La guerra del fin del mundo (76 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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En las trincheras, encuentra a su hermano Honorio y también a su mujer y a su cuñada. Las Sardelinhas están instaladas con otras mujeres bajo un cobertizo, entre cosas de comer y de beber, remedios y vendas. «Bien venido, compadre», lo abraza Honorio. Antonio se demora un momento con él mientras come con apetito los cazos que las Sardelinhas sirven a los recién llegados. Apenas termina su breve refrigerio, el ex-comerciante distribuye a sus catorce compañeros por los alrededores, les aconseja dormir algo y va con Honorio a recorrer la zona.

¿Por qué les ha encargado João Abade esta frontera a ellos, los menos guerreros de los guerreros? Sin duda porque es la más alejada de la Favela: no atacarán por aquí. Tendrían tres o cuatro veces más de camino que si descienden las laderas y atacan la Fazenda Velha; tendrían, además, antes de llegar al río, que atravesar un territorio abrupto y crispado de espinos que obligaría a los batallones a quebrarse y disgregarse. No es así como pelean los ateos. Lo hacen en bloques compactos, formando esos cuadros que resultan tan buen blanco para los yagunzos atrincherados.

—Nosotros hicimos estas trincheras —dice Honorio—. ¿Se acuerda, compadre?

—Claro que me acuerdo. Hasta ahora siguen vírgenes.

Sí, ellos dirigieron las cuadrillas que han diseminado esa zona sinuosa, entre el río y el cementerio, sin árbol ni matorral, de pequeños pozos para dos o tres tiradores. Cavaron los primeros abrigos hace un año, después del combate de Uauá. Luego de cada expedición han abierto nuevos agujeros, y, últimamente, pequeñas ranuras entre pozo y pozo que permiten a los hombres arrastrarse de uno a otro sin ser vistos. Siguen vírgenes, en efecto: ni una vez se ha combatido en este sector.

Una luz azulada, con tintes amarillos en los bordes, avanza desde el horizonte. Se escucha el cocorocó de los gallos. «Han pasado los cañonazos», dice Honorio, adivinando su pensamiento. Antonio termina la frase: «Quiere decir que ya están en camino, compadre». Las trincheras se esparcen cada quince, veinte pasos, en medio kilómetro de frente y un centenar de metros de fondo. Los yagunzos, embutidos en los abrigos de a dos y de a tres, se hallan tan ocultos que los Vilanova sólo los divisan cuando se inclinan a cambiar unas palabras con ellos. Muchos tienen tubos de metal, cañas de ancho diámetro y troncos horadados que les permiten observar afuera sin asomarse. La mayoría duermen o dormitan, hechos un ovillo, con sus Mánnlichers, Máuseres y trabucos, y la bolsa de proyectiles y el cuerno de pólvora al alcance de la mano. Honorio ha colocado centinelas a lo largo del Vassa Barris; varios han descendido y explorado el cauce —allí totalmente seco — y la otra banda, sin encontrar patrullas.

Regresan hacia el cobertizo, conversando. Resulta extraño ese silencio con canto de gallos, después de tantas horas de bombardeo. Antonio comenta que el asalto a Canudos le pareció inevitable desde que esa columna de refuerzos —más de quinientos soldados, al parecer — llegó a la Favela, intacta, pese a los desesperados esfuerzos de Pajeú, que los estuvo hostigando desde Cladeiráo y sólo consiguió arrebatarles unas reses. Honorio pregunta si es verdad que las tropas han dejado compañías en Jueté y Rosario, por donde antes se contentaban con pasar. Sí, es verdad.

Antonio se desabrocha el cinturón y utilizando su brazo como almohada y tapándose la cara con el sombrero, se acurruca en la trinchera que comparte con su hermano. Su cuerpo se relaja, agradecido a la inmovilidad, pero sus oídos siguen alertas, tratando de percibir en el día que comienza alguna señal de los soldados. Al poco rato se olvida de ellos y, después de flotar sobre imágenes diversas, disueltas, se concentra de pronto en ese hombre cuyo cuerpo roza el suyo. Dos años menor que él, de claros cabellos ensortijados, calmo, discreto. Honorio es más que su hermano y concuñado: su compañero, su compadre, su confidente, su mejor amigo. No se han separado nunca, no han tenido jamás una disputa seria. ¿Está Honorio en Belo Monte, como él, por adhesión al Consejero y a todo lo que representa, la religión, la verdad, la salvación del alma, la justicia? ¿O sólo por fidelidad hacia su hermano? En los años que llevan en Canudos jamás se le había pasado por la cabeza. Cuando los rozó el ángel y abandonó sus asuntos para ocuparse de los de Canudos, le pareció natural que su hermano y su cuñada, al igual que su mujer, aceptaran de buen ánimo el cambio de vida, como lo habían hecho cada vez que las desgracias les fijaron nuevos rumbos. Así ha ocurrido: Honorio y Asunción se plegaron a su voluntad sin la menor queja. Había sido cuando Moreira César asaltó Canudos, en ese día interminable, mientras peleaba en las calles, que por primera vez comenzó a carcomerlo la sospecha de que tal vez Honorio iba a morir allí, no por algo en lo que creía, sino por respeto a su hermano mayor. Cuando intenta hablar con Honorio sobre este tema, su hermano se burla: «¿Cree que me jugaría el pellejo sólo por estar a su lado? ¡Que vanidoso se ha vuelto, compadre!». Pero esas bromas, en vez de aplacar sus dudas, las han activado. Se lo había dicho al Consejero: «Por mi egoísmo, he dispuesto de Honorio y de su familia sin jamás averiguar lo que ellos querían; como si fueran muebles o chivos». El Consejero encontró un bálsamo para esa herida: «Si fuera así, los has ayudado a hacer méritos para ganar el cielo».

Siente que lo remecen, pero demora en abrir los ojos. El sol brilla en el cielo y Honorio le está haciendo silencio con un dedo en los labios:

—Ahí están, compadre —murmura, con voz queda—. Nos ha tocado recibirlos.

—Qué honor, compadre —responde, con voz pastosa.

Se arrodilla en la trinchera. De las barrancas de la otra banda del Vassa Barris un mar de uniformes azules, plomos, rojos, con brillos de abotonaduras y de espadas y bayonetas, viene hacia ellos en la resplandeciente mañana. Eso es lo que sus oídos están oyendo, hace rato: repique de tambores, clarín de cornetas. «Parece que vinieran derechito hacia nosotros», piensa. El aire está limpio y, pese a la distancia, ve con suma nitidez a las tropas, desplegadas en tres cuerpos, uno de los cuales, el del centro, parece enfilar rectilíneamente hacia estas trincheras. Algo pegajoso en la boca le atranca las palabras. Honorio le dice que ha despachado ya dos «párvulos» a Fazenda Velha y a la salida a Trabubú, a avisar a João Abade y Pedrão que vienen por ese lado.

—Tenemos que aguantarlos —se oye decir—. Aguantarlos como sea hasta que João Abade y Pedrão se replieguen a Belo Monte.

—Siempre y cuando no estén atacando a la vez por Favela —gruñe Honorio.

Antonio no lo cree. Al frente, bajando las barrancas del río seco, hay varios miles de soldados, más de tres mil, tal vez cuatro mil, lo que tiene que ser toda la fuerza útil de los perros. Los yagunzos saben, por los «párvulos» y espías, que en el hospital de la quebrada entre la Favela y el Alto do Mario hay cerca de mil heridos y enfermos. Una parte de la tropa debe haber quedado allí, protegiendo el hospital, la artillería e instalaciones. Esa tropa tiene que ser toda la del asalto. Se lo dice a Honorio, sin mirarlo, la vista clavada en las barrancas, mientras verifica con los dedos si el tambor del revólver está lleno de cartuchos. Aunque tiene un Mánnlicher, prefiere ese revólver, con el que se ha batido desde que está en Canudos. Honorio, en cambio, tiene el fusil apoyado en el reborde, con el alza levantada y el dedo en el gatillo. Así deben estar todos los otros yagunzos, en sus cuevas, recordando la instrucción: no disparar sino cuando el enemigo esté muy cerca, para ahorrar munición y aprovechar la sorpresa. Es lo único que los favorece, lo único que puede atenuar la desproporción de número y de equipo.

Llega arrastrándose y se deja caer en la poza, un chiquillo que les trae un zurrón de café caliente y unas tortas de maíz. Antonio reconoce sus ojos vivos y risueños, su cuerpo torcido. Se llama Sebastián y es veterano en estas lides, pues ha servido de mensajero a Pajeú y a João Grande. Mientras bebe el café, que le compone el cuerpo, Antonio ve desaparecer al chiquillo, reptando con sus zurrones y alforjas, silente y veloz como una lagartija.

«Si se acercan unidos, formando una masa compacta», piensa. Qué fácil sería entonces derribarlos con granizadas a quemarropa, en ese territorio sin árboles, matorrales ni rocas. Las depresiones del suelo no les sirven de mucho pues las trincheras de los yagunzos están en altozanos desde los cuales pueden dominarlas. Pero no vienen unidos. El cuerpo del centro avanza más rápido, como una proa; es el primero en cruzar el cauce y en escalar las barrancas. Unas figurillas azulinas, con listas rojas en los pantalones y puntos destellantes, asoman a menos de doscientos pasos de Antonio. Es una compañía de exploradores, un centenar de hombres, todos a pie, que se reagrupan en dos bloques de tres en fondo y progresan rápidamente, sin la menor precaución. Los ve estirar los pescuezos, avizorar las torres de Belo Monte, totalmente inconscientes de esos tiradores rastreros que los apuntan.

«¿Qué espera, compadre?», dice Honorio. «¿Que nos vean?» Antonio dispara y, al instante, como un eco multiplicado, estalla a su alrededor un estruendo que borra a los tambores y clarines. El humo, el polvo, la confusión se apoderan de los exploradores. Antonio dispara, despacio, todos sus tiros, apuntando con un ojo cerrado a los soldados que han dado media vuelta y huyen a la carrera. Alcanza a ver que otros cuerpos han salvado ya las barrancas y se acercan por tres, cuatro direcciones distintas. La fusilería cesa.

—No nos han visto —le dice su hermano.

—Tienen el sol en contra —le responde—. Dentro de una hora estarán ciegos.

Ambos cargan sus armas. Se escuchan tiros aislados, de yagunzos que quieren rematar a esos heridos que Antonio ve arrastrándose sobre el cascajo, tratando de alcanzar las barrancas. Por éstas siguen apareciendo cabezas, brazos, cuerpos de soldados. Las formaciones se desmoronan, fragmentan, tuercen, al avanzar por el terreno quebradizo, danzante. Los soldados han comenzado a disparar, pero Antonio tiene la impresión de que aún no localizan las trincheras, que disparan por encima de ellos, hacia Canudos, creyendo que las ráfagas que segaron a su punta de lanza provenían del Templo del Buen Jesús. El tiroteo adensa la polvareda y remolinos parduzcos envuelven y desaparecen por instantes a los ateos que, agazapados, apretados unos contra otros, los fusiles enhiestos y la bayoneta calada, se adelantan al compás de toques de corneta y tambor y gritos de: «¡Infantería! ¡Avanzar!».

El ex-comerciante vacía dos veces su revólver. El arma se recalienta y le quema la mano, así que la enfunda y empieza a usar el Mánnlicher. Apunta y dispara, buscando siempre, entre los cuerpos enemigos, aquellos que por el sable, los entorchados o las actitudes parecen los que mandan. De pronto, viendo a esos heréticos y fariseos de caras asustadas, descompuestas, que caen de a uno, de a dos, de a diez, por balas que ignoran de dónde vienen, siente compasión. ¿Cómo es posible que le inspiren piedad quienes quieren destruir Belo Monte? Sí, en este momento, mientras los ve desplomarse, los oye gemir y los apunta y los mata, no los odia: presiente su miseria espiritual, su humanidad pecadora, los sabe víctimas, instrumentos ciegos y estúpidos, atrapados en las artes del Maligno. ¿No les hubiera podido ocurrir a todos? ¿A él mismo, si, gracias a ese encuentro con el Consejero, no lo hubiera rozado el ángel?

—A la izquierda, compadre —le da un codazo Honorio.

Mira y ve: jinetes con lanzas. Unos doscientos, quizá más. Han cruzado el Vassa Barris a medio kilómetro a su diestra y están agrupándose en pelotones para atacar ese flanco, bajo la algarabía frenética de un cornetín. Están fuera de la línea de trincheras. En un segundo, ve lo que va a ocurrir. Los lanceros cortarán de través, por el lomerío encrespado, hasta el cementerio, y como no hay en ese ángulo trinchera que les obstruya el paso alcanzarán en pocos minutos Belo Monte. Al ver la vía libre, por esa ruta seguirá la tropa de a pie. Ni Pedrão, ni João Grande ni Pajeú han tenido tiempo de refluir hacia la ciudad a reforzar a los yagunzos parapetados en los techos y torres de las Iglesias y el Santuario. Entonces, sin saber qué va a hacer, guiado por la locura del instante, coge la bolsa de municiones y salta del pozo, gritando a Honorio: «Hay que pararlos, que me sigan, que me sigan». Echa a correr, inclinado, el Mánnlicher en la derecha, el revólver en la izquierda, la bolsa en el hombro, en un estado que se parece al sueño, a la embriaguez. En ese momento, el miedo a la muerte —que a veces lo despierta empapado en sudor o le hiela la sangre en medio de una conversación trivial — desaparece y se adueña de él un soberbio desprecio a la idea de ser herido o de desaparecer de entre los vivos. Mientras corre derecho hacia los jinetes que, formados en pelotones, comienzan a trotar, zigzagueando, alzando polvo, a los que ve y deja de ver, según las ondulaciones de la tierra, ideas, recuerdos, imágenes, chisporrotean en la fragua que es su cabeza. Sabe que esos jinetes son parte del batallón de lanceros del Sur, los gauchos, a los que ha avistado merodeando detrás de la Favela en procura de reses. Piensa que ninguno de esos jinetes hollará Canudos, que João Grande y la Guardia Católica, los negros del Mocambo o los kariris flecheros matarán a sus animales, blancos tan magníficos. Y piensa en su mujer y en su cuñada y en si ellas y las otras habrán regresado a Belo Monte. Entre esas caras, esperanzas, fantasías, aparece Assaré, allá en los confines del Ceará, adónde no ha vuelto desde que salió huyendo de la peste. Su pueblo suele presentarse en momentos como éste, cuando siente que toca un límite, que pisa un extremo más allá del cual sólo quedan el milagro o la muerte.

Cuando las piernas ya no responden se deja caer y estirándose, sin buscar abrigo, se acomoda el fusil al hombro y comienza a disparar. No tendrá tiempo de recargar el arma, así que apunta cuidadosamente, cada vez. Ha cubierto la mitad de la distancia que lo separaba de los jinetes. Éstos cruzan frente a él, entre la polvareda, y se pregunta cómo no lo han visto, pese a haber venido corriendo a campo traviesa, pese a estarlos tiroteando. Ninguno de los lanceros mira hacia aquí. Pero, como si su pensamiento los hubiera alertado, el pelotón que va a la cabeza gira súbitamente hacia la izquierda. Ve que un jinete hace un movimiento circular con el espadín, como llamándolo, como saludándolo, y que la docena de lanceros galopa en su dirección. El fusil está sin balas. Coge el revólver con las dos manos, los codos apoyados en tierra, decidido a guardar esos cartuchos hasta tener encima a los caballos. Ahí están las caras de los diablos, deformadas por la rabia, ahí la ferocidad con que taconean los ¡jares, las largas varillas que tiemblan, los bombachos que el viento infla. Dispara al del sable, una, dos, tres balas, sin darle, pensando que nada lo librará de que esas lanzas lo ensarten y lo machaquen esos cascos que martillean el cascajo. Pero algo ocurre y otra vez tiene el palpito de lo sobrenatural. De detrás suyo surgen muchas figuras disparando, blandiendo machetes, facas, martillos, hachas, que se avientan contra los animales y sus cabalgaduras, baleándolos, acuchillándolos, cortándolos, en un remolino vertiginoso. Ve yagunzos prendidos de las lanzas y de las piernas de los jinetes y cortando las riendas; ve rodar a caballos y oye rugidos, relinchos, injurias, disparos. Por lo menos dos lanceros pasan encima suyo, sin pisotearlo, antes de que consiga ponerse de pie y lanzarse a la pelea. Dispara los dos últimos tiros de su revólver y, empuñando el Mánnlicher como garrote, corre hacia los ateos y yagunzos más próximos, entreverados en el suelo. Descarga un culatazo contra un soldado encaramado sobre un yagunzo y lo golpea hasta dejarlo inerte. Ayuda al yagunzo a levantarse y ambos corren a socorrer a Honorio, a quien persigue un jinete con la lanza estirada. Al ver que van hacia él, el gaucho azuza al animal y se pierde a galope en dirección a Belo Monte. Durante un buen rato, en medio del terral, Antonio corre de un sitio a otro, ayuda a levantarse a los caídos, carga y vacía su revólver. Hay compañeros malheridos y otros muertos, con lanzas atravesadas. Uno sangra profusamente por una herida abierta a sablazos. Se ve, como en sueños, rematando a culatazos —otros lo hacen con el machete — a los gauchos desmontados. Cuando el entrevero termina por falta de enemigos y los yagunzos se reúnen, Antonio dice que deben regresar a las trincheras, pero a medio hablar advierte, entre nubarrones de polvo rojizo, que por allá donde estaban antes emboscados pasan ahora las compañías de masones, hasta perderse de vista.

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