Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
Walls se inyecta otro chute de morfina y se incorpora trabajosamente. El techo de hielo es tan bajo que a duras penas consigue ponerse de pie. A lo lejos, le parece vislumbrar la entrada de una gruta. La cruza asiéndose a las asperezas y descubre una vasta sala cuyas paredes a todas luces han sido talladas por la mano del hombre. Se nota por los salientes cortantes y regulares que los siglos han ido suavizando progresivamente. En el extremo opuesto de la sala, un dintel redondeado da acceso a otro pasadizo. Walls recorre con los dedos los montantes y cree distinguir unas inscripciones muy antiguas grabadas en la roca. Unas líneas que se entrecruzan como venas.
La gruta siguiente es alargada, como un pasillo. Hay nichos del tamaño de un hombre excavados en las paredes. Protegidos por cortinas de piel raídas por el paso del tiempo, parecen literas dispuestas a lo largo de las crujías de un submarino.
Walls recorre con la linterna el interior de uno de ellos y se queda helado al descubrir un esqueleto viejísimo acurrucado. El frío ha conservado perfectamente los huesos. Examina las articulaciones. Por el tamaño de los huesos y su desgaste deduce que pertenecían a una adolescente de doce o trece años. No distingue ni heridas ni fracturas. Walls alarga la mano y roza la pelvis de la chiquilla. Los huesos se desmenuzan bajo sus dedos como si acariciara una escultura de arena. Al ver un cuenco de tierra cocida entre las manos del esqueleto, lo coge y se lo acerca a la nariz. Una capa de pasta azul oscuro, endurecida y cuarteada, cubre el fondo. El arqueólogo rasca la superficie con una uña y lo olfatea. Hace una mueca. Apesta a azucena y a moho. Un olor de veneno. Todo su organismo se lo dice a gritos mientras se dispone a llevárselo a los labios. Walls deja delicadamente el cuenco en medio del polvo de huesos. Avanzando por el corredor, constata que todos los demás nichos albergan al menos un esqueleto. Algunos contienen restos de cuerpos entrelazados: parejas abrazadas en las tinieblas, madres e hijos cuyas falanges han quedado soldadas en la muerte. El arqueólogo se estremece. Un suicidio colectivo. Lo ha comprendido repentinamente, al ver en todas partes el mismo cuenco con la misma pasta azulada y olorosa en el interior. Esposos que asesinaron a sus mujeres al tiempo que las besaban en los labios. Madres que dieron a sus hijos una cucharada de veneno mientras los estrechaban contra sí. Tapándose la boca con las manos para luchar contra las náuseas, Walls aprieta el paso. Debe salir de ese lugar cuanto antes.
A medida que avanza apoyándose en la pared para no desvanecerse, se da cuenta de que está perdiendo la noción del tiempo. Según su reloj, hace un poco menos de veinte minutos que entró en la primera gruta. Sin embargo, tiene la impresión de que lleva días vagando por ese laberinto rocoso. Ahora está convencido de que ese complejo subterráneo se construyó aprovechando cavidades naturales; esos seres prehistóricos las ampliaron y las unieron entre sí mediante una red de galerías en las que perforaron pozos de ventilación. Grutas a una enorme profundidad que, en aquella época, debían de estar situadas al fondo de un gigantesco cañón y cuyas entradas, con el tiempo, quedaron obstruidas por los corrimientos de tierras sucesivos y la lenta deriva de las placas continentales. Hasta que ese acceso desapareció, salvo la grieta que él había atravesado.
Walls acaba de penetrar en una sala tan vasta que apenas distingue sus contornos. Al notar que algo rasposo se agarra a la suela de sus zapatos, baja los ojos y ve que el suelo está totalmente cubierto de plantas de un azul profundo que flotan en la superficie de un océano de hojas pesadas y grises. El mismo perfume mareante a roca vieja, a lirio y a tierra húmeda llena la caverna. El olor es tan denso que Walls tiene la impresión de respirar un líquido. Pero, mientras que en el sótano mortuorio alertaba sus sentidos, aquí parece apaciguar su mente y relajar sus músculos.
Walls observa que a lo largo de los siglos las plantas han cubierto por entero las paredes y colonizado el techo. Tan solo una hilera de estelas rectangulares parece haber escapado a esta invasión de materia viva. Camina hasta la primera losa; las hojas hacen un ruido de cristal roto bajo sus pies. Desde que respira los vapores minerales que flotan a su alrededor, el dolor está cediendo terreno.
Walls se detiene ante la primera estela, que lo sobrepasa en una cabeza. La losa es totalmente lisa. La frialdad del mármol, el tacto polvoriento de la caliza y la dureza del granito. Y el brillo del diamante. Walls retira bruscamente la mano. Por un instante ha tenido la sensación de que la losa que acariciaba se había puesto a respirar. O más bien que se ablandaba bajo la palma de su mano, como si su calor hubiera empezado a reanimarla. Walls toca de nuevo la piedra con la yema de los dedos. Parece piel. Y, lo que todavía es más extraño, no tiene más remedio que admitir que está sonriendo como un niño y que se siente, no alegre o calmado, sino feliz. En realidad, tan plenamente feliz como no recuerda haberlo sido desde los ocho años, a orillas del río Pearl. Aquel día, su abuelo no le había dejado ir al colegio y habían salido los dos en la vieja camioneta Ford abollada. La sonrisa de Walls se ensancha. De repente, sus labios empiezan a moverse y se sorprende contando en voz alta esa escena surgida de su pasado.
—¡Por todos los santos, Gordon Cabeza Dura, si vas todos los días al colegio no aprenderás nada de la vida! Yo voy a enseñarte las cosas que realmente cuentan, como fumar saúco o pescar truchas con mosca.
—¿Las truchas comen moscas, papy?
—Sí, pero nosotros les daremos moscas que no se comen. Así es como las cogeremos. Y después, las asaremos sobre una piedra caliente. Eso tampoco sabes hacerlo, ¿eh? La culpa la tiene el colegio. Es una fábrica de cretinos con traje que solo saben comprar trucha envuelta en plástico. ¿Es eso lo que quieres acabar comiendo, Gordie? ¿Trucha envuelta en plástico?
—No, papy. —¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Walls se enjuga una lágrima. Una diminuta lágrima llena de arrepentimiento. Había enterrado totalmente ese día de felicidad perfecta con su abuelo. Fue una semana antes de que el anciano entrara en coma; desde entonces, no había vuelto a la orilla del río. Una imagen se dibuja ante sus ojos a medida que sus dedos rozan la piedra blanda y caliente: la camioneta subiendo la última cuesta y la cinta dorada del Pearl apareciendo a través de los árboles… Oye la brisa entre las agujas de pino, el chapaleteo del río. A su lado, su abuelo despliega la caña telescópica y engancha un viejo carrete cuyo mecanismo tabletea en el silencio. La figura del anciano todavía es transparente, pero sus contornos y el paisaje que lo rodea se llenan poco a poco de colores.
—¡Eh, Gordie! ¿De verdad crees que las truchas se atrapan soñando?
Los reflejos tornasolados del sol hacen pestañear a Gordon. Tiene nueve años. No lleva nada debajo de los pantalones cortos y uno de los dedos de sus pies asoma a través de la tela rasgada de las zapatillas de deporte.
De pie en la orilla, su abuelo dibuja curiosos ochos en el aire haciendo suaves gestos con la muñeca para imprimir el movimiento adecuado a la caña. Gordon sigue con la mirada la falsa mosca de colores vivos que el anciano ha enganchado en el extremo del sedal. El bicho de plástico roza la superficie sin llegar a posarse en ningún momento sobre ella. La recorre y la sobrevuela, parece detenerse un instante en el borde de la espuma, despega de nuevo y vuelve a descansar más lejos antes de reanudar sus cabriolas.
—¿Lo entiendes, Gordie? Es como cuando quieres coger con la cuchara la nata de la leche que queda en la superficie del tazón. Si pasas la cuchara con demasiada fuerza, la nata se deshilacha y por más que te apresures se va al fondo antes de que hayas conseguido cogerla. Pues la mosca es igual. No hay que deshilachar la espuma, porque las moscas no hacen nunca eso. Y si lo haces, las truchas, que son muy listas, sabrán que no eres más que un crío que va al colegio a perder el tiempo en vez de aprender las cosas realmente importantes.
—¿Y el cacao?
—¿Qué pasa con el cacao, Gordie?
—¿Con el cacao en la leche ocurre lo mismo?.
—¡Sí, es verdad! Si no, hace grumos.
La sonrisa del abuelo se ensancha como si se acordara de pronto de un buen chiste.
—¡Por todos los santos, es justo eso, lo has entendido! No hay que formar nunca grumos en la superficie de un río, si no, las truchas se partirán de risa viendo cómo agitas la caña como si fueras un carretero.
El anciano clava sus ojos negros en los de Gordon, que sorprende en ellos un destello de orgullo.
—Vaya, vaya, Gordie, eres mucho menos tonto que tu padre, ¿sabes? Tuve que pasarme días explicándole lo que tú has comprendido en unos segundos. El cacao… ¡Fantástico, Gordie! Ahora que sabemos que tienes algo más que mantequilla de cacahuete en las meninges, tienes que prometerme que no irás al colegio más de dos días a la semana.
—Te lo prometo, papy.
—De lo contrario, te convertirás en uno de esos cretinos con traje que mean en los ríos.
Gordon traga saliva. Su abuelo lo observa a hurtadillas.
—Supongo que no habrás meado nunca en los ríos.
—No, papy, nunca.
—¿Lo juras?
—Hum… ¿Los ríos pequeños también cuentan?
—¡Rediez, Gordie, pues claro que cuentan! No hay que mear nunca en los ríos, ni en los grandes ni en los pequeños.
—¿Ni siquiera en los arroyos?
—¡Ni siquiera en los arroyos, hombrecito! ¿Te imaginas que las truchas fueran a cagar a tu cama?
—¿Y escupir? ¿Se puede?
—Ah, eso sí, escupir sí.
Y los dos empiezan a escupir riendo como críos. De pronto, el abuelo se pone serio y, reanudando los movimientos flexibles con la muñeca, dice con aire misterioso:
—Por cierto, Gordie, ¿has bebido alguna vez agua de los ríos?
—No. Mamá dice que está sucia.
—Quiero mucho a tu madre. De pequeña era encantadora, pero desde que vive con tu padre no dice más que tonterías. Lo que está sucio es la orina, no el agua de los ríos. Tienes que beber, muchacho. Tienes que dejar que el río entre en ti.
El abuelo deja la caña y se pone en cuclillas para coger un poco de agua en el hueco de las manos. Hace una seña a Gordon para que se arrodille a su lado.
—Huele esto, Gordie.
Gordon acerca la nariz a las viejas manos arrugadas. En el cuenco que forman, un poco de agua terrosa intenta escapar a través de los dedos apretados. Algunas gotas chocan con la superficie del río mientras el niño se inclina para sorber el agua entre las manos de su abuelo. Un fuerte olor a cuero y a resina penetra en sus fosas nasales. El olor del anciano. Gordon se inclina todavía más, para captar otros olores distintos.
—¿Qué, Gordie, hueles?
—Sí, papy. Huele a agua.
—No fastidies, eso es una respuesta de colegial. Es como si dijeras que las flores huelen a flores o que la mierda huele a mierda. El agua únicamente fija y transporta los olores del río. Como el alcohol en un perfume. Sin alcohol, los olores se desvanecen. Con alcohol, permanecen y dejas de oler a alcohol. ¿Comprendes o eres tonto?
Herido en su amor propio, Gordon aspira un poco más fuerte los efluvios que emanan de las manos de su abuelo. Oye su voz grave danzando en la brisa.
—El olor de los ríos es la suma de todos los aromas que el agua va recogiendo mientras recorre los lugares por los que el río pasa. Todas las orillas, todos los afluentes, todas las ciudades y las carreteras. Eso es lo que debes oler antes de beber, Gordie. Si no, es como si bebieras orina. Pero date prisa, porque los olores se desvanecen y el agua muere si la mantenemos demasiado tiempo entre los dedos.
Gordon cierra los ojos e inspira con todas sus fuerzas. Huele a tierra, a piedras calientes, a algas y a limo. Poco a poco, los olores del río que sus fosas nasales descomponen se transforman en imágenes de otros lugares que ha atravesado antes de llegar allí. Orillas arboladas que despiden fragancias a anís y a piñón, campos que huelen a trigo y a maíz, orillas bordeadas de autopistas que apestan a asfalto y a vapores de gasóleo. Una orilla brumosa e inaccesible se dibuja en un brazo muerto del río. En ese olor es de noche. La luna brilla. Gordon vislumbra una maraña de ramas y de raíces que se amontonan en la orilla. Huele a musgo y a algas podridas, pero otro olor flota en la superficie de esa imagen, un olor metálico que Gordon no consigue precisar. Sin embargo, conoce su sabor. Un gusto a carne y a clavo viejo y oxidado.
Gordon nota los dedos rasposos de su abuelo contra sus labios. El agua del río entra en su boca. Traga uno tras otro los olores y las imágenes. Hace una mueca al notar que el lejano gusto del gasóleo invade sus fosas nasales. A continuación llega el olor metálico y por fin lo reconoce. Lo ha tenido en la boca cada vez que se ha cortado con una navaja, cada vez que se ha chupado el dedo para lavar la herida con saliva. El gusto de la sangre. Entonces, en la imagen de esa orilla brumosa que acompaña a ese olor, Gordon ve un cuerpo atrapado en la maraña de ramas secas. Es el de una niña con la carne negra y descompuesta que flota entre dos aguas. Es ahí donde ha escondido su cadáver el que la ha matado cuando iba camino del colegio.
La niña mira a Gordon con ojos vidriosos. Sus dedos blandos como algas parecen indicarle que vaya con ella. Gordon deja escapar un grito de espanto. Nota a lo lejos los brazos nudosos de su abuelo zarandeándolo. Abre los ojos. El zumbido de los insectos. La orilla. Los reflejos del sol en la superficie ondulada del río. El cadáver de la niña ha desaparecido.
Con las mejillas bañadas en lágrimas, Walls continúa rozando la estela al fondo de la gruta llena de flores. Recuerda que, al oírlo gritar, su abuelo probó el agua y se quedó pálido. Después de consolarlo, cogió la caña y paseó de nuevo la mosca por encima del río. Permanecieron un largo rato en silencio y las lágrimas del niño acabaron secándose. Sin apartar los ojos del río, el anciano dijo:
—Perdona, Gordon. No sabía que había sangre en esta agua.
—¿Esa niña está muerta?
—Desde luego que está muerta. Pero es posible que sucediera hace años. El agua de los ríos se acuerda durante mucho tiempo de esas cosas. También forman parte de los olores que transporta. Son los recuerdos del río. ¿Crees que podrás guardar todo esto en un rincón de la cabeza, Gordie?