La hija del Apocalipsis (42 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Holly se seca las lágrimas y baja del Impala. Marie enciende un cigarrillo mientras espera a que la niña se aleje y luego se vuelve hacia Gordon.

—Lo he notado, ¿sabes?

—¿El qué?

—Acabas de impulsar a Holly para que se calme.

—Solo un poco. No quería que atrajera a los agentes de la Fundación. Es un emisor, Marie. Un emisor de una potencia formidable. Yo me he limitado a bajar un poco el volumen. Y me parece que eres demasiado dura con ella.

—¿Demasiado dura? Pues a mí me parece que eres un blandengue con esa pequeña. Jamás una observación, jamás una reconvención. Te está manipulando, Gordon.

—¿Que me manipula? ¡Eso es absurdo!

—¿Ah, sí? ¿Y qué rae dices de ese collar de ámbar, seguramente carísimo, que le regalaste cuando estaba negociando la compra del Impala? ¿Y ayer, en el restaurante, cuando te pidió una cerveza y le dejaste que bebiera un sorbo de tu vaso? ¿Y en el motel, cuando exigió un helado a las diez de la noche? Dime, Gordie, cuando pida una tarántula o una raya de coca, ¿qué harás?

—Ni idea, yo no sé nada de niños. Soy arqueólogo. Me ocupo de cosas que como mínimo tienen dos mil años.

—¿Y cuando se troncha de risa al ver que frunces el entrecejo mientras le haces mentalmente cosquillas bajo los brazos justo después de que yo la haya regañado? ¿Crees que haces bien jugando a ser su colega mientras yo apechugo con el trabajo sucio?

—Ése es el problema, que la riñes demasiado.

—Yo no la riño demasiado, Gordon. Solo intento ponerle límites. ¿Sabes por qué? Porque tiene once años. Y tiene la facultad de incendiar cosas, cargarse gente y atraer avispones. ¿Qué pasará cuando se enfade de verdad y no consiga controlarse? ¿Qué harás en ese momento, Gordon? ¿Le harás cosquillas bajo los brazos?

Marie aplasta la colilla en el cenicero.

—¿Quieres que te diga lo que falla, Gordon?

—Adelante.

—Lo que falla es que lo estamos haciendo todo al revés. No nos conocemos, nunca me has regalado flores, no nos hemos acostado ni una sola vez, y para colmo viajamos con una niña atómica bajo el brazo. Sé que debo tener paciencia, pero tú, por favor, deja de comportarte como un tío que mira un aspirador preguntándose dónde se pone el filtro de café.

—Vale.

—¿Vale?

—Vale.

—¿Eso es todo?

—¿Qué quieres que diga?

—¡Eres un auténtico plasta, Gordon!

Marie fulmina al arqueólogo con la mirada y sale dando un portazo. Coge de la mano a Holly y sube los peldaños de la escalera de entrada al caserón. Gordon la mira mientras cruza la puerta de la residencia. Está guapísima cuando se enfada. Sabe que no le conviene enamorarse de ella, pero no puede evitarlo. Apoya la nuca en el reposacabezas y deja que su mente se llene poco a poco del bullicio de los pensamientos de la gente. Amplía el máximo posible su radio de detección reduciendo las señales a murmullos. Como un pescador que acaba de lanzar el sedal, aguarda, espera que pique, la primera señal anormal. Cierra los ojos. Está preparado.

101

—¡Puaj! Es verdad que huele a pipí.

—¡Holly!

—¿Qué pasa? Es verdad.

Marie y Holly avanzan por un pasillo con las paredes cubiertas de madera carcomida. Acaban de llegar a la sala de espera, amueblada con una decena de sillones y mesas bajas atestadas de revistas viejas. Marie ve a una enfermera de unos cincuenta años hojeando un ejemplar de
Vanity Fair
detrás del mostrador de información.

—Hola. Vengo a ver a uno de los residentes. Se llama Casey Finch.

La enfermera teclea el nombre.

—No hay nadie que se llame así.

—Esa no es la respuesta acordada.

—Perdón…

Marie saca la placa del FBI y la pega contra el cristal.

—Según el procedimiento, cuando alguien se presenta y pregunta por Casey Finch, usted debe hacer una serie de preguntas. Se supone que tienen que aparecer en su pantalla. En caso de respuesta errónea, usted debe decir que el señor Finch ha sido trasladado urgentemente al hospital de Memphis por un problema cardíaco y después debe alertar al médico de guardia, el cual informa al FBI, y el FBI, yo en este caso, se presenta en la zona para interrogar al sospechoso. Para eso sirve un procedimiento, ¿comprende?

—Haga las preguntas correctas o la freiré como si fuera un huevo.

—¡Holly!

La enfermera se inclina y mira a Holly por encima de las gafas bifocales.

—Esa niña es muy mal educada.

—Perdónela, es un con… ehhh, un plomo. Bueno, ¿empezamos de nuevo?

—No vale la pena, el procedimiento cambió hace quince días y usted ha contestado perfectamente.

Marie lanza una mirada asesina a Holly, que se parte de risa.

—¿Qué piso?

—Segundo, sala común número 3. Lo reconocerá fácilmente, porque sigue llevando una bata de color naranja.

Marie tira de la mano de la niña, que se vuelve hacia la enfermera.

—Perdón, señora, ¿qué es «telépata»? ¿Es una enfermedad que joroba los músculos?

—No, guapa, la telepatía es una facultad imaginaria que permite a los superhéroes comunicarse mediante el pensamiento.

—¡Ostras! ¿Entonces soy un superhéroe?

—No haga caso de lo que dice; está completamente chiflada. Desde que cayó sobre un montón de Marvel en casa, grita como un murciélago cuando duerme.

—Sí, y cuando hago eso, vienen miles de avispones a posarse sobre mí. Y bisexual es cuando se tienen dos conejitos, ¿verdad?

—¿Que ha dicho?

Marie tapa la boca a Holly con una mano. La enfermera mira cómo se alejan en dirección a la escalera. Una vez fuera de su vista, Marie susurra, furiosa:

—¡Holly, no puedes preguntar esas cosas al primero con el que te encuentras! ¿Quieres que avisen a los servicios de protección de la infancia? ¿Es eso lo que quieres? ¡Menos mal que me dijiste que ibas a portarte bien!

Marie sube la escalera tirando de Holly por el brazo.

—Quiero volver con tío Gordon.

—No, Holly. Tú no quieres volver con tío Gordon. Simplemente estás comprobando hasta dónde puedes llegar con tus caprichos. Mírame bien. Si continúas haciendo el tonto dos minutos más, te bajo los pantalones delante de todo el mundo y te doy tal zurra que no podrás sentarte en un buen rato.

—Dar una zurra a un niño norteamericano puede suponer ir a la silla eléctrica, ¿lo sabes?

Marie se para en medio de la escalera y se agacha delante de la niña.

—Holly, ¿te das cuenta de que voy a verme obligada a pedirle a tío Gordon que limpie la memoria de esa enfermera antes de que nos vayamos? ¿Te das cuenta de que, si no, los malos de verdad vendrán y leerán tus idioteces en sus recuerdos? ¿De verdad crees que no tengo otra cosa que hacer?

—Perdona.

—No, Holly, no quiero que te disculpes continuamente y que te eches a llorar cada vez que te riño. Las cosas no irán bien así. Con el blando de Gordon sí, pero conmigo no.

—Gordon no es blando. Es un Guardián. Es poderoso. Su otro nombre es Eko.

—¿Eko?

—Sí. Era el nombre de un poderoso cazador que salvó a una Reverenda de la prehistoria.

—¿Holly…?

—¿Qué?

—Ya que hablas de ello, también tienes que olvidarte de esas estupideces de niña pequeña. ¡Ya eres mayorcita!

Holly se seca las lágrimas y mira a Marie. Está enfadada, pero se controla.

—¿Por qué estás siempre furiosa conmigo?

—Cielo, no intento complacerte. Intento simplemente salvarte la vida. ¿Eres capaz de comprender eso?

—De todas formas, eres mala, Marie Gardener.

—¿Cómo me has llamado?

—Fue el viejo Chester quien lo percibió. Cuando te vuelves mala eres Gardener. En parte es por eso por lo que me divierto haciéndote enfadar; para forzarla a salir.

—Te aconsejo que no lo intentes.

—¿Por qué?

—Porque no hay lugar para ti en el corazón de Gardener.

—Estoy segura de que sí.

Holly tiende los brazos hacia Marie y apoya la cabeza en su hombro. Le susurra al oído, tan bajito que Parks se pregunta si la niña está realmente hablando.

—Cuando vengan los malos, porque te aseguro que vendrán, tendrás que dejarla salir. Ella es poderosa, Marie. Es ella quien puede protegerme, no tú.

Marie levanta la cabeza y contempla los grandes ojos negros de Holly. Por primera vez, se da cuenta de cómo está envejeciendo la mirada de la niña.

102

Holly y Marie acaban de llegar a un pasillo inundado por la luz que dejan pasar unos amplios ventanales. Al final del pasillo, Marie empuja una puerta y entra en una gran sala donde están instalados unos cincuenta ancianos. La mayoría de ellos están reunidos alrededor de una mesa cubierta con un hule; una enfermera les hace realizar actividades para mantener activa la memoria. Una tarta de cumpleaños prácticamente entera destaca en medio de platos de cartón y vasos de plástico todavía llenos. En el otro extremo de la habitación, otros ancianos agrupados alrededor de un televisor miran el programa
Jeopardy
. Todos tienen la mirada perdida en el vacío y están tan inmóviles como muertos.

—Y encima algunos babean. ¡Mira, mira!… ¡Mira eso joder!

—¡Holly, deja de decir tacos!

—¿Qué hago, entonces?

—Ve a sentarte en un sillón y mira la tele.

—¿Estás loca? ¡Si me siento a su lado empezaré a envejecer!

—¡No digas eso! ¡No digas eso nunca más!

Holly se sobresalta. Mira los destellos que despiden los ojos de Marie y pasa suavemente sus dedos entre los de ella como si tratara de reconfortarla.

—No tengas miedo, Gardener.

La niña va a sentarse al lado de una anciana dormida; tapándose la nariz se vuelve y le saca la lengua a Marie, que le lanza una mirada asesina. Después apoya la barbilla en las manos y se sumerge en el programa televisivo.

Marie se dirige hacia un grupo de residentes que juegan al ajedrez y beben té frío. Acaban de terminar una partida. El perdedor derriba a su rey y se levanta. Marie se sienta frente al anciano que lleva una bata de color naranja, el cual le sonríe.

—¿Enfermera nueva? Mate en tres jugadas, diría yo. Si gano, nos acostamos juntos. ¿Le parece bien?

—Con sus ochenta y cinco tacos, necesitaremos toda la noche para hacer algo. De todas formas, habría que ser imbécil para jugar al ajedrez contra el inventor de la teoría aleatoria de Melkior, ¿no es cierto, profesor Mosberg?

Las manos del anciano, que se movían sobre el tablero para colocar las piezas, se quedan inmóviles y empiezan a temblar.

—Me llamo Casey Finch, funcionario de la Marina jubilado. Soy de Detroit. Era segundo comandante del
USS Essex.

—Del
USS Alabama.

—Ehhh… Sí… Mierda, me sé al dedillo las quinientas páginas de mi expediente, pero no consigo memorizar el nombre de ese maldito barco.

Mosberg levanta los ojos hacia Marie.

—He perdido, ¿verdad?

—Es usted una calamidad.

—¿Ha venido para matarme?

—Si fuera así, ya estaría muerto.

—¿No trabaja para la Fundación?

—Para el FBI.

—Muéstreme su placa.

—Aquí no. Pueden vernos demasiadas personas.

—Si se refiere a los carcamales que son mis compañeros de infortunio, puede estar tranquila; aunque lo intentaran todos juntos, serían incapaces de llenar una línea de un crucigrama.

—Escúcheme atentamente, Mosberg. Soy su sobrina Deborah, que ha venido de Grand Junction. Hace años que no nos hemos visto. Le cuesta reconocerme, pero soy yo. He venido para decirle que mi hijo Sean está en la cárcel por un error de juventud y que necesito su ayuda para pagarle un buen abogado. Usted, por su parte, va a hacer lo imposible para que la llorona de su sobrina se vaya sin haberle sacado un céntimo. ¿Comprende?

—No.

—No importa. Ahora me gustaría que repitiera mentalmente varias veces lo que acabo de decirle, con un intervalo entre ellas de diez segundos. ¿Puede hacerlo?

—¡Dios santo, los agentes de la Fundación! La están buscando. Es eso, ¿no?

—Hace demasiadas preguntas, Mosberg. Ya está empezando a emitir mensajes mentales inconscientes.

Sin dejar de mirar a Marie, el anciano repite la frase. Sus labios tiemblan tanto que parece que esté rezando.

—¿Ya está?

Mosberg señala a Holly con la barbilla.

—¿Es suya esa niña?

—¡No la mire! ¡Y sobre todo, no piensa en ella! ¿Me ha entendido?

—No me diga que es a ella a quien buscan…

—¿Quiere morir, Mosberg?

—Pero, demonios, si es a ella a quien quieren, ¿por qué se expone a atraerlos hasta aquí?

—Porque está en peligro.

—¡Y a mí qué más me da!

—¿Mosberg…?

—¿Sí?

—Lleva años escondido con cargo a los contribuyentes. Según lo que he leído en su expediente, en la época en la que las cosas empezaron a ponerse feas para usted, ya era un cabrón. Por eso la Fundación lo busca, porque era uno de los suyos y tuvo acceso de manera accidental a expedientes sumamente importantes. ¿Me equivoco?

—¿Y qué?

—Pues que le ofrezco la posibilidad de redimirse ayudándome a salvar a una niña. Media hora de heroísmo en medio del océano de sus tristes cobardías personales, ¿qué le parece?

—Que su lógica es emocional, en ningún caso matemática.

—Mi pistola también.

—¿No se supone que debe protegerme?

—No se equivoque respecto a eso. Si estuviera al borde de un precipicio y le tuviera a usted en una mano y a la pequeña en la otra, y si fuera preciso que sacrificara a uno para salvar al otro, usted se estrellaría contra las rocas como una cagada de pájaro. Haremos una pausa cada cinco minutos para que repita mentalmente las consignas que le transmití al principio. Tenemos poco tiempo. Propongo que empecemos inmediatamente.

—La escucho.

—Según su expediente, formó parte de la expedición que descubrió la momia del proyecto Manhattan en 1945. Entonces era un joven investigador con futuro.

—En aquella época tenía veintiocho años. Participaba en el programa como estadístico.

—La teoría de Melkior aplicada al primer verdadero proyecto de destrucción masiva. Un simple cálculo para usted, pero un gran ¡bum! para la humanidad. ¿Qué descubrió en aquel cráter? Aparte de la momia, quiero decir.

—Una gruta santuario con inscripciones extrañas.

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