve la estación y la enseña: Vila Bela de Santo Antonio das Queimadas. ¿Odia más a las moscas o a Queimadas, donde tiene la sensación de que va a pasar el resto de sus días, enfermo de tedio, decepcionado, ocupado en filosofar sobre las moscas? Éste es uno de esos momentos en que la amargura lo hace olvidar que es un privilegiado, pues tiene un cuartito para él solo, en este Hotel Continental que es la codicia de los millares de soldados y oficiales que se apiñan, de dos en dos, de cuatro en cuatro, en las viviendas intervenidas o alquiladas por el Ejército y de quienes —la gran mayoría — duermen en las barracas levantadas a orillas del Itapicurú. Tiene la fortuna de ocupar un cuarto en el Hotel Continental por derecho de veteranía. Está aquí desde que pasó por Queimadas el Séptimo Regimiento y el Coronel Moreira César lo confinó a la humillada función de ocuparse de los enfermos, en la retaguardia. Desde esta ventana ha visto los acontecimientos que han convulsionado el sertón, a Bahía, al Brasil, en los últimos tres meses: la partida de Moreira César en dirección a Monte Santo y el regreso precipitado de los sobrevivientes del desastre, los ojos encandilados todavía por el pánico y la estupefacción; ha visto después vomitar, semana tras semana, al tren de Salvador a militares profesionales, cuerpos de policía y regimientos de voluntarios que vienen desde todas la regiones del país a este pueblo enseñoreado por las moscas, a vengar a los patriotas muertos, a salvar a las instituciones humilladas y a restaurar la soberanía de la República. Y desde este Hotel Continental el Teniente Pires Ferreira ha visto cómo esas decenas y decenas de compañías, tan entusiastas, tan ávidas de acción, han sido aprisionadas por una telaraña que las mantiene inactivas, inmovilizadas, distraídas por preocupaciones que no tienen nada que ver con los ideales generosos que las trajeron: los incidentes, los robos, la falta de vivienda, de comida, de transporte, de enemigos, de mujer. La víspera, el Teniente Pires Ferreira ha asistido a una reunión de oficiales del Tercer Batallón de Infantería, convocada por un escándalo mayúsculo —la desaparición de cien fusiles Comblain y de veinticinco cajas de municiones — y el Coronel Joaquim Manuel de Medeiros, después de leer una Ordenanza advirtiendo que, a menos de devolución inmediata, los autores del robo serán sumariamente ejecutados, les ha dicho que el gran problema —transportar a Canudos el enorme equipo del cuerpo expedicionario — aún no se ha resuelto y que por lo tanto no hay nada fijo todavía sobre la partida.

Tocan la puerta y el Teniente Pires Ferreira dice «Adelante». Su ordenanza viene a recordarle el castigo al soldado Queluz. Mientras se viste, bostezando, trata de evocar la cara de éste al que, está seguro, hace una semana o un mes, ya azotó, acaso por la misma falta. ¿Cuál? Las conoce todas: raterías al Regimiento o a las familias que aún no se han marchado de Queimadas, peleas con soldados de otros cuerpos, intentos de deserción. El Capitán de la compañía le confía a menudo los azotes con que se trata de conservar la disciplina, cada vez más estropeada por el aburrimiento y las privaciones. No es algo que le guste al Teniente Pires Ferreira, eso de dar varazos. Pero ahora tampoco le disgusta, ha pasado a formar parte de la rutina de Queimadas, como dormir, vestirse, desvestirse, comer, enseñar a los soldados las piezas de un Mánnlicher o un Comblain, lo que es el cuadrado de defensa y el de ataque, o reflexionar sobre las moscas.

Al salir del Hotel Continental, el Teniente Pires Ferreira toma la avenida de Itapicurú, nombre de la pendiente pedregosa que sube hacia la Iglesia de San Antonio, observando, por sobre los techos de las casitas pintadas de verde, blanco o azul, las colinas con arbustos resecos que rodean a Queimadas. Pobres las compañías de infantes en plena instrucción, en aquellas colinas abrasadas. Ha llevado cien veces a los reclutas a enterrarse en ellas y los ha visto empaparse de sudor y a veces perder el conocimiento. Son sobre todo los voluntarios de tierras frías los que se desploman como pollitos a poco de marchar por el desierto con la mochila a la espalda y el fusil al hombro.

BOOK: La guerra del fin del mundo
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