La hija del Apocalipsis (55 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—Perdón, señor…

—Si continúa paseándolo por la boca, será incapaz de distinguir una tortilla de un solomillo a la pimienta durante quince días. ¿Verdad, Harold?

—El señor tiene razón. Esto se huele y se bebe a pequeños sorbos. ¿Desea el señor que alargue el suyo?

—No, gracias.

—El señor quiere, pero no se atreve, Harold. Todavía cree que se juzga a un hombre por la forma en la que bebe, cuando es por la forma en la que come como se sabe quién es. Un hombre come igual que vive e igual que hace el amor a las mujeres. Picotea o devora. ¿Verdad, Ackermann? Usted que es vegetariano sin duda tiene formada una opinión al respecto.

Ackermann no contesta. Sabe que el presidente siempre es así cuando reflexiona: habla de bourbon, de libros y de cacerías. Pero, al mismo tiempo, reflexiona.

Crossman asiente mirando a Harold, que se acerca con las pinzas y la cubitera. Los cubitos tintinean en el vaso. Harold se aleja. Silencio. Crossman pasa revista a los rostros austeros de los fundadores: patillas, cuellos almidonados, algunos monóculos y levitas. Oye que el presidente pasa las páginas.

Justo antes de dirigirse a la sala, ha intentado de nuevo ponerse en contacto con Marie. La joven no ha contestado. Entonces ha pedido a su adjunto que intentara localizar su móvil, pero la última vez que lo había utilizado era en Richmond, en el estado de Virginia. Lo que significaba que ahora podía estar en cualquier sitio entre Gerald y el océano.

El presidente cierra el expediente. Ha terminado de leer. Suspira.

—Si he entendido su razonamiento, la conclusión es que tendré que llamar a mis homólogos de todo el mundo para decirles, primero, que la contaminación procede efectivamente de nuestro país, y segundo, que es posible que el único medio de detenerla se encuentre en la sangre de una niña de once años.

—No es más que una teoría, pero vale la pena intentarlo. Por otra parte, lo que me preocupa es que no sabemos si esa tal Holly está convirtiéndose en una especie de monstruo que tendríamos dificultades en controlar. En algo peligroso.

—¿Más peligroso que un virus?

—Retomemos la tesis de Brooks: sabemos que toda modificación genética es irreversible. Por tanto, la cuestión es la siguiente: ¿qué pasará si una parte de los poderes que parece poseer esa niña es inoculada junto con el antídoto en el ADN de la humanidad?

—¿Quiere decir OGM humanos?

—Quién sabe…

—Nadie.

El presidente vacía su vaso y lo deja en la bandeja que le tiende Harold.

—Señores, he tomado una decisión. No puedo permitirme dar a ese virus la menor posibilidad de que se propague. Así pues, decreto la ley marcial en todo el territorio hasta que los federales encuentren a esa niña.

—¿Aunque haya que matarla?

—Tomar una muestra de sangre nunca ha matado a nadie, que yo sepa.

—Es posible que se niegue. O que los que la protegen no nos dejen acercarnos a ella. No sabemos nada de ellos y detesto no saber nada del enemigo contra el que debo enfrentarme.

—Si no lo entiendo mal, Stuart, ¿está preguntándome si estoy dispuesto a matar o a dejar matar a una niña para salvar a la humanidad?

—Algo así, señor presidente.

—Debería tomarse otro whisky, amigo mío.

—Seguramente.

—¿Cuánto tiempo necesita para localizarla?

—Pondré inmediatamente a todos mis agentes a buscarla. No deberían tardar mucho.

Crossman se levanta para despedirse. Casi ha llegado a la puerta cuando la voz del presidente hace que se detenga.

—¿Y usted, Crossman?

—Yo ¿qué?

—¿Estaría dispuesto a sacrificar a Marie Parks si se interpusiera en su camino? ¿Estaría dispuesto a perderla para salvar a Holly?

—Mucho me temo que ya la he perdido, señor.

127

Marie se pellizca el brazo para no dormirse. Hace más de cuatro horas que conduce por la 55 remontando, el curso del Mississippi hacia el norte. El alba ilumina los primeros carteles que anuncian las afueras de San Luis. Siente que su pie arde mientras lo mantiene sobre el acelerador. Antes de dejar el Santuario, Cyal le había curado las heridas. Esperaba que le impusiera las manos y mascullara fórmulas mágicas, pero el elfo había utilizado una pasta de color azul con un penetrante olor a roca y a helecho. Inmediatamente había notado que el dolor disminuía.

Entretanto, Kano y Elikan se habían ocupado de Holly. Agotada por el combate mental que había mantenido, la niña había vuelto a dormirse. Los Guardianes estaban preocupados. Decían que los tumores seguían creciendo y que Holly no debía alejarse del río. Habían añadido que debían dirigirse a toda prisa hacia el nacimiento del Padre de las Aguas, donde quizá los Guardianes del primer Santuario podrían salvarla. Así que Marie y Gordon habían envuelto a la niña en unas mantas y se habían puesto de nuevo en marcha. Desde entonces, Parks conducía y, como de costumbre, Gordon dormía detrás estrechando a la pequeña contra sí.

Marie reprime un bostezo. Enciende un cigarrillo y mira los coches que circulan en sentido contrario. Además de los vehículos civiles cada vez más numerosos a medida que va clareando, hace algo más de una hora que se cruza con innumerables camiones de la Guardia Nacional, cuyos neumáticos reforzados levantan agua del suelo. También con algunos blindados ligeros. Al principio, Marie había intentado hacer señas con la mano a los hombres sentados en los vehículos de transporte de tropas. Rostros inexpresivos y miradas muertas. En ese momento comprendió que no estaban allí para proteger a la población, sino para impedir que la contaminación se extendiera.

Las emisoras de radio locales decían que la Guardia Nacional estaba tomando posiciones en los puentes del Mississippi y que se disponía a incomunicar las ciudades. Dividiría el país en perímetros de seguridad y prohibirían rotundamente a todo el mundo que cruzara las barreras. Bajo pena de muerte. A un periodista de una emisora de Nashville le había parecido conveniente precisar ese detalle. Por lo visto, había recibido cientos de llamadas de personas aterrorizadas que aseguraban que los marines llegaban como refuerzo y que eran ellos quienes se encargarían de las ciudades. Ciertos testigos afirmaban que las carreteras secundarias ya estaban cortadas y que el ejército dirigía a los coches hacia los grandes ejes, que posteriormente bloquearían con gigantescos bloques de hormigón.

Mientras miraba cómo los camiones se dirigían al sur, hacia el frente de la epidemia, Marie siguió escuchando las voces que se relevaban en la emisora de Nashville. El presentador estaba exhausto, pero quería permanecer en su puesto. Otros testigos contaban que empezaban a organizarse focos de resistencia. En determinado momento, una anciana entró en antena. Dijo que se llamaba Margareth y que vivía en un pequeño pueblo a cincuenta kilómetros de Nashville. Según ella, cinco familias habían intentado marcharse de allí en grandes 4 × 4, pero en la cima de una colina los habían interceptado unos soldados norteamericanos. Uno de los padres de familia había bajado con una bandera blanca y había tratado de parlamentar, pero los militares se habían negado a escucharle. Entonces había vuelto a montar en su coche y había hecho señas a los otros 4 × 4 para que evitaran el cordón yendo a campo traviesa. Con voz llorosa, Margareth decía que había oído ruido de armas automáticas y que había visto unas extrañas bolas de fuego impactar contra los vehículos y los habían hecho explotar. Durante unos momentos, en las ondas solo se oyeron los sollozos de Margareth; luego, el periodista preguntó:

—¿Y qué pasó después de eso, Margareth?

—¿Después de eso? Nada.

El periodista iba a añadir algo cuando la radio de Marie empezó a chisporrotear. La joven intentó cambiar de emisora, pero el chisporroteo se extendía por las ondas. Al acercarse a San Luis se cruzó con los primeros camiones dotados de grandes antenas parabólicas para crear interferencias.

Un movimiento en el asiento trasero. Marie echa un vistazo por el retrovisor. Gordon acaba de abrir los ojos y contempla el río, cuyas aguas grises centellean débilmente a la derecha.

—¿Marie…?

—¿Sí, cariño…?

—¿Dónde estamos?

—Llegando a Durness, en la punta norte de Escocia. ¿Oyes las gaviotas?

—Muy graciosa.

Marie mira el reflejo de Walls. Parece preocupado.

—¿Percibes algo?

—Y qué más da, si de todas formas tú ya has tomado una decisión.

—No intentes comprender a las mujeres, querido, y desembucha.

—Nos siguen el rastro, Marie. El poder del Santuario los ha dejado tocados, pero ya están reorganizándose. Pretenden atraparnos un poco más al norte. Lucharán con todas sus fuerzas. Por eso es preciso ir hacia el nacimiento sin perder un segundo.

—Esta conversación ya la hemos tenido.

—Sí, y tú eres más terca que una mula.

—Gordon, a partir de aquí, hacia el norte las carreteras secundarias hasta Minneapolis son horribles. Y ellos saben que pasaremos por ahí. Así que es donde reagruparán sus fuerzas.

—Te recuerdo que aquí el Guardián soy yo.

—Precisamente por eso, razonas igual que ellos.

—Entonces, ¿por dónde quieres que vayamos?

—De Durness sale un ferry para ir a Noruega.

—Ya vale, Marie.

—No cuentes con que te lo diga, querido. Y tampoco quiero que la pequeña lo sepa. Las cosas siempre se complican demasiado cuando se pone a pensar.

—Así que te alejarás del río.

—Es posible.

—¡Pero Marie! ¡Los Guardianes han dicho que sobre todo no había que alejarse del río! Eso mataría a Holly, ¿te acuerdas?

—No te cortes, Gordon, grítale al oído, así la despertarás. No estoy segura de que te haya oído.

—De todas formas, llevo un buen rato haciéndome la dormida.

—Lo siento, preciosa, no quería que lo oyeras.

—Si crees que no lo sabía, es que realmente eres tonto de remate, tío Gordon.

—Yo no me canso de repetírselo, cielo.

—Marie tiene razón: los malos no comprenden cómo piensa, porque Gardener protege la entrada de su mente. Cada vez que lo intentan, se queman.

—Repito la pregunta. ¿Adónde vamos?

—Haremos noche aquí.

—¿Haremos noche? ¡Pero si ni siquiera ha amanecido!

—Tengo que ver a otra persona.

—¿A otro de tus científicos?

—Haces demasiadas preguntas, Gordon.

—¿Te acuerdas de lo que pasó en Gerald?

—Vagamente. ¿Por qué?

—Porque hay muchas posibilidades de que vuelva a suceder.

—No. Esta vez me esperaréis en el hotel. Os quedaréis viendo una película de guerra o dibujos animados, pero nada de
Jeopardy
o cualquier otro concurso televisivo, ¿vale, cielo?

—Te lo prometo.
Jeopardy
se ha acabado para mí.

Marie acaba de situarse en el carril para ir hacia San Luis. Varios coches de policía están parados en el arcén. La luz de los faros giratorios salpica el asfalto. Marie pone el intermitente y toma el intercambiador de la 270 en dirección a Sunset Hills.

—Marie…

—Dime, pichoncito…

—¿Por qué estás tan empeñada en ver a ese tipo?

—A riesgo de repetirme, te diré que soy agente del FBI. Como tal, realizo investigaciones para intentar averiguar por qué los malos matan a los buenos. Es mi trabajo. Así es como me gano la vida. Vosotros, los elfos y los enanos, tenéis que llevar a cabo una búsqueda. A mí eso me parece muy guay, pero yo tengo un verdadero oficio.

Gordon se inclina hacia delante y habla en voz baja para que Holly no lo oiga.

—Aun así, te recuerdo que lo único que cuenta es salvar a Holly.

—Pues en eso estoy trabajando, querido Gordon, en eso estoy trabajando.

—¿Y se puede saber cómo?

—Hum… Conozco ese silbido que empieza a sonar en mis oídos. Deberías volver a hacer la pregunta en un tono un poco menos agresivo o dormirás en el sofá.

—Está bien. ¿Cómo puede salvar a Holly ir a ver a un viejo científico?

—Eso es precisamente lo que intento descubrir. Pero hay otra cosa que por lo visto se te escapa.

—¿Qué?

—Puesto que tú mismo eres un mutante, depositas una confianza ciega en tres tipos con abrigo blanco que no resistirían ni treinta segundos ante una comisión de expertos psiquiatras. Yo elaboro teorías e intento verificarlas. No tengo ninguna intención de meterme de cabeza en este asunto sin saber exactamente cuál es el papel de Holly en él.

—Lo que significa…

—Lo que significa que está descartado que confíe a mi hija a unos superGuardianes de un superSantuario sin haberme asegurado previamente de que es a Holly a quien quieren salvar y no solo el poder que ella alberga.

—¿Tu hija?

—¿Qué he dicho?

—Has dicho que Holly es tu hija.

—¿Y qué?

—Nada.

—Walls, he andado sobre brasas para salvarla. Eso la convierte en mi hija.

Marie sale de la 270 y se adentra en la zona de casas unifamiliares de Dorsett Road. La circulación disminuye. Acelera en dirección a un oasis de vegetación que se perfila en medio de todo ese gris.

—¿Y yo qué pinto en esta historia?

—Tú eres Flash Gordon. Las chicas adoran a Flash Gordon.

—Quiero decir para ti.

—Esto va a complicarse, ¿verdad?

—Tú verás.

—Gordon, opino que eres un hombre adorable que folla como un equipo de fútbol entero, pero, si no te importa, démonos un poco más de tiempo para intentar conocernos.

—Salvar a Holly pero no a Gordon, ¿es eso?

—Parece que esté oyendo a un crío de doce años que se queja a su mamá porque está celoso de que le compre montones de regalos a su hermana y a él ninguno.

—Me has entendido perfectamente, Marie.

—Por supuesto. Y te devuelvo la pregunta: ¿crees que salvar a Marie es algo que preocupa a tus tres caballeros blancos? Para ellos soy un mero instrumento. Y puede que me convierta en un obstáculo. ¿Crees realmente que vacilarán en suprimirme si no hago su santa voluntad?

—¿Por qué corres el riesgo, entonces?

—Porque es una manía que tengo: odio que intenten hacerme entrar en un juego al que no tengo ganas de jugar. Así que voy a tratar de averiguar quiénes son exactamente esos tipos rubios. Y si llego a la conclusión de que representan el menor peligro para Holly, me encargaré de comprobar si sus abrigos blancos paran también las balas de 9 milímetros.

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