La herencia de la tierra (38 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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—Qué vas a decir tú, si te tiene de perro guardián… —le espetó otro vecino a su espalda. El Pasodoble se dio la vuelta con inusual ligereza.

—Eso de perro se lo dices a tu padre, desgraciado. Mi casa está igual de destrozada que la tuya.

Ambos hombres se disponían a defender su honor cuando otras voces surgieron de entre el gentío y los detuvieron:

—¡No os peleéis entre vosotros! ¡Vamos a ver a Rosendo! ¡Tiene que oír nuestras quejas!

La muchedumbre se preparó para enfrentarse contra el que consideraban responsable de sus desgracias. Empujaron al Pasodoble hasta tirarlo al suelo y comenzaron a lanzar amenazas y reproches contra Rosendo Roca. Don Roque, mientras tanto, trataba de calmar los ánimos, aunque sin apenas levantar la voz, con una media sonrisa esbozada en su rostro.

Alertados por el griterío, aparecieron varios compañeros del Pasodoble. Los habitantes del poblado, doblemente irritados, se enfrentaron a ellos también, acusándolos de ser unos traidores. El grupo amotinado inició la marcha en dirección al cerro. Pero la advertencia de uno de sus integrantes lo detuvo:

—¡Eh! ¡Mirad allí!

Al darse la vuelta, los hombres vieron sobre los restos de un tejado hundido por la lluvia a Rosendo Roca trabajando afanosamente. Lo estaba reparando. Acercándose a él estaba Héctor, que transportaba material.

Los vecinos cruzaron en silencio miradas avergonzadas. Sin que nadie dijera nada, el grupo de sublevados se disolvió y se repartió por entre las casas dispuestos a trabajar y a colaborar para restaurar el pueblo lo antes posible.

Don Roque, por su parte, apretó los dientes con rabia contenida y clavó sus ojos en Rosendo, que continuaba subido a la techumbre y arrancaba con brío los elementos dañados. Luego soltó un bufido y se dirigió hacia la iglesia por los caminos cubiertos de lodo.

Pocos días después de la tormenta y tras una dura labor de reparación llevada a cabo por Rosendo y los hombres que rápidamente se añadieron a la tarea, la totalidad de las casas dañadas se habían reformado.

Ese domingo, el único día festivo de la semana, Rosendo había procurado que fuera diferente. Con la ayuda de Henry había organizado todo para que una feria ambulante que recorría las comarcas catalanas en aquella época del año se asentara durante ese día en la aldea del Cerro Pelado. Quizá así los últimos sucesos comenzaron a formar parte del pasado y abrieron la puerta a un futuro optimista.

Puestos de cerveza, peleas de gallos, pequeñas atracciones para los niños… La plaza en la que se solía ubicar el mercado se llenó de familias que dejaron de lado sus contrariedades para brindar por un día tan formidable. También estaba Rosendo Roca con su familia, agradeciendo en silencio la recuperación de la tranquilidad en la aldea.

—¡Mira, papá! —dijo Anita señalando una especie de minivagoneta que, posada sobre unos raíles en miniatura, debía ser impulsada para que ascendiera hasta el final de los mismos—. ¡Quiero que lo hagas!

Rosendo sonrió y accedió. Se arrodilló a los pies de los raíles y empujó la minivagoneta. Ésta llegó al otro extremo de la pista.

—¡Bien! —gritó la niña.

—Ten. —El dueño de ese puesto hizo entrega de un muñeco tallado en madera a la hija de Rosendo y Ana.

—Yo también quiero probar —exclamó Rosendo
Xic
mientras Roberto observaba las ruedecitas de la vagoneta, que le quedaban justo a la altura de los ojos.

—Toma, tienes que darle fuerte —le aconsejó su padre y le puso la mano justo encima de la vagoneta.

Rosendo
Xic
la empujó tratando de imitar a su padre, pero no fue suficiente.

—Casi. —Sonrió mientras lo despeinaba.

Un poco más adelante había un carrusel con caballos de madera colgados de postes. Cuando una mula los empujaba, giraban inclinándose hacia fuera, como si fueran a volar. Al verlos, Anita se entusiasmó y quiso montar en uno de ellos. Ante la atracción había, sin embargo, una larga cola de niños acompañados de sus padres y Anita se quejó:

—¡Cuánta gente! ¿No puedo subir yo primero? —preguntó la niña a su padre mientras cruzaba enfurruñada los brazos sobre su pecho.

—No, Anita. Tienes que esperar tu turno, como los demás.

Los aldeanos que esperaban en la fila del carrusel sonrieron a Rosendo. No había ningún rencor en sus expresiones.

La normalidad había vuelto a la aldea del Cerro Pelado.

Capítulo 48

El día de Nochebuena de 1848 estaba siendo especialmente frío, el ambiente era gélido desde mucho antes incluso de que oscureciera. Cerca de la puerta de acceso a la mina, Manuel
él Zampas
intentaba entrar en calor junto a una hoguera improvisada. Era éste un recurso muy habitual que libraba de la congelación a los trabajadores que limpiaban el carbón con sus cribas en el exterior de la mina.

El Zampas fumaba su cigarro entre toses mientras esperaba que los compañeros salieran del interior de la montaña. La buena noticia era que por ser Nochebuena, la jornada era más reducida. En vez de entrar a las seis de la tarde, como hacía a diario, el Zampas entraría a las dos y saldría justo para llegar a cenar. Todavía le quedaban unos minutos hasta que la sirena anunciara el inicio de su turno.

Manuel volvió a acariciarse la barba cada vez más blanca. Ya no era el joven de cuando llegó, de eso hacía ya diecisiete años. Entonces sólo tenía veintiocho y fue el primero en trabajar en ese yacimiento junto con su primo Toni Creus. Al principio tuvo muchas dudas. No sabía si sería capaz de pasarse todo el día bajo tierra sin ver el sol. Con el tiempo, sin embargo, había ido encontrándose más a gusto y su posición se había afianzado. Demostró ser el más rápido llenando a diario más vagonetas que nadie.

Sólo había una cosa que echaba de menos: las risas con su primo mientras esperaban el carbón. Toni había muerto con la primera epidemia de cólera y, a pesar de los años, todavía lo añoraba. Con frecuencia recordaba la faz risueña de su primo echándole en cara lo glotón que era. Una voz interrumpió sus pensamientos:

—Zampas, vaya banquete que te pegarás hoy, ¿eh? —dijo Héctor mientras le golpeaba la espalda con contundencia.

Manuel expulsó el humo de su cigarro y tosió una vez más.

—Esa tos…, tendrías que cuidarte más.

—No es nada —le quitó importancia y desvió la conversación—: A ver lo que me dais de cenar en esa casa vuestra a medio construir. Te esperamos esta noche. Ven bien limpio, que si no Sara se enfada —lo avisó Héctor con tono alegre.

Una sonrisa apareció en el rostro de ambos hombres. Héctor se acercó a la sirena y accionó la manivela. Poco después, un primer minero surgió de las oscuras profundidades de la tierra con el cuerpo teñido de su mismo color negruzco, como si se hubiera amalgamado con ella. Paulatinamente, otros trabajadores atravesaron la salida del yacimiento.

El Zampas recogió del suelo el pico, la picona y su lámpara de aceite, se cruzó la cantimplora al pecho e irguió su espalda, siempre dolorida, dispuesto a empezar su turno. A pesar de que jamás lo reconocería en público, su portentoso físico se había visto doblegado por el esfuerzo que realizaba en las entrañas de aquel macizo. Se aproximó a Héctor y le preguntó:

—La cena no la preparas tú, ¿verdad?

—No, no, ya sabes. Eso se lo dejo a Sara, que se le da mejor —continuó Héctor con tono bromista.

—Me quedo más tranquilo. Tienes una mujer que no te la mereces. —La tos castigó su voz y le provocó fatigosas convulsiones que le hicieron llevarse la mano al pecho y dejar de hablar.

A continuación, una sonrisa burlona adornó el rostro de Manuel
el Zampas
a modo de despedida. Se volvió y, junto a otros compañeros de turno, inició su marcha por el oscuro orificio que se adentraba hacia el corazón de la montaña. El sonido de aquellos pasos mojados por los charcos que se expandían por el suelo alcanzó los oídos de Héctor, que esperó a que los trabajadores desaparecieran entre las sombras para moverse.

Sentía mucho aprecio por ese hombre y ya había decidido que por la noche se lo demostraría. El Zampas llevaba demasiado tiempo trabajando en las galerías y en los últimos meses lo había visto algo en baja forma, con esa tos con la que parecía tratar de expulsar el carbón que su cuerpo había ido asimilando a lo largo de los años. Por ello, Héctor le iba a proponer un trabajo fuera de la mina limpiando el carbón junto con las mujeres. Una de las empleadas se había quedado embarazada y había dejado de trabajar antes de lo previsto, así que él podría sustituirla sin problema. Era el momento de agradecerle el trabajo hecho y dejar paso a los más jóvenes. Ya lo había hablado con Rosendo y éste estaba de acuerdo. Se lo diría en el transcurso de esa cena de Nochebuena, cuando Sara sacase la especialidad que bordaba: pollo relleno con piñones y pasas.

Estirado en el suelo, la humedad atenazaba el cuerpo del Zampas como un demonio frío. Movía la picona con dificultad, hincando el codo en el fango, tratando de arrancar el carbón que se escondía en aquella estrecha veta. De vez en cuando se veía obligado a escupir como para quitarse esa terrible humedad que le recorría todo el cuerpo; desde sus precarias alpargatas, le subía por las piernas y la barriga y le llegaba al cerebro como un reptil resbaladizo. Y después de la primera hora, la situación no mejoraba: el paso del tiempo contribuía ásperamente a desgastar la moral del minero. Una moral reforzada, eso sí, por el sólido deseo de que los minutos corrieran lo más rápido posible.

Manuel dio media vuelta cuando el saco estuvo lleno y se incorporó un poco. Cargado con el carbón, se arrastró entre las rocas y luego gateó en dirección a la galería principal. En los túneles tan estrechos y bajos, el candil de aceite se convertía en una molestia, así que después de tantos años, se había acostumbrado a trabajar prácticamente a ciegas. Empujaba el saco un poco, apuntalaba las manos en la superficie rocosa y avanzaba con la pierna otro paso más.

Al llegar a la entrada del frente que había estado ocupando le dedicó unos silbidos a
Pepe,
el canario que gorjeaba en su jaula. Se incorporó ya totalmente, arqueó la espalda, que emitió un doloroso crujido y volcó el contenido del saco en la vagoneta que, estacionada sobre los raíles, lo esperaba un poco más adelante.

—¿Qué pasa, Manuel, hoy no se trabaja? —dijo Juan al salir del frente contiguo cargado con su propio saco.

—Hombre, que hoy es casi fiesta —repuso el Zampas—, también tenemos derecho a relajarnos un poco. Venga coge, echa un cigarro conmigo —añadió mientras le alargaba la petaca donde llevaba la picadura y el papel de liar.

De repente Juan agarró la mano de Manuel y exclamó:

—¡Espera! ¿No hueles nada raro?

Juan estiraba el cuello mientras olisqueaba el aire sonoramente.

—¡A qué va a oler! A mierda, como cada día. Parece mentira que no sepas que el grisú no huele.

Manuel se volvió a colocar el cigarrillo apagado entre los labios.

—Bueno, pero no sólo hay grisú en las vetas… —sugirió Juan.

—Acabo de hablar con
Pepe
y está como una rosa. Además, ¿qué importa una chispa más o menos, si toda la galería principal está llena de lámparas de aceite?

—Voy a ver a
Pepe.
Sólo para asegurarme…

—Eres un desconfiado, ¿no te he dicho que acabo de verlo?

Pero Juan no respondió sino que se dirigió a la jaula del canario. Cuando ya estaba próximo a ella, decidió desviarse primero hacia la vela que con su color señalaba la presencia del siniestro gas. Estaba apagada.

—Oye, ¿por qué no está encendida la maldita vela de seguridad?

Nos vas a matar a todos un día de éstos —dijo Juan molesto y nervioso.

—Cómo te pones. Llevo más de una hora picando en una veta más pequeña que tu mango —dijo mientras señalaba el pico que llevaba Juan— y acabo de sacar el carbón. No me puedo multiplicar…

—A ver si la puedo prender con el chisquero. Con cuidado, que aquí casi no hay luz.

Al girar el eslabón metálico sobre la piedra de pedernal, unas chispas saltaron sobre la cuerda de algodón e iluminaron el cadáver del canario en el suelo de su jaula.

Los ojos de Juan se abrieron desmesuradamente y de súbito detonó una terrible explosión. Al instante la onda expansiva derrumbó las paredes y el techo de aquel frente mientras que el cuerpo de Manuel
el Zampas
voló hasta la vagoneta del corredor principal. Tras el impacto cayó al suelo.

El silencio que tensó entonces el aire sólo fue roto por las piedras que continuaban fragmentándose en todas direcciones.

Mientras el frente en el que Juan y Manuel se hallaban se había derrumbado casi por completo, los entibados de la galería principal parecían haber resistido bastante bien la fuerza de la explosión.

Manuel
el Zampas
comenzó a moverse. Primero un brazo, después el otro. Reposó su espalda contra las ruedas de la vagoneta ahora volcada. Se palpó inseguro el vientre y luego se tocó la cabeza e hizo una mueca de dolor. El golpe había sido fuerte pero parecía no tener secuelas graves. Una voz lo sacó de su ensimismamiento.

—¡Socorro… estoy atrapado…!

Dolorido, se puso en pie y, esquivando las piedras que obstaculizaban el camino, se dirigió al lugar de donde procedía la llamada de auxilio. En la entrada del corredor, Juan yacía de costado, rodeado de cascotes de roca y con la espalda llena de quemaduras. Un muro de piedra medio derribado se erguía ante Manuel. Éste apretó los dientes y cerró los puños disimulando su rabia.

—Ya estoy aquí, Juan. No te preocupes, saldremos de ésta —quiso animarlo mientras se acercaba a su compañero.

Cuando Manuel acarició el rostro de Juan se encontró con una piel resquebrajada por las ampollas. Una sustancia viscosa tiznó su mano como un reguero de sombra. Estaba caliente. Sin duda era un vómito de sangre.

—Mis piernas. Estoy atrapado. —La voz de Juan surgía entrecortada de su pecho—. Manuel, por favor… no quiero morir… Agnés, mis niños…

Juan emitía fragmentos de dolorosas oraciones mientras Manuel le acariciaba la nuca también ensangrentada y llena de polvo. Mientras, la montaña no cesaba de crujir, como si quisiera acompañarlos en sus lamentos.

Manuel intentó calmarlo:

—Pronto vendrán a sacarnos de aquí. Creo que la galería principal ha aguantado y…

Se hizo el silencio.

—¿Qué más?, ¿qué pasa?, ¿por qué no dices nada? —El terror se apoderó del ánimo de Juan.

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