La hija del Espantapájaros (8 page)

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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: La hija del Espantapájaros
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—Y papá se corta siempre —dijo Eva.

—El mío también —dijo Birgitta, y cambiaron el dentífrico y la crema de afeitar por una de aquellas botellitas.

—¿Por qué no compras también una para tu padre, Loella? —preguntó Birgitta—. Todos los hombres se cortan. ¿O quizás el tuyo lleva barba?

—Sí.

Loella aceptó en seguida la idea de la barba para no verse obligada a comprar el producto.

—Entonces… ¡tengo una idea mucho mejor! —dijo Eva con entusiasmo—. ¡Mira! ¡Crema especial para barbas! También sirve para el cabello. Aquí dice que lo pone brillante y sedoso.

—Le vendrá muy bien —dijo Birgitta— porque tu papá tiene muchísimo pelo.

Loella las miró, sorprendida. ¿Cómo se habían enterado?

Ellas se echaron a reír. ¡El dibujo, naturalmente! El que había hecho para el Día del Padre. ¿Ya no se acordaba?

Sí, se acordaba muy bien. Tomó el tubo que sus compañeras le enseñaban y lo observó, vacilante. Se llamaba Pop-Viril.

—Es lo mejor que se fabrica. Lo decían en un anuncio que vi la última vez que fui al cine. ¡Le gustará muchísimo!

El corazón de Loella palpitaba ansiosamente. Sí, era un regalo precioso, estaba de acuerdo. La caja era muy bonita. Y el nombre: Pop-Viril Y también ponía que olía de maravilla. A ella le encantaban los buenos olores. Recordó lo bien que olía siempre la señorita Skog. Ella y papá se parecían; quizás también a papá le gustaran los buenos olores…

Pero… ¿y si no llevaba barba? Bueno, en cualquier caso, tenía pelo. Aunque no podía estar segura. Muchos padres se quedan calvos. No, pero papá no… No podía creerlo. Sin embargo, era una tontería comprar la crema. Volvió a ponerla donde estaba.

En los ojos de Eva vio una expresión de desencanto, como si una luz se hubiera apagado en ellos. Sin pensarlo más, dijo que se la llevaba. Al tomar esta valiente decisión, sintió un sobresalto en su interior, pero Eva se puso contenta de nuevo.

—Haces muy bien. Te aseguro que es un producto buenísimo —dijo muy convencida—. Lo decían en el cine.

Les hicieron los paquetes con papeles preciosos y pagaron en la caja. No fue difícil. Una chica cogía el dinero y daba las vueltas. El Pop-Viril costó cuatro coronas. Una increíble suma de dinero. Mientras Loilla contaba su cambio, se acordó de algo que le había dicho tía Adina: «Cuando des algo, no des sólo lo que te sobra, sino lo bastante para sentir que estás dando algo». Entonces, Loella se preguntaba cuándo le sobraría a ella algo. Ahora lo comprendía. Y supo lo que significaba sentir la alegría de dar.

Cuanto más pensaba en que su padre podía llegar en cualquier momento, más lo creía. Y era necesario tener un regalo preparado para él.

Estaba un poco aturdida y tenía las mejillas rojas. El Pop-Viril fue para ella una fuente de emociones mezcladas: ansiedad, confusión, culpabilidad, pero, sobre todo, esperanza y una secreta satisfacción. ¡Un regalo para papá!

—Pareces contenta. Es divertido comprar regalos de Navidad, ¿no es cierto? —dijo Birgitta.

—Sí. Ahora ya no tienes que pensar en él —dijo Eva, y las tres continuaron su animado recorrido entre los mostradores.

Pero Loella pensaba en papá mucho más que antes.

—¡Oh, qué sed tengo! Me voy a tomar un helado.

Era Eva otra vez. Siempre se le estaban ocurriendo cosas. Y Birgitta declaró que ella también quería un helado. En seguida llegaron al mostrador donde los vendían.

—¿Cuánto valen? —preguntó Loella.

—Según el tamaño. Yo quiero uno grande.

—Y yo —dijo Birgitta.

Les brillaron los ojos. Había cucuruchos pequeños, medianos y grandes. Loella estaba completamente decidida a tomar uno pequeño. No tenía nada de hambre, aseguró a sus compañeras. Pero cuando vio los dos maravillosos cucuruchos gigantes que les dieron a sus amigas, se dio cuenta de que ella también quería uno así.

¿Sería que se estaba volviendo loca? Los remordimientos cesaron al tener su helado entre las manos.

No conocía bien a Eva y Birgitta; no mucho, todavía. Pero estar junto a ellas, con el Pop-Viril en una mano y el cucurucho en la otra, en medio del gentío bullicioso, de la alegre música y las voces, lamiendo el helado lentamente para que durase más y mirándose por encima del borde del cucurucho, era una nueva experiencia; algo que valía la pena.

—El helado de nata está riquísimo, ¿verdad? —dijo Birgitta.

—¡Oh, sí! —Es el que más me gusta.

—Y a mí —dijo Eva.

—¿Cuánto te queda todavía? Vamos a medirlos.

—Todavía te queda mucho, Birgitta.

—Y a ti también, Loella.

Sí, valía la pena. En la ciudad no había sólo tristeza, como había pensado. Existían también momentos magníficos como aquél. Era necesario conocer a los demás para descubrir cuánto tenían en común. Como ahora.

De pronto supo que aunque olvidara muchas cosas de su vida allí, aquel momento quedaría siempre en su memoria.

Y por primera vez pensó que vivir en la ciudad no era tan absurdo y miserable como había creído hasta entonces.

Capítulo 11

EN cuanto Loella estuvo en su cuarto, sola, sacó el regalo para papá. Quitó cuidadosamente el papel que lo envolvía, con estrellas doradas y duendecillos que bailaban, y lo alisó con la mano. Algo de la luz y la magia de los grandes almacenes parecía emanar de él. Se quedó mirándolo un momento.

El Pop-Viril estaba en una elegante cajita de cartón, la abrió con muchas precauciones y sacó el tubo. En él estaba enrollado un papel con algo escrito. Lo desenrolló y leyó detenidamente.

Para hombres del gran mundo, decía arriba. Eso le iba a papá perfectamente. En el papel estaba dibujado un piloto en su avión; pero andar por el aire o por el mar era casi lo mismo, para el caso. Continuó leyendo.

Había minuciosas instrucciones sobre cómo aplicar la crema, cepillar, etcétera, etcétera. Y al pie de la hoja decía algo que no comprendió muy bien: Acentúa el atractivo masculino.

¿Qué querría decir? Dio vuelta a la hoja y se quedó asombrada. Había otro dibujo que representaba a un hombre y una mujer, la mujer acariciaba el cabello del hombre. Parecían tontos. Y debajo:

«Ella no puede resistir la tentación de acariciar su cabello; pero usted no se preocupe. Pop-Viril no es pegajoso. Está fabricado con sustancias tan puras como el rocío en la hierba. Pop-Viril da a su cabello la encantadora suavidad de una mano femenina…»

Una profunda arruga se marcó en el entrecejo de Loella. ¿Qué significaba aquello, exactamente? Se sentó con el papel en la mano, invadida súbitamente por una terrible inquietud. No podía ordenar sus pensamientos. Todos se juntaron en uno solo. Un pensamiento obsesionante y terrible: Papá podía haberse casado de nuevo.

Podía tener otros hijos. Quizás por eso no había sabido nada de él en tanto tiempo. ¿Qué pasaría entonces? Que no volvería más, naturalmente. La habría olvidado…

No pudo continuar sentada. Se levantó y anduvo por el cuarto, arrugó el odioso papel hasta convertirlo en una bola, lo estiró después y acabó por romperlo en pedacitos y tirarlo a la papelera. Estuvo a punto de tirar también el Pop-Viril, pero se contuvo.

Antes se lo preguntaría a Agda Lundkvist. Ella estaba enterada de todo y, si papá se había casado otra vez, seguro que lo sabía. No sería fácil tocar el tema, teniendo en cuenta la poca simpatía que Agda Lundkvist sentía por su padre. Loella nunca le había preguntado nada acerca de él. Pero ahora era imprescindible. Nadie más que ella podía decírselo.

Puso el tubo de Pop-Viril en su caja y lo escondió en el cajón, debajo de su ropa. Luego fue a vaciar la papelera. No quería que quedase el menor rastro del asqueroso papel en su cuarto.

Después de cenar corrió a casa de Agda Lundkvist. Rudolph y Conrad ya estaban acostados y Tommy chapoteaba en la bañera.

—¡Qué tarde vienes! —se sorprendió Agda Lundkvist—. Pero pasa… No sé si los mellizos estarán durmiendo. Ve a verlos mientras termino de bañar a Tommy.

En efecto, dormían. Compartían una cama grande colocada en el comedor. Tommy dormía en el cuarto de sus padres.

Estuvo un rato mirándolos. Eran encantadores. Sonreían en sus sueños, como siempre. Acarició suavemente sus cabecitas oscuras.

Entonces se acordó del Pop-Viril y suspiró con desaliento. Si papá se había casado de nuevo, lo guardaría para que Conrad y Rudolph lo usaran. Cuatro coronas no se pueden tirar así como así. Sería un pecado.

Tommy había salido del baño y daba brincos en la cama llamando a su padre. El marido de Agda Lundkvist se levantó lentamente, desde las profundidades de su cómodo sillón. Dejó el periódico que estaba leyendo y entró en el dormitorio.

Loella salía en ese momento del comedor y se encontró con él en el vestíbulo. La saludó con una sonrisa de embarazo. No se habían vuelto a ver desde el día en que ella se subió a la chimenea y le tiró la tarta de crema a la cara, pero ambos se comportaron como si nada semejante hubiera sucedido.

Era evidente que su jornada de trabajo había terminado. Se había quitado la camisa y los zapatos y andaba en calcetines. A cada momento bostezaba y se rascaba los sobacos, como si estuviera solo, y Loella decidió no quedarse allí ni un minuto más de lo imprescindible.

Agda Lundkvist salió del dormitorio mientras se oía la voz de su marido regañando a Tommy. Ese era el momento.

—¿Los niños duermen? —preguntó Agda Lundkvist.

—Sí.

—Ya me parecía. Anoche se acostaron tarde porque tuvimos visitas. ¿Quieres café?

No, no quería molestar. Dijo que había venido para preguntar qué podía regalar a Rudolph y Conrad por Navidad. Que no había sido capaz de encontrar nada a pesar de que había dado una vuelta por los almacenes.

—¿De dónde sacaste el dinero?

—Me lo mandó tía Adina —contestó Loella amablemente, aunque la pregunta la molestó, y hubiera preferido decir a Agda Lundkvist que se metiera en sus asuntos.

—¿Te refieres a esa vieja que os malcriaba tanto con sus mimos? Los mellizos están todo el tiempo nombrándola.

Loella sintió una oleada de indignación, pero pudo contenerse y no contestó.

—¿Cuánto te ha dado?

Loella se lo dijo.

—Bah, con diez coronas no se puede hacer mucho. Pero algún juguetito habrá por ese precio. Un coche, un barco… hay algunos baratos, de madera. No sé cuánto dinero mandará Iris desde América. Ahora tiene mucho. Seguramente recibiremos unos cuantos dólares por Navidad. ¿Has tenido noticias suyas?

—No.

—Yo tampoco. Iris nunca ha sido muy aficionada a escribir, pero sería interesante saber qué dice. Aunque no es para fiarse. Siempre pinta las cosas mejores de lo que son. Tiene mucha imaginación. En eso te pareces a ella. En todo lo demás eres como tu padre.

Loella dio un respingo y de pronto se hizo toda oídos. Llegaba la ocasión de preguntar lo que le interesaba.

—¿En qué me parezco a papá? —dijo, con el tono más indiferente que pudo.

Agda Lundkvist la miró, pero no contestó en seguida. Su habitual expresión del mal genio dejó lugar a otra de superioridad. Con una forzada sonrisa dijo:

—Más valdría que preguntaras qué diferencias hay entre tú y él. Sería más fácil contestarte, porque no veo ninguna. Eres clavada a él, la misma cara, el mismo carácter. Y esos ojos tan oscuros… ¡Qué le vamos a hacer! Supongo que tiene que haber gente como vosotros, aunque sólo sea para que la vida resulte un poco más insoportable a la gente normal.

Esto pretendía ser una broma y se rió de buena gana. Loella, como si no se hubiera enterado, esperaba hasta poder hacer la siguiente pregunta.

—¿Dónde está ahora papá? ¿Se ha vuelto a casar? —dijo displicentemente.

Agda Lundkvist la miró fingiendo una enorme sorpresa y otra vez soltó la carcajada, como si de repente todo le resultara enormemente cómico.

—¿Casado? ¿Si se ha casado? —rió—. ¿Quién se va a querer casar con él? No… eso no tiene ni pies ni cabeza. Tu padre es demasiado orgulloso, te lo digo yo. El muy tonto podría haber continuado con Iris, pero no… no era bastante para él. No… ¿cómo has podido pensar semejante cosa?

Aunque las palabras de Agda Lundkvist y su tono eran bastante desagradables, devolvieron la tranquilidad a Loella. Ya no necesitaba saber nada más y se marchó de prisa. El cariño que sentía por su padre iba en aumento. Nadie le quería. ¡Pero no importaba! Ella, sí.

Capítulo 12

EL tiempo pasaba. La Navidad llegó y se fue. Y lo mismo el Año Nuevo.

Loella siempre recordaría aquellas fiestas, tan distintas de las que había vivido antes.

Nunca olvidaría el ambiente de febril expectación que podía palparse en todos los sitios: los preparativos, las charlas, las idas y venidas, los regalos de Navidad.

Era muy divertido. Se había dejado llevar por el general entusiasmo, en contra de su voluntad, aunque seguía diciéndose que era absurdo esperar nada bueno de la vida en la ciudad. Pero debía confesarlo: también ella había entrado en el torbellino de aquellos días.

Y no tenía por qué lamentarlo. Recibió paquetes de mamá y de tía Adina. Mamá le mandó desde América una blusa color azul cielo, adornada con puntillas y lazos. Parecía cosa de otro mundo.

El Hogar resplandecía con velas encendidas por todas partes y les dieron una comida exquisita que nunca había probado.

Todo fue mejor de lo que esperaba.

Pero la víspera de Navidad, por la noche, cuando fue a acostarse, en el silencio y la soledad —Mona se había marchado a pasar las fiestas con su familia— no pudo evitar acordarse de su hogar. Se había divertido y sentía como si hubiera traicionado al mundo de los bosques que había dejado atrás. Como mamá en América.

Tenía mala conciencia. Decidió pasar por alto esta Navidad. O quizás sí podía recordarla, pero como un día de fiesta cualquiera.

Sí, la Navidad llegó y se fue. Y pasó el tiempo. Empezaron otra vez las clases después de las vacaciones y Mona regresó. No sería cierto decir que Loella la echó de menos cuando se fue, pero tampoco se sintió tan molesta como suponía al verla de nuevo. Pensar en Mona le ayudaba a ahuyentar muchos pensamientos tristes. Donde ella estaba, siempre pasaba algo. Y aunque pocas veces se quedaba en la habitación, tenía una rara habilidad para que igualmente se sintiera su presencia. Las paredes, junto a su cama, estaban cubiertas de fotos de artistas, cantantes, bailarines, que recortaba de las revistas. Y sus cosas estaban desparramadas por todas partes. La mesa se había convertido en un tocador. Siempre le estaban diciendo que la ordenara y ella lo hacía, pero en seguida volvía a estar revuelta. Loella empezó a acostumbrarse al desorden y hasta llegó a encontrarlo especialmente cómodo.

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