La Historia del señor Sommer (8 page)

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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Cuento

BOOK: La Historia del señor Sommer
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Yo corría en la noche que empezaba, inclinado sobre el manillar, en tercera. El viento de la marcha me silbaba en los oídos, hacía fresco, humedad y, de vez en cuando, olía a humo.

Aproximadamente a la mitad del trayecto —en este punto la carretera se alejaba un poco del lago para rodear una gravera detrás de la que empezaba el bosque— saltó la cadena. Por desgracia era un contratiempo frecuente, debido a un defecto del cambio de marchas que, por lo demás, funcionaba a la perfección: un muelle flojo que no tensaba la cadena. Yo había pasado tardes enteras tratando de resolver el problema, sin resultado. De modo que paré, bajé y me incliné sobre la rueda trasera, para soltar la cadena que había quedado aprisionada entre la corona dentada y el cuadro, y hacerla engranar otra vez moviendo los pedales. Estaba tan familiarizado con la operación que podía realizarla sin dificultad incluso a oscuras. Lo malo era que te ensuciabas los dedos de grasa. Por lo tanto, después de poner en su sitio la cadena, crucé al lado del lago para limpiarme las manos en las grandes hojas secas de un arce. Al doblar las ramas hacia abajo, pude ver todo el lago. Parecía un espejo grande y claro. Y, al borde del espejo, estaba el señor Sommer.

En un primer momento, me pareció que no llevaba zapatos. Después vi que el agua le cubría las botas y que estaba a un par de metros de la orilla, de espaldas a mí, mirando hacia el oeste, hacia la otra orilla donde, detrás de las montañas, aún quedaba una franja de luz de un blanco amarillento. Estaba plantado como un poste, una silueta oscura que se recortaba en el claro espejo del lago, con su largo bastón ondulado en la mano derecha y el sombrero de paja en la cabeza.

Y entonces, de pronto, echó a andar. Paso a paso, moviendo el bastón adelante y atrás para darse impulso, el señor Sommer entraba en el lago como si caminara sobre terreno seco, con su andar presuroso y decidido, en línea recta hacia el oeste. En este lugar, el lago tiene muy poca pendiente. Ya había recorrido veinte metros y el agua todavía le llegaba a la cadera; cuando le llegó al pecho, él ya estaba a más de un tiro de piedra de la orilla, y seguía andando, con un paso que ahora el agua hacía más lento, pero sin detenerse, sin vacilar ni un momento, decidido, como si estuviera ansioso por llegar al agua profunda, y hasta tiró el bastón y remó con los brazos.

Yo le miraba desde la orilla con los ojos redondos y la boca abierta, supongo que con la cara que se te pone cuando te cuentan algo apasionante. No estaba asustado, sino más bien pasmado ante lo que veía, fascinado, sin comprender la enormidad del acto, desde luego. Al principio, pensé que el señor Sommer estaría buscando algo que se le había caído al agua, pero ¿quién se metería en el agua a buscar algo con las botas puestas? Luego, cuando echó a andar, pensé que iba a darse un baño, pero ¿quién tomaría un baño completamente vestido, de noche y en octubre? Y, finalmente, cuando se adentraba en el agua, tuve el absurdo pensamiento de que pretendía cruzar el lago a pie —no nadando—; ni un segundo pensé en que fuera a nadar: el señor Sommer y la natación no concordaban. Cruzar el lago a pie, caminando por el fondo, a cien metros de profundidad, cinco kilómetros hasta la otra orilla.

Ahora el agua le llegaba a los hombros, ahora, al cuello… y él seguía avanzando, lago adentro. Y entonces volvía a asomar el cuerpo fuera del agua, como si creciera, al encontrar una elevación del fondo. El agua le llegaba otra vez a los hombros y él seguía adelante, sin detenerse, y volvía a hundirse, hasta el cuello, hasta la nuez, hasta la barbilla… y hasta entonces no empecé a sospechar lo que ocurría, pero no me moví, no grité: «¡Señor Sommer! ¡Deténgase! ¡Vuelva!», ni eché a correr en busca de ayuda; no miré si había por allí un bote, una balsa, un colchón neumático; ni un momento aparté la mirada de aquel puntito que se hundía a lo lejos.

Y entonces, de pronto, desapareció. En el agua sólo quedaba el sombrero de paja. Y después de un tiempo espantosamente largo, quizá medio minuto, quizá un minuto entero, subieron a la superficie unas burbujas grandes; luego, nada más. Sólo aquel sombrero ridículo que ahora, lentamente, flotaba hacia el suroeste. Yo me quedé mirándolo mucho rato, hasta que desapareció a lo lejos entre la bruma.

6

Pasaron dos semanas antes de que alguien notara la desaparición del señor Sommer. La primera en darse cuenta fue la mujer del pescador Riedl, preocupada por el cobro del alquiler de su buhardilla. Como, al cabo de dos semanas, el señor Sommer siguiera sin aparecer, ella se lo dijo a la señora Stanglmeier y la señora Stanglmeier lo comentó con la señora Hirt, quien, a su vez, preguntó por él a sus clientes. Pero nadie había visto al señor Sommer ni sabía su paradero, y al cabo de otras dos semanas, el pescador Riedl decidió denunciar su desaparición a la policía. Varias semanas después, en la sección local del periódico, apareció un pequeño anuncio con una vieja foto de pasaporte en la que nadie hubiera reconocido al señor Sommer con aquella cabellera negra, la cara joven, la mirada franca y una sonrisa de seguridad, casi de audacia, en los labios. Y, al pie de la foto, se pudo leer por primera vez el nombre completo del señor Sommer: Maximilian Ernst Ägidius Sommer.

Durante algún tiempo, el señor Sommer y su misteriosa desaparición fueron tema de conversación cotidiana en el pueblo.

—Será que ha acabado de volverse loco —decían muchos—, se ha perdido y no sabe volver. Seguramente, ha olvidado hasta cómo se llama y dónde vive.

—Quizá haya emigrado —decían otros—. Al Canadá o a Australia, porque, con su claustrofobia, Europa se le había quedado pequeña.

—Se ha extraviado en las montañas y habrá caído por un precipicio —decían los de más allá.

A nadie se le ocurrió pensar en el lago.

Y, antes de que el periódico amarilleara, el señor Sommer estaba olvidado. Nadie volvió a echarlo de menos. La señora Riedl amontonó sus cuatro bártulos en un rincón del sótano, y desde entonces alquilaba la habitación a veraneantes. Pero ella no los llamaba «veraneantes»
[6]
porque le parecía raro. Decía: «gente de la ciudad» o «forasteros».

Yo callaba. No dije nada. Aquella noche, en que llegué a casa con considerable retraso y tuve que oír el sermón sobre el pernicioso efecto de la televisión, no dije ni palabra. Después, tampoco. Ni a mi hermana, ni a mi hermano, ni a la policía, ni siquiera a Cornelius Michel le he dicho ni media palabra.

No sé qué puede haberme hecho callar con semejante obstinación durante tanto tiempo… pero no creo que fuera miedo, ni pesar, ni remordimiento. Más bien el recuerdo de aquel quejido que oí en el bosque, aquel temblor de sus labios bajo la lluvia, aquella súplica: «¡Bueno, pues déjenme en paz!», el mismo recuerdo que me hizo callar cuando vi al señor Sommer hundirse en el agua.

Notas

[1]
Sommer, en alemán, significa
“verano” (N. del E.)

[2]
Todavía hoy, cuando, en momentos de confusión, no sé cuál es la mano derecha o la izquierda, me atengo a esta infalible referencia. Imagino un manillar de bicicleta, acciono mentalmente el freno y me siento perfectamente orientado. Yo nunca montaría en una bicicleta que tuviera frenos a los dos lados del manillar o —¡peor todavía!— que lo llevara sólo a la izquierda.

[3]
¡Descontando la resistencia del aire!

[4]
Naturalmente, no saqué siete decimales mientras estaba sentado en la rama, sino mucho después, con ayuda de una calculadora de bolsillo. En aquella época sólo conocía de oídas las leyes de la caída, no con su significado exacto ni sus fórmulas matemáticas. Mis cálculos de entonces se limitaron a la estimación de la altura de la caída y a la suposición, apoyada en varias experiencias personales, de que el tiempo de caída sería relativamente largo y la violencia del choque muy grande.

[5]
Había un solo día en el año en el que la televisión no estropeaba la vista ni fomentaba la estupidez: era a primeros de julio, el día en que, desde el hipódromo de Hamburg-Horn, se retransmitía el Derby alemán. En aquella ocasión, mi padre se ponía una chistera gris, cogía el coche y se iba a Obernsee, a casa de la familia Michel, a mirar la retransmisión.

[6]
En alemán,
Sommergäste (N. del E.)

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