Read La Historiadora Online

Authors: Elizabeth Kostova

La Historiadora (61 page)

BOOK: La Historiadora
10.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Se hizo un profundo silencio cuando Turgut terminó. Se pasó una mano inquieta por la melena plateada. Helen y yo nos miramos.

—¿El año 6985? —dije por fin—. ¿Qué significa eso?

—Los documentos medievales se fechaban calculando la fecha de la creación según el Génesis —explicó Helen.

—Sí —asintió Turgut—. El año 6985, según los cálculos modernos, corresponde a 1477.

No pude reprimir un suspiro.

—Es una carta muy gráfica, y expresa una gran preocupación por algo. Pero ésa no es mi especialidad —dije con pesar—. La fecha me lleva a sospechar alguna relación con el pasaje que el señor Aksoy descubrió previamente. Pero ¿qué pruebas tenemos de que el monje que escribió esta carta venía de los Cárpatos? ¿Por qué crees que está relacionada con Vlad Drácula?

Turgut sonrió.

—Excelentes preguntas, como de costumbre, mi joven dubitativo. Deja que intente >contestarlas. Como ya te he dicho, Selim conoce la ciudad muy bien, y cuando descubrió esta carta y se dio cuenta de que nos podía ser útil, se la enseñó a un amigo que es el conservador de la antigua biblioteca del monasterio de Santa Irene, que todavía existe. Este amigo se la tradujo al turco, y se interesó mucho por la carta porque hablaba de su monasterio. Sin embargo, no encontró en su biblioteca ninguna documentación relativa a tal visita en 1477. O no se guardó constancia, o los documentos desaparecieron hace mucho tiempo.

—Si la misión que describe era secreta y peligrosa —indicó Helen—, no creo que dejaran pruebas escritas de la misma.

—Muy cierto, querida madame —Turgut asintió con su cabeza mirándola—. En cualquier caso, el amigo de Selim nos ayudó en un asunto importante: investigó las crónicas más antiguas de la iglesia y descubrió que el abad a quien iba dirigida esta carta, Maxim Eupraxius, fue un gran abad del monte Azos en los últimos años de su vida. Pero en 1477, cuando le escribieron esta carta, era abad del monasterio del lago de Snagov.

Turgut pronunció estas últimas palabras con énfasis triunfal. Guardamos silencio unos momentos, muy emocionados. Por fin, Helen lo rompió.

—«Somos hombres de Dios, hombres de los Cárpatos» —murmuró.

—¿Perdón?

Turgut la miró con renovado interés.

—¡Sí! —Repetí la última parte—: «Hombres de los Cárpatos». Es de una canción, una canción popular rumana que Helen descubrió en Budapest.

Les describí la hora que habíamos pasado examinando cancioneros antiguos en la biblioteca de la universidad de Budapest, la hermosa xilografía de la parte superior de la página, que reproducía un dragón y una iglesia escondida en una arboleda. Las cejas de Turgut se enarcaron casi hasta el nacimiento del pelo cuando expliqué esto, y busqué a toda prisa entre mis papeles.

—¿Dónde la habré metido?

Un momento después, había encontrado mi traducción escrita entre las carpetas de mi maletín (¡Dios, si algún día perdía este maletín!, pensé) y se la leí en voz alta, callando de vez en cuando para que Turgut la tradujera a Selim y la señora Bora.

Llegaron a las puertas, llegaron a la gran ciudad.

Llegaron a la gran ciudad desde el país de la muerte.

«Somos hombres de Dios, hombres de los Cárpatos.

Somos monjes y hombres santos, pero sólo traemos malas noticias.

Traemos noticias de una epidemia en la gran ciudad.

Servíamos a nuestro amo, y venimos a llorar por su muerte.»

Llegaron a las puertas y la ciudad lloró con ellos

cuando entraron.

—Dioses, qué peculiar y aterrador —dijo Turgut—. ¿Todas las canciones de su patria son así, madame?

—Sí, casi todas —rió Helen. Me di cuenta de que, debido a la emoción, había olvidado durante dos minutos que estaba sentada a mi lado. Me obligué con grandes dificultades a no apoderarme de su mano, a no mirar su sonrisa o el mechón de pelo oscuro que caía sobre su mejilla.

—Y nuestro dragón, escondido entre los árboles... Tiene que existir una relación.

—Ojalá la hubiera encontrado —suspiró Turgut. Después dio una palmada sobre la mesa de latón, tan fuerte que nuestras tazas vibraron. Su esposa apoyó una mano cariñosa sobre su brazo, y él la palmeó para tranquilizarla—. No, mira: ¡la epidemia!

Se volvió hacia Selim e intercambiaron una andanada de frases en turco.

—¿Qué? —Helen tenía los ojos entornados a causa de la concentración—. ¿La epidemia de la canción?

—Sí, querida mía. —Turgut se alisó el pelo con la mano—. Además de la carta, descubrimos otro dato sobre Estambul en este período exacto, algo que mi amigo Aksoy ya sabía. A finales del verano de 1477, en la época más calurosa, se produjo lo que nuestros historiadores llaman la Pequeña Epidemia. Se cobró muchas vidas en el barrio de Pera, que ahora se llama Galata. Antes de quemar los cadáveres se les atravesó el corazón con una estaca. Se trata de algo poco común, dice, porque por lo general los cadáveres de los menos afortunados se quemaban fuera de la ciudad para impedir posteriores infecciones. Pero fue una epidemia breve y no mató a mucha gente.

—¿Crees que estos monjes, en el caso de que fueran los mismos, trajeron la epidemia a esta ciudad?

—No lo sabemos, por supuesto —admitió Turgut—, pero si tu canción describe al mismo grupo de monjes...

—He estado pensando en algo. —Helen bajó su taza—. No recuerdo, Paul, si te he hablado de esto, pero Vlad Drácula fue uno de los primeros estrategas militares de la historia en utilizar... ¿Cómo se dice? ¿Enfermedades en la guerra?

—Armas bacteriológicas —aclaré—. Me lo dijo Hugh James.

—Sí. —Dobló las piernas bajo el cuerpo—. Durante las invasiones de Valaquia llevadas a cabo por el sultán, a Drácula le gustaba enviar enfermos de peste o viruela disfrazados de turcos a los campamentos otomanos. Contagiaban a la mayor cantidad de gente posible antes de morir allí.

De no haber sido tan macabro, habría sonreído. El príncipe de Valaquia era tan creativo como destructivo, un enemigo inteligente en grado sumo. Un segundo después me di cuenta de que había pensado en él en tiempo presente.

—Entiendo. —Turgut asintió—. Quiere decir que este grupo de monjes, si eran los mismos, trajeron la peste desde Valaquia.

—De todos modos, eso no explica una cosa. —Helen frunció el ceño—. Si algunos estaban enfermos de peste, ¿por qué les permitió quedarse el abad de Santa Irene?

—Eso es cierto, madame —admitió Turgut—. Aunque puede que no se tratara de la peste, sino de otra especie de epidemia... Pero no hay forma de saberlo.

Todos nos quedamos frustrados, mientras reflexionábamos sobre esto.

—Muchos monjes ortodoxos cruzaron Constantinopla en peregrinaje incluso después de la conquista —dijo por fin Helen—. Tal vez era un simple grupo de peregrinos.

—Pero estaban buscando algo que, por lo visto, no habían encontrado en su peregrinaje, al menos en Constantinopla —indiqué—. El hermano Kiril dice que van a ir a Bulgaria disfrazados de peregrinos, como si en realidad no lo fueran. Al menos eso es lo que parece insinuar.

Turgut se rascó la cabeza.

—El señor Aksoy ha pensado sobre esto —dijo—. Me explica que la gran mayoría de reliquias cristianas guardadas en las iglesias de Constantinopla fueron destruidas o robadas durante la invasión: iconos, cruces, huesos de santos. Ciertamente que no había tantos tesoros en 1453 como en la época en que Bizancio era un gran poder, porque los objetos antiguos más bellos fueron robados durante la cruzada latina de 1204, no les quepa duda, y trasladados a Roma, Venecia y otras ciudades de Occidente. —Turgut extendió las manos en un gesto de desaprobación—. Mi padre me habló de los maravillosos caballos de la basílica de San Marcos de Venecia, que habían sido robados de Bizancio por los cruzados.

Los invasores cristianos eran tan malvados como los otomanos. En cualquier caso, amigos míos, durante la invasión de 1453, algunos tesoros de la catedral se ocultaron y algunos fueron sacados de la ciudad antes del asedio del sultán Mehmet, escondidos en monasterios o transportados en secreto a otros países. Si nuestros monjes eran peregrinos, tal vez llegaron a la ciudad con la esperanza de ver un objeto sagrado, pero descubrieron que había desaparecido. Tal vez lo que les contó el abad del segundo monasterio fue la historia de un gran icono que habían trasladado a Bulgaria. Pero no hay forma de saberlo a partir de esta carta.

—Ahora entiendo por qué quieres que vayamos a Bulgaria. —dije. Reprimí de nuevo la urgencia de estrechar la mano de Helen—. Si bien no se me ocurre cómo podremos averiguar más datos de esta historia cuando lleguemos allí, ni cómo entraremos. ¿Estás seguro de que no hay otro lugar de Estambul que deberíamos investigar?

Turgut meneó la cabeza con aire sombrío y levantó su taza de café olvidada.

—He utilizado todos los canales que se me han ocurrido, incluidos algunos, lamento decirlo, de los que no puedo hablar. El señor Aksoy ha investigado en todas partes, en los libros de su propiedad, en las bibliotecas de sus amigos, en los archivos universitarios. He hablado con todos los historiadores que he podido localizar, incluyendo uno que estudia los cementerios de Estambul. Ya has visto nuestros hermosos cementerios. No hemos encontrado ninguna mención al entierro de un extranjero fuera de lo corriente en ese período. Tal vez hemos pasado por alto algo, pero no sé dónde más buscar en poco tiempo.

—Nos miró muy serio—. Sé que sería muy difícil para vosotros ir a Bulgaria. Lo haría yo, pero todavía sería más difícil para mí, amigos míos. Como turco, ni siquiera podría asistir a un congreso académico. Nadie odia más a los descendientes del imperio otomano que los búlgaros.

—Oh, los rumanos hacen lo que pueden —le tranquilizó Helen, pero suavizó sus palabras con una sonrisa que arrancó una carcajada a Turgut.

—Pero... Dios mío. —Me recliné contra los almohadones del diván, porque me sentía invadido por una de esas oleadas de irrealidad que cada vez me asaltaban con más frecuencia—. No veo cómo podemos hacerlo.

Turgut se inclinó hacia delante y dejó frente a mí la traducción de la carta del monje.

—Él tampoco lo supo.

—¿Quién? —gruñí.

—El hermano Kiril. Escucha, amigo mío, ¿cuándo desapareció Rossi?

—Hace más de dos semanas —admití.

—No hay tiempo que perder. Sabemos que Drácula no está en su tumba de Snagov.

Creemos que no fue enterrado en Estambul. Pero... —dio unos golpecitos sobre el papel— aquí tenemos una prueba. De qué, no lo sabemos, pero en 1477 alguien del monasterio de Snagov fue a Bulgaria... o lo intentó. Vale la pena averiguar por qué. Si no encuentras nada, al menos lo habrás intentado. Después podrás volver a casa y llorar a tu mentor con el corazón limpio, y nosotros, tus amigos, honraremos eternamente tu valor. Pero si no lo intentas, siempre te harás preguntas y sufrirás sin encontrar alivio.

Levantó la traducción otra vez y pasó un dedo por encima, y después leyó en voz alta.

—«Es muy peligroso para nosotros demorarnos incluso un día, y estaremos más seguros atravesando las tierras de los infieles que aquí.» Guarda esto en tu maletín, amigo mío. Esta copia es para ti. También está la copia en eslavo, que el religioso amigo del señor Aksoy ha escrito.

Turgut se inclinó hacia delante.

—Además, he averiguado que hay un estudioso en Bulgaria al que puedes pedir ayuda. Se llama Anton Stoichev. Mi amigo Aksoy admira mucho su trabajo, que se ha publicado en muchos idiomas. —Selim Aksoy asintió cuando oyó el nombre—. Stoichev sabe más sobre los Balcanes en la Edad Media que cualquier otro ser vivo, en especial sobre Bulgaria. Vive cerca de Sofía. Has de preguntar por él.

De pronto, Helen se apoderó de mi mano delante de todos, lo cual me sorprendió. Había pensado que guardaríamos nuestra relación en secreto, incluso estando, entre amigos. Vi que la mirada de Turgut siguió aquel breve movimiento. Las arrugas que rodeaban sus ojos y boca se hicieron más profundas, y la señora Bora nos sonrió sin ambages, al tiempo que enlazaba sus manos juveniles alrededor de las rodillas. Estaba claro que aprobaba nuestra unión, y de repente me sentí bendecido por esta gente de corazón bondadoso.

—En ese caso, llamaré a mi tía —dijo Helen con firmeza, y apretó mis dedos.

—¿A Eva? ¿Qué puede hacer?

—Como ya sabes, puede hacer cualquier cosa. —Helen me sonrió—. No, no sé muy bien qué podrá o querrá hacer, pero ella tiene amigos, al igual que enemigos, en la policía secreta de nuestro país. —Bajó la voz, como a pesar suyo—. Y ellos tienen amigos en todas partes de la Europa del Este. Y enemigos, por supuesto. Todos se espían mutuamente.

Puede que corra algún peligro. Es lo único que lamento. También necesitaremos un gran soborno.


Bakshish
—asintió Turgut—. Por supuesto. Selim Aksoy y yo ya hemos pensado en eso.

Hemos encontrado veinte mil liras que podéis utilizar. Y aunque no puedo acompañaros, amigos míos, os prestaré toda la ayuda posible, al igual que el señor Aksoy.

Yo le estaba mirando fijamente, y también a Aksoy, sentados muy tiesos delante de

nosotros, olvidados sus cafés, muy serios y erguidos. Algo en sus caras (la de Turgut grande y rubicunda, la de Aksoy delicada, ambos de ojos penetrantes, los dos tranquilos pero muy despiertos) me resultó de repente familiar. Me invadió una sensación indescriptible. Por un segundo, la pregunta aleteó en mi boca. Después agarré la mano de Helen con más fuerza (aquella mano fuerte, dura, ya amada) y escudriñé los ojos oscuros de Turgut.

—¿Quiénes sois? —pregunté.

Turgut y Selím intercambiaron una mirada, y dio la impresión de que se comunicaban algo en silencio. Después Turgut habló en voz baja y clara.

—Trabajamos para el sultán.

51

Helen y yo nos quedamos de piedra. Por un segundo, pensé que Turgut y Selim debían estar confabulados con algún poder oscuro, y resistí la tentación de agarrar mi maletín y el brazo de Helen y huir del apartamento. ¿Cómo, salvo mediante el ocultismo, podían estos dos hombres, a quienes había considerado mis amigos, trabajar para un sultán muerto hacía mucho tiempo? De hecho, hacía mucho tiempo que todos los sultanes estaban muertos, de manera que aquel al que se refería Turgut ya no podía ser de este mundo. ¿Nos habrían mentido en otros asuntos?

La voz de Helen interrumpió mi confusión. Se inclinó hacia delante, pálida, con los ojos muy abiertos, pero su pregunta fue serena, y eminentemente práctica, teniendo en cuenta la situación. Tan práctica que, al principio, tardé un momento en comprenderla.

BOOK: La Historiadora
10.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Enforcing Home by A. American
Need by Sherri Hayes
One of the Guys by Delaney Diamond
The Cowboy's Twins by Deb Kastner
Love, Suburban Style by Wendy Markham
Forbidden Heat by Carew, Opal
The House of the Laird by Susan Barrie
Dare Me by Megan Abbott