La herencia de la tierra (13 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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No se molestó en recoger el carbón que caía al suelo. Se limitó a limpiar el lugar donde pisaba apartando el material con los pies mientras apretaba los dientes y soltaba el pico con renacida saña. De pronto, en uno de esos golpes escuchó un ruido similar a un lejano trueno. No tardó en darse cuenta de lo que pasaba: era la maldita cueva que se estaba hundiendo.

Rosendo se volvió y dio un salto felino. La montaña rugió de nuevo y el techo de la cavidad se derrumbó. Una de las piedras que cayó salió disparada contra su nuca. Cayó de bruces y, atontado por el fuerte golpe, quiso levantarse, pero era ya demasiado tarde. Una avalancha de rocas lo alcanzó y le cubrió las piernas. Apenas sintió dolor. Rosendo perdió el conocimiento. Tras unos instantes, se hizo el silencio.

Capítulo 18

Detenido en un polvoriento cruce de caminos, Henry Gordon se quitó el sombrero de chistera y se secó con el pañuelo el sudor de la frente. A esas horas era difícil encontrar a nadie fuera de casa. El intenso calor parecía empujar los cuerpos hacia el suelo, como un gran peso. El escocés entendió entonces el sentido de la siesta. Tiró suavemente de las bridas de su caballo y oteó el horizonte. Tras un lento paso entre campos y casas de aspecto precario, Henry creyó divisar una montaña cuya falda parecía adornada con vetas oscuras. Se levantó sobre su montura y entrecerró los ojos, como queriendo ver mejor. Volvió a sentarse y, tras secarse de nuevo el sudor de la cara, rebuscó en una de las alforjas, hasta que sacó de ella un catalejo que desplegó cuidadosamente. Apuntó hacia la montaña y exclamó:

—Oh, my God…!

Espoleó entonces al caballo con energía.

Al llegar a la mina, Henry bajó de un salto de su montura y fue hacia el cuerpo de Rosendo, tendido bajo las piedras. Respiró aliviado cuando comprobó que tenía pulso y que era estable. Se quitó el sombrero y la chaqueta. Tras subirse las mangas de la camisa más allá de los codos, buscó en los alrededores hasta encontrar la pala que usaba Rosendo. Sin perder un instante, fue quitando las piedras que cubrían las piernas del joven. Cuando éstas quedaron al descubierto, Henry se agachó y las palpó cuidadosamente. No notó nada extraño al margen de un tobillo hinchado y de la presencia de magulladuras y roces. El hombre permanecía inconsciente. Henry volvió al caballo y desató un pequeño botijo junto a las alforjas. Lo volcó sobre el pañuelo bermellón y comenzó a limpiar la cara de Rosendo. Ante el agua fresca, el herido parpadeó. Henry derramó un poco de agua sobre sus labios resecos, que bebieron con avidez. Rosendo se quedó con la mirada fija en aquel hombre que nunca había visto y éste, como si le contestara, le dijo:

—Buenas tardes,
sir.
¿Cómo se encuentra?

Rosendo parpadeó varias veces sin contestar. A continuación se miró el cuerpo, las piernas.

—Oh, me he tomado la libertad de comprobar si tenía algún hueso roto. ¡Ha tenido usted suerte!

Le pasó de nuevo el pañuelo empapado en agua. Rosendo lo tomó y se incorporó hasta que se quedó sentado.

—My
name…
me llamo Henry Gordon, soy de Escocia y estoy viajando por su país, y…
well,
mi camino se ha cruzado con el suyo.

Rosendo dejó de mojarse la cara con el pañuelo, que estaba ya totalmente tiznado.

—Sí, he tenido suerte —alcanzó a murmurar.

—Me pregunto si usted trabaja aquí —se atrevió a preguntar el escocés.

Rosendo asintió:

—La mina es mía.

Henry Gordon era ante todo un escocés pragmático. Ayudó a Rosendo a levantarse. Se acomodaron bajo la fresca sombra de un árbol. Mientras realizaba cada una de estas operaciones, Henry no podía dejar de pensar en el potencial de aquel yacimiento. Ese hombre era el joven loco de la mina del que le habían hablado. Henry procedía de la Gran Bretaña industrial y conocía perfectamente el precio del carbón y algo aún más importante, su valor. Así que decidió preguntarle al joven en cuanto lo vio más repuesto:

—¿Tiene a alguien más trabajando?

—No, estoy yo solo.

Gordon abrió los ojos. Miró la pared repleta de agujeros y se volvió hacia Rosendo.

—Así que todo eso lo ha hecho usted en un año,
heavens…
sí que tiene usted energía. Pero solo no puede hacer… —buscaba la palabra mientras con la mano hacía el gesto de horadar— galerías. Amigo mío, necesita material y otras manos que trabajen en la mina si quiere hacer dinero. Porque quiere hacer dinero, ¿no es cierto?

Rosendo asintió.

Henry Gordon sabía ver las oportunidades de negocio y aprovecharlas. Aquélla no solamente era una oportunidad sino una gran oportunidad. Quizá hubiera llegado al fin de su viaje y la vida le proponía una nueva parada y, con suerte, un nuevo hogar. ¿Por qué no? El entusiasmo lo iba llenando de alegría y la alegría se estaba convirtiendo en euforia. Sin embargo, no quería asustar a aquel hombre, a Rosendo Roca. Todo buen negocio nace de un pálpito pero se ha de acordar con cálculo y calma. Sin embargo, tales intenciones no le sirvieron de nada porque antes de que él mismo se diera cuenta, su boca ya estaba pronunciando las siguientes palabras:

—Bien, éste es mi trato —continuó el escocés—: yo tengo dinero, usted determinación. Juntos podemos llegar lejos, de eso estoy seguro. Con capital, la mina crecerá, ya verá qué cambios. Usted se encargará de sacar carbón y yo de venderlo. Tiene que saber que en mi país yo he sido un gran comerciante —añadió arqueando las cejas—, puedo vender de todo a buen precio. Repartimos beneficios y listos. Oh, disculpe…

De repente, Henry se dirigió con paso rápido hacia su montura. Abrió una alforja y sacó una bolsa de cuero que sujetó entre ambas manos. Se acercó a Rosendo y agachado, mirando a un lado y a otro, le dijo:

—Mire, vea… —Abrió el saco mostrando su contenido. Estaba lleno de monedas de oro—.No miento si digo que tengo dinero.

Rosendo no daba crédito. Hacía un rato se le había caído una parte de la montaña encima y ahora este extraño hombre le ofrecía dinero. Bajó la vista. «No debo aceptar ayuda, tengo que hacerlo solo», pensó. Sin embargo su situación era delicada: se acercaba la fecha del pago del canon y no había conseguido reunir la cantidad acordada. Aquel hombre parecía caído del cielo. Lo había sacado de entre las piedras y ahora le ofrecía invertir en la mina.

Rosendo se puso de pie poco a poco, como si dudara de la capacidad de sus piernas. Ante la mirada atenta de Henry, dio varios pasos. Sólo notó ciertas molestias en un tobillo y el cuerpo un tanto entumecido, pero podía andar perfectamente. Se acercó a Gordon. Éste al verlo derecho pudo comprobar que era tan alto como él, sólo que debía ser el doble de corpulento.

—Hablemos —dijo finalmente Rosendo.

Rosendo fue claro y expuso los hechos. Le habló de la deuda contraída con los Casamunt y de los recursos que ofrecía la montaña. Tras varias preguntas, Henry se dejó guiar por su intuición y decidió apostar por el joven loco de la mina. Comentaron varios detalles sobre su sociedad y sellaron el acuerdo con un apretón de manos. Henry sacó de su equipaje una botella y dos tazas que tenía cuidadosamente envueltas en papel de periódico.

—No es quizá el recipiente más adecuado, pero nos servirá. Éste es el mejor whisky que puede degustar un caballero —dijo, y sirvió las tazas—. Tenga, tenemos que brindar.

Rosendo olió el contenido y arrugó la nariz. Henry dijo con una amplia sonrisa:

—Cheers!

—¡Salud! —contestó Rosendo.

—Por el éxito de nuestra empresa.

Henry paladeó gustoso el contenido de la taza mientras Rosendo apenas se mojó los labios.

—¡Mmm! Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Esta botella es para las ocasiones especiales. En mi tierra todo gira en torno al whisky, incluso se considera una medicina. —Henry se quedó pensativo unos instantes—. Perdone, estaba buscando cómo traducir una frase que en Escocia es muy típica, sería algo así como «que Dios me proteja de las enfermedades que no se puedan curar con whisky».

Henry soltó una carcajada mientras se palmeaba la rodilla. A Rosendo también le hizo gracia la ocurrencia. Se hizo un breve silencio y el escocés añadió:

—Ahora he de volver al pueblo. Mañana lo veré bien temprano, socio.

Y diciendo eso, volvió a dar un apretón de manos a Rosendo. Guardó todo en las alforjas, se colocó la chaqueta y la chistera y, tras subirse al caballo, se despidió con un pequeño cabeceo y una última instrucción mientras señalaba el pañuelo ennegrecido.


Keep it.
Quédese con el pañuelo, socio, y no olvide ponérselo siempre humedecido para taparse la nariz y la boca; necesito que mantenga usted una buena salud ahora que nuestros destinos están entrelazados.

Rosendo siguió con la vista cómo Henry Gordon se alejaba parsimonioso por el camino hacia el pueblo. Después se volvió, se embozó el pañuelo bermellón y se dirigió renqueando a la mina. Cogió entonces los sacos y con la pala los fue rellenando con el carbón que estaba desparramado tras el derrumbe. A pesar del calor y el cansancio, Rosendo se sentía bien. Si hubiera sabido alguna, habría tarareado una canción.

No se le había visto tan contento desde aquel beso de Verónica.

Capítulo 19

Rosendo volvió a la mansión de la familia Casamunt exactamente un año después de que firmara el contrato en aquella fiesta. A diferencia de entonces, ahora iba por obligación: debía pagar lo acordado. La caminata hasta la finca, junto a la responsabilidad de llevar encima tanto dinero, le habían empapado la camisa de sudor. Al darse cuenta de su aspecto, supuso que no sería el más adecuado pero no le importó.

Fue Jacinto, el mayordomo, quien le abrió el portón de madera por el que se accedía al recinto. Con un mudo menosprecio, el sirviente no lo condujo como había hecho un año antes hacia la imponente casa, sino que esta vez lo llevó a las caballerizas. El mozo que estaba con los animales, sentado en una banqueta, se acercó a Jacinto cuando éste lo llamó.

—Vigílalo, voy a avisar al señor.

El mozo asintió y volvió a su sitio sin apartar su mirada de Rosendo.

Poco después aparecieron Valentín Casamunt y su hijo Fernando. Jacinto, que abría el paso, llevaba una botella de vino tinto y una copa en las manos.

—Hombre, Rosendo, así que me traes mi dinero —dijo el patriarca con una sonrisa artificial en el rostro.

Jacinto colocó la botella y la copa encima de la mesa de madera situada al fondo de la cuadra. El señor Casamunt se sentó en una sencilla silla y cruzó las manos. Fernando se quedó de pie a su lado.

—¿No dices nada? Siempre tan callado este chico… —añadió el patriarca—. Está bien. Veamos qué nos traes.

Rosendo le entregó el saquito con los doblones.

—Perfecto, ahora voy a contarlo, si no te importa.

Sus ojos sólo se fijaban en las monedas que Rosendo acababa de depositar encima de esa mesa y que sumaban 156 piezas de oro o, lo que era lo mismo, 5.000 reales. Al ver todo ese dinero, Fernando no pudo evitar que se le escapara algo parecido a un gruñido. No podía ser cierto.

—Uno, dos, tres…

Mientras el patriarca contaba las monedas de una en una, con parsimonia, pensando en la juerga que podría correrse esa noche, Rosendo permanecía inmutable frente a él, con la mirada fija en esos delicados dedos, tan distintos a los suyos y a los de toda su familia, los dedos de un señor. Valentín daba repetidos sorbos a su copa de vino que Jacinto, expectante en el extremo opuesto del establo, se encargaba de rellenar.

—Once, doce, trece…

La voz de Valentín denotaba que estaba achispado. El vino que había bebido a lo largo del día y que seguía bebiendo le dificultaba la cuenta que intentaba llevar a cabo, le emborronaba la vista y le hacía saltar los números, de manera que tenía que volver a empezar. Los ojos de su hijo se abrían más y más a medida que pasaban las monedas de un montón a otro. La postura de Fernando había pasado de ser altiva y estirada a doblarse sobre la cabeza de su padre para intentar evitar que se descontara. Llegó incluso un momento en que se atrevió a apartar la mano perdida del patriarca.

—Déjame, padre, yo acabaré de contarlas —señaló Fernando.

—iAparta, imbécil! —vociferó Valentín.

Fernando se mordió el labio y el padre continuó con la cuenta.

Rosendo observaba la escena impasible. Sólo quería que aquello terminara para marcharse de esa casa en la que se sentía tan incómodo. Tras una larga espera llegaron finalmente a la última moneda de oro y Valentín dio por concluida la reunión sin mostrar ningún tipo de emoción hacia Rosendo. Cogió satisfecho el saco y, tambaleante, se levantó.

—Presenta las cuentas al notario, para que te cobre el diezmo y te entregue los recibos. Por mi parte, es todo. Nos vemos el próximo año —le gritó a Rosendo al salir de la cuadra.

Fernando esperó a que su padre ya no estuviera para dirigirse a Rosendo.

—Yo me encargaré personalmente de supervisar que pagas el diezmo —le dijo, mascando odio desdén en cada una de sus palabras, pues no en vano consideraba una afrenta que Rosendo pudiera pagar lo acordado—. No te va a ser todo tan fácil. Ya lo verás.

Y desapareció caminando rápidamente para seguir el paso de su padre rumiando aquella humillación: que un campesino, un don nadie, se atreviera a salir adelante, aunque ello contribuyera a hacerles todavía más ricos.

En el despacho, Helena y Fernando comentaban con su progenitor lo sucedido. Él se hallaba sentado junto a su escritorio neorenacentista y jugueteaba tranquilamente con algunas de las monedas que acababa de recibir. No había nada mejor que la embriaguez del vino y el dinero. Mientras tanto los dos hermanos no paraban de moverse, incrédulos ante lo conseguido por el campesino.

—Hay que controlarlo —insistía Helena—, es… extraño que haya conseguido pagarlo todo.

—¿Cómo has podido hablarme así en presencia de un campesino? —le reprochaba Fernando a su padre, ignorando las palabras de Helena.

Valentín salió de su calma y atajó irritado:

—¡Porque todavía no sabes mantenerte en tu lugar!

El señor de Casamunt masticó las sílabas y trató sin éxito de endurecer la mirada; su ebriedad era patente. Fernando observó cómo su padre intentaba salvar la compostura.

—No sé de qué te quejas, Helena —continuó el patriarca—. Mientras los Roca nos paguen no habrá ningún problema.

—¿No? Le hiciste una propuesta a sabiendas de que le resultaría imposible pagarla… ¡Y lo ha hecho! ¿Qué sucederá con los terrenos? —le replicó Helena.

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