La Historiadora (45 page)

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Authors: Elizabeth Kostova

BOOK: La Historiadora
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Esta vez su sonrisa fue más triste que luminosa. Otra vez los otomanos, pensé. Qué listos eran, y crueles, una extraña mezcla de refinamiento estético y tácticas bárbaras. En 1541 ya hacía más de un siglo que dominaban Estambul. Recordar esto me dio una idea de su formidable fuerza, el poder desde el cual habían extendido sus tentáculos por toda Europa, y sólo se detuvieron a las puertas de Viena. La resistencia que les había opuesto Vlad Drácula, como muchos de sus compatriotas cristianos, había sido la lucha de un David contra un Goliat, con mucho menos éxito que David. Por otra parte, el esfuerzo de los nobles en la Europa del Este y los Balcanes, no sólo en Valaquia sino también en Hungría, Grecia y Bulgaria, por nombrar sólo unos cuantos países, había acabado a la larga con la ocupación otomana. Helen consiguió transmitir todo esto a mi cerebro, y me dejó, cuando lo reflexioné, cierta perversa admiración por Drácula. Debía saber que su desafío a las fuerzas turcas estaba condenado al fracaso a corto plazo, pero había luchado casi toda su vida por liberar su territorio de invasores.

—Era la segunda vez que los turcos ocupaban esta región. —Helen bebió su café y lo dejó sobre la mesa con un suspiro de satisfacción, como si le supiera mejor que cualquier cosa en el mundo—. János Hunyadí los venció en Belgrado en 1456. Es uno de nuestros grandes héroes, junto con el rey István y el rey Matías Corvino, quien construyó el nuevo castillo y la biblioteca de la que te he hablado. Cuando mañana a mediodía oigas repicar todas las campanas de las iglesias, recuerda que es por la victoria de Hunyadi hace siglos. Aún doblan por él cada día.

—Hunyadi —dije en tono pensativo—. Creo que lo mencionaste la otra noche. ¿Dices que la victoria fue en 1456?

Nos miramos. Cada fecha que abarcaba la vida de Drácula se había convertido en una especie de señal para nosotros.

—Se hallaba en Valaquia en aquel tiempo —dijo Helen en voz baja. Yo sabía que no se refería a Hunyadi, porque también habíamos acordado no pronunciar el nombre de Drácula en público.

Tía Eva era demasiado lista para que nuestro silencio, o una simple barrera idiomática, la engañara.

—¿Hunyadi? —preguntó, y añadió algo en húngaro.

—Mi tía quiere saber si te interesa en especial el período en que vivió Hunyadi —explicó Helen.

Yo no sabía muy bien qué decir, así que contesté que me interesaba todo lo concerniente a la historia de Europa. Este comentario mereció una mirada sutil, casi un fruncimiento de ceño, por parte de tía Eva, y me apresuré a distraerla.

—Haz el favor de preguntar a la señora Orbán si yo también puedo hacerle alguna pregunta.

—Por supuesto.

La sonrisa de Helen dio la impresión de tomar en consideración tanto mi petición como mi motivo. Cuando tradujo a su tía, la señora Orbán se volvió hacia mí con elegante cautela.

—Me estaba preguntando si lo que se dice en Occidente acerca de la actual corriente liberal en Hungría es cierto —dije.

Esta vez la cara de Helen también expresó cautela, y pensé que iba a recibir una de sus famosas patadas por debajo de la mesa, pero su tía ya estaba asintiendo e indicándole por gestos que tradujera. Después, se volvió hacia mí con una sonrisa indulgente, y su respuesta fue diplomática.

—Aquí en Hungría siempre hemos valorado nuestra forma de vida, nuestra independencia.

Por eso los períodos de dominación otomana y austriaca fueron tan difíciles para nosotros.

El verdadero gobierno de Hungría siempre ha servido a las necesidades de su pueblo.

Cuando nuestra revolución sacó a los trabajadores de la opresión y la pobreza, estábamos afirmando nuestro modo de hacer las cosas. —Su sonrisa se ensanchó aún más, y lamenté no saber leerla mejor—. El Partido Comunista húngaro siempre está en armonía con los tiempos.

—Por tanto, ¿cree que Hungría está floreciendo bajo el Gobierno de Imre Nagy?

Desde que había llegado a la ciudad me había preguntado qué cambios había llevado al país la administración del nuevo, y sorprendentemente liberal, primer ministro, desde que había sustituido al primer ministro Rákosi, comunista de la línea dura, el año anterior, y si disfrutaba del apoyo popular que afirmaban los periódicos de nuestro país. Helen tradujo un poco nerviosa, me pareció, pero la sonrisa de tía Eva no se movió de su boca.

—Veo que está al corriente de los acontecimientos, joven.

—Siempre me ha interesado la política internacional. Creo que el estudio de la historia debería prepararnos para comprender el presente antes que para escapar de él.

—Muy sabio. Bien, pues, para satisfacer su curiosidad, le diré que Nagy goza de una gran popularidad entre nuestro pueblo, y está llevando a cabo reformas en la línea de nuestra gloriosa historia.

Tardé otro momento en comprender que tía Eva no estaba diciendo nada y otro en reflexionar sobre la estrategia diplomática que le había permitido mantener su cargo en el Gobierno durante el período controlado por los soviéticos y el de las reformas pro húngaras. Fuera cual fuera su opinión personal acerca de Nagy, él era ahora quien controlaba el Gobierno que le daba empleo. Tal vez gracias a la apertura del régimen había podido ella, una alta funcionaria del Gobierno, llevar a un estadounidense a cenar. El brillo de sus hermosos ojos oscuros podía ser de aprobación, aunque yo no estaba seguro, y mi suposición era correcta, tal como supe más adelante.

—Y ahora, amigo mío, hemos de permitirle que duerma un poco antes de su gran conferencia. Ardo en deseos de escucharle, y le daré después mi opinión —tradujo Helen.

Tía Eva me dedicó un ademán cariñoso y no pude reprimir una sonrisa. El camarero se materializó a su lado como si la hubiera oído. Hice un débil intento de pedir la cuenta, aunque ignoraba cuál era la etiqueta apropiada, e incluso si había cambiado moneda suficiente en el aeropuerto para pagar aquella estupenda cena. Si había cuenta, no obstante, desapareció antes de que la viera, y tampoco vi que nadie la pagara. Sostuve la chaqueta de tía Eva para que se la pusiera en el guardarropa, en dura refriega con el jefe de comedor, y volvimos al coche que nos aguardaba.

Al pie de aquel espléndido puente, Eva murmuró unas palabras y el chófer detuvo el coche.

Bajamos y contemplamos el resplandor de Pest y las aguas oscuras y onduladas. El viento era un poco más frío que antes, acuchillaba mi cara después del aire tibio de Estambul, e intuí la inmensidad de las llanuras de Europa Central al otro lado del horizonte. Era una escena que toda mi vida había deseado ver. Apenas podía creer que estuviera mirando las luces de Budapest.

Tía Eva dijo algo en voz baja y Helen tradujo.

—Nuestra ciudad siempre será grande.

Más adelante recordé muy bien aquella frase, casi dos años después, cuando descubrí hasta qué punto estaba comprometida Eva Orbán con el nuevo Gobierno reformista: tanques soviéticos mataron a sus dos hijos adultos en una plaza pública durante el levantamiento de los estudiantes húngaros en 1956, y Eva huyó al norte de Yugoslavia, donde desapareció entre las aldeas con quince mil refugiados húngaros más, huidos del Estado títere ruso.

Helen le escribió muchas veces, insistió en que nos dejara intentar traerla a Estados Unidos, pero Eva se negó incluso a solicitar la emigración. Traté otra vez, hace unos años, de encontrar su rastro, pero sin éxito. Cuando perdí a Helen, también perdí el contacto con tía Eva.

40

Desperté a la mañana siguiente y me descubrí mirando aquellos querubines dorados sobre mi dura cama, y por un momento fui incapaz de recordar dónde estaba. Fue una sensación desagradable. Me sentía a la deriva, más lejos de casa de lo que nunca había imaginado, incapaz de recordar si me hallaba en Nueva York, Estambul, Budapest o en alguna otra ciudad. Era como si hubiera sufrido una pesadilla justo antes de despertar. Un dolor en el corazón me recordó la ausencia de Rossi, una sensación que solía experimentar nada más despertarme, y me pregunté si el sueño me había conducido a algún sombrío lugar donde le encontraría si me quedaba el tiempo suficiente.

Descubrí a Helen desayunando en el comedor del hotel con un periódico húngaro desplegado delante de ella (ver el idioma impreso me desesperó, pues no podía comprender ni una sola palabra de los titulares), y ella me saludó con la mano, risueña. La combinación de mi sueño perdido, aquellos titulares y la conferencia cada vez más cercana debió retratarse en mi cara, porque me dirigió una mirada inquisitiva cuando me acerqué.

—Qué expresión más triste. ¿Has estado pensando de nuevo en las crueldades de los otomanos?

—No, sólo en congresos internacionales.

Me senté y me serví de su cesta de panecillos, además de procurarme una servilleta blanca.

El hotel, pese a su estado de dejadez, parecía especializado en manteles inmaculados. Los panecillos acompañados de mantequilla y mermelada de fresas eran excelentes, al igual que el café, que apareció unos minutos más tarde. Nada de amarguras en este caso.

—No te preocupes —dijo Helen en tono tranquilizador—. Vas a...

—¿Dejarlos patidifusos? —sugerí. Ella rió.

—Estás mejorando mi inglés —dijo—. O destruyéndolo quizá.

—Tu tía me dejó impresionado.

Unté de mantequilla otro panecillo.

—Ya me di cuenta.

—Dime, Si no es una indiscreción, claro está, ¿cómo consiguió alcanzar una posición tan encumbrada habiendo llegado de Rumanía?

Helen bebió su café.

—Fue un accidente del destino, diría yo. Su familia era muy pobre. Eran transilvanos que vivían de un pequeño pedazo de tierra en un pueblo que, según me han dicho, ya no existe.

Mis abuelos tenían nueve hijos y Eva era la tercera de los hermanos. La enviaron a trabajar cuando tenía seis años, porque necesitaban dinero y no podían alimentarla. Trabajaba en la villa de unos húngaros ricos, propietarios de todas las tierras que rodeaban el pueblo. Había muchos terratenientes húngaros en aquella zona entre ambas guerras mundiales. Los sorprendió el cambio de fronteras posterior al Tratado del Trianón.

Asentí.

—¿Fue cuando reorganizaron las fronteras después de la Primera Guerra Mundial?

—Muy bien. Eva trabajaba para esa familia desde que era muy pequeña. Me ha dicho que eran muy bondadosos con ella. Algunos domingos la dejaban ir a casa, para que no se distanciara de los suyos. Cuando tenía diecisiete años, la gente para la que trabajaba decidió regresar a Budapest y llevarla con ellos. Allí conoció a un joven, un periodista y revolucionario llamado János Orbán. Se enamoraron y se casaron, y él sobrevivió a su servicio militar durante la guerra. —Helen suspiró—. Muchos jóvenes húngaros murieron en toda Europa durante la Gran Guerra y fueron enterrados en fosas comunes de Polonia, Rusia... En cualquier caso, Orbán conquistó el poder con la coalición gubernamental después de la guerra, y nuestra gloriosa revolución le recompensó con un puesto en el gabinete. Después murió en un accidente de automóvil, y Eva crió a sus hijos y continuó su carrera política. Es una mujer asombrosa. Nunca he sabido muy bien cuáles son sus convicciones personales. A veces tengo la sensación de que guarda una distancia emocional de toda creencia política, como si sólo fuera una profesión. Creo que mi tío era un hombre apasionado, un seguidor convencido de la doctrina leninista y admirador de Stalin, antes de que se conocieran sus atrocidades. No puedo decir que mi tía sea igual, pero se ha labrado una carrera admirable. Sus hijos, como resultado, han gozado siempre de todos los privilegios posibles y ella ha utilizado su poder para ayudarme a mí también, como ya te he dicho.

Yo estaba escuchando con gran atención.

—¿Cómo fue que tu madre y tú vinisteis aquí?

Helen volvió a suspirar.

—Mi madre es doce años menor que Eva —dijo—. Siempre fue la favorita de mi tía entre sus hermanos pequeños, y sólo tenía cinco años cuando Eva se fue a Budapest. Después, cuando mi madre tenía diecinueve y aún era soltera, se quedó embarazada. Tenía miedo de que sus padres y la gente del pueblo se enteraran. En una cultura tan tradicional, habría corrido el peligro de ser expulsada, y hasta de morir de hambre. Escribió a Eva para pedirle ayuda, y mis tíos le pagaron el viaje a Budapest. Mi tío fue a buscarla a la frontera, que estaba muy vigilada, y la llevó a la ciudad. Mi tía dijo en una ocasión que mi tío había pagado un soborno considerable a las autoridades fronterizas. Los húngaros odiaban a los transilvanos, sobre todo después del Tratado de Trianón. Mi madre me dijo que mi tío se había ganado su devoción más absoluta. No sólo la rescató de una situación terrible, sino que nunca permitió que padeciera discriminación alguna debido a su nacionalidad. Se le rompió el corazón cuando él murió. Era la persona que la había traído a Hungría, que le había dado una nueva vida.

—¿Y después naciste tú? —pregunté en voz baja.

—Y después nací yo, en un hospital de Budapest, y mis tíos contribuyeron a mi educación.

Vivimos con ellos hasta que fui al instituto. Eva nos llevó al campo durante la guerra y encontró comida para todos, aún no sé cómo. Mi madre también se educó aquí y aprendió húngaro. Siempre se negó a enseñarme rumano, aunque a veces la he oído hablar en sueños en su idioma natal. —Me dirigió una mirada amarga—. Ya ves a qué redujo nuestras vidas tu amado Rossi —dijo, y torció la boca—. De no haber sido por mis tíos, mi madre habría muerto sola en algún bosque de la montaña y los lobos la habrían devorado. A las dos en realidad.

—Yo también estoy agradecido a tus tíos —dije, y después, temeroso de su mirada sardónica, me apresuré a servirle más café de la cafetera metálica que había a mi lado.

Helen no contestó, y al cabo de un momento sacó unos papeles de su bolso.

—¿Repasamos la conferencia una vez más?

El sol de la mañana y el frío aire del exterior representaban una amenaza para mí. Mientras caminábamos hacia la universidad, sólo podía pensar en que se estaba acercando el momento, y a marchas forzadas, en que debía pronunciar mi conferencia. Sólo había dado una conferencia antes, una presentación conjunta con Rossi el año anterior, cuando había organizado un congreso sobre el colonialismo holandés. Cada uno había escrito la mitad de la conferencia. Mi mitad había sido un patético intento de destilar en veinte minutos lo que yo creía que iba a ser mi tesis antes de haber escrito una sola palabra de ella. La de Rossi había sido un brillante y amplio tratado sobre la herencia cultural de los Países Bajos, el poderío estratégico de la marina holandesa y la naturaleza del colonialismo. Pese a mi sensación general de insuficiencia en lo tocante a todo el tema, me halagó que me incluyera. También me sentí apoyado durante toda la experiencia por su rotunda y segura presencia a mi lado en el estrado, su cordial palmada en el hombro cuando le pasé el testigo. Hoy estaría solo. La perspectiva era deprimente, cuando no aterradora, y sólo pensar en cómo se las habría arreglado Rossi me tranquilizaba un poco.

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