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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

La hora del mar (52 page)

BOOK: La hora del mar
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Un nuevo clamor se extendió por la sala. Muchos de los asistentes tenían grandes conocimientos de armamento y sabían que un sucesor del R-30 Bulavá sería prácticamente imparable incluso con la tecnología más avanzada sobre la Tierra.

El director intervino en ese momento.

—Caballeros, probablemente es la primera vez que tenemos un informe acerca del uso de misiles contra nuestros enemigos, y me parece muy relevante. Estoy seguro de que a todos nos lo parece. Solicito al portavoz norteamericano que nos brinde un informe pormenorizado del misil empleado, carga, especificaciones y circunstancias particulares para que podamos realizar un estudio sobre el fracaso de la iniciativa.

—Me gustaría ver eso —comentó el general Abras.

—Es sorprendente, sin duda —corroboró Pichou.

La conversación continuó un rato todavía, siempre en torno a las imágenes capturadas por aviones espía y a lo que de ellas podía deducirse, que no resultó ser gran cosa. El resto de los países fue interviniendo con aportaciones similares. Países como Suiza, que no lindaba con ningún océano, ofreció todos sus recursos armamentísticos para ayudar a aquellos que lo necesitasen más, particularmente Italia, que estaba a punto de correr la misma suerte que Grecia. Brindaron también su país a todas las personalidades y científicos que deseasen asilo, sobre todo a aquellos que quisiesen investigar el fenómeno que les ocupaba, para lo que contaban con instalaciones como las del CERN.

Alemania, por ejemplo, podía concentrar todos sus recursos en el norte (única frontera marítima) y parecía controlar medianamente bien la situación, aunque confirmaron que el enemigo era numeroso en una proporción totalmente inimaginable. Dinamarca solicitó de Alemania ayuda inmediata, pero el paso fronterizo era un brazo entre dos mares que se encontraba completamente invadido, y Alemania rechazó la petición, al menos por el momento.

El Reino Unido era el único país rodeado de mar que resistía todavía; las nuevas generaciones parecían ser dignas herederas de la vieja sangre sajona, acostumbrada a aguantar innumerables penurias y guerras. La población civil se había movilizado para defender sus ciudades con un notable éxito, excepto en el sur, desde Southampton al sur de Londres, que había sido anegado bajo las hordas marinas.

El Reino Unido creía prioritario atacar los puntos de origen de las criaturas. A esas alturas, y gracias en su mayor parte a los informes que Pichou había suministrado en reuniones anteriores, ya se había determinado que los ataques y los movimientos de los monstruos procedían de las fosas abisales más profundas del planeta: la fosa Challenger en el Pacífico Oeste, la del archipiélago de Tonga en el Pacífico Sur o la de la gran fractura del Japón en el Pacífico Oeste, con más de diez kilómetros de profundidad. La lista incluía más de veinte fosas que casaban a la perfección con los orígenes de los seísmos que asolaron al planeta en jornadas anteriores. Según se creía, algo había irrumpido desde esas profundidades a través de la roca con una fuerza desorbitada, provocando como reacción olas gigantescas.

La República Checa hizo entonces una intervención furibunda. Acusó abiertamente a todos los países implicados en los vertidos nucleares en los océanos. Concretamente, según dijo su portavoz, solamente en la parte dorsal mesoatlántica de la Fosa Atlántica, de unos cuatro mil metros de profundidad, se habían vertido unas ciento cuarenta mil toneladas de residuos radiactivos entre 1967 y 1983.

—Eso está a unos setecientos kilómetros de Galicia —se apresuró a informar el asesor científico a la ministra. Ésta asintió con gravedad.

Según el portavoz, esos vertidos podrían ser la causa de esas mutaciones atroces en la fauna marina y estar íntimamente relacionados con el fenómeno de los peces muertos. Aunque todo el mundo sabía que el depósito de residuos de alta actividad en el mar seguía produciéndose, desde 1993 existían leyes internacionales que los prohibían.

El director se tomó unos instantes de micrófono cerrado para deliberar, pero terminó desestimando la aportación checa.

—En opinión de este directorio —anunció al fin—, parece bastante improbable que la radiación generada por vertidos nucleares pueda haber dado paso a la evolución de criaturas como las que hemos visto hasta ahora. Por otro lado, estimamos que no es el propósito de esta comisión buscar responsables de los sucesos que estamos viviendo, sino soluciones ante una acuciante emergencia. Todo esto sin perjuicio de que, una vez la emergencia haya sido contenida y el comité se disuelva, este tipo de investigaciones y sus posteriores reclamaciones puedan ser emprendidas por los cauces habituales.

Después de la interrupción, el Reino Unido continuó con su exposición solicitando que se creara una coalición especial donde interviniera una representación de cada país para confirmar o denegar que las fosas abisales fuesen en realidad la fuente del problema. En caso de confirmarse, podrían establecerse rutas de acción para atacar esos puntos de entrada.

—Es buena idea —comentó el jefe del Estado Mayor, pensativo, mientras el representante inglés seguía exponiendo su propuesta—. ¿Se pueden sellar esas fosas con misiles?

—Estoy seguro de que una ojiva nuclear cerraría esos pozos para siempre —dijo el general Abras.

—¿Eso no es un poco exagerado? —preguntó la ministra.

—¿Qué puede ocurrir? —preguntó el general—. ¿Teme… Teme un tsunami? Ya lo hemos tenido. ¿Radiación? La mayoría de esas fosas están alejadas de la costa y, de todos modos, la mayoría de nuestras ciudades costeras están destruidas, si no evacuadas. ¿Hay algo peor que la posibilidad de que esos monstruos sigan avanzando tierra adentro?

—Pero, general… la radiación sí es un factor a tener muy en cuenta. Lluvia acida, sus efectos en las células vivas, enfermedades. Ésa es una decisión que no podemos tomar a la ligera. Desde luego no en esta reunión.

—Por supuesto —dijo el general—. Pero no tendremos que proponerlo nosotros. Para algunos de estos países queda muy poca esperanza. Alguien lo propondrá.

La ministra soltó un bufido.

Mientras tanto, el portavoz inglés hacía un comentario sorprendente antes de terminar.

—Por último, tenemos una pregunta que dirigir a todo el gabinete. Querríamos saber si ustedes también lo escuchan.

Hubo un silencio de un par de segundos, hasta que la voz del director volvió a escucharse en el canal abierto.

—Disculpe, estimado colega, ¿escuchar, qué?

El portavoz inglés, con cierto refinamiento, puso los ojos en blanco durante un instante, y luego respondió como si fuera la cosa más evidente del mundo.

—El Zumbido, por supuesto.

Pichou estuvo tan atento a las conversaciones que se sucedieron a continuación, que terminó por abandonar la sofisticada
tablet
y empezó a garabatear notas en folios sueltos, a toda velocidad. La noticia sobre lo que, colectivamente, convinieron en llamar
The Hum
(el Zumbido, en inglés) había pillado a todo el mundo fuera de juego. Resultó que era un fenómeno que muchos estaban experimentando o del que habían tenido referencias, pero que como era vox populi a nivel mundial desde hacía varias décadas, no lo habían relacionado con los acontecimientos globales.

En un momento dado, el general Abras miró por encima del hombro de Pichou para descubrir que había pintado un esquemático mapa del mundo y emplazado sobre él muchos de los puntos donde los distintos portavoces de cada país habían confirmado el fenómeno del Zumbido. Ahora estaba trazando todo tipo de líneas entre los puntos. No sólo líneas, también óvalos y circunferencias.

—Por favor —pedía en ese momento, visiblemente exaltado—, ¿alguien tiene lápices de colores?

Los expertos y oficiales que le rodeaban le miraron como si se hubiese vuelto loco.

—Lápices de colores… tres o cuatro colores cualesquiera. ¡Vamos!
¡Crayons!
Ceras, colores de niño, rotuladores de marcar… cualquier cosa servirá.

Una de las secretarias asintió lentamente y, sin decir nada, se levantó para salir de la sala, aunque con cierta arrogancia.

—Merci bien
!

—¿Cree que eso ayudará? —preguntó el general.

Pichou se dio la vuelta como una exhalación.

—¿Está loco? —dijo, sin poder contenerse. El general levantó una ceja—. Discúlpeme.
Sacre bleu
!
Es
… ¡Es esencial,
Monsieur
! Dese cuenta: Es un fenómeno que está ocurriendo
ahora
en muchos lugares del mundo, y he aquí que por alguna razón que no he acabado de entender todavía, a todo el mundo le había pasado desapercibido.
Mon Dieu
! Observe: continente africano —clavó la punta en el papel con tanto ímpetu que lo perforó—, en al menos cuatro lugares, dos de ellos cerca de los lugares de…
surpeuplement
. Ah, Brasil… dos lugares más. Inglaterra, prácticamente por todas partes, sobre todo en el sur. Europa: en Amsterdam, Francia, Luxemburgo… Sri-Lanka… Y… Ah, pero mire… es extraordinario que no haya constancia del fenómeno en América del Norte, dada su extensión, ¿no le parece?

—Me refería a los colores —dijo el general secamente.

Pichou pestañeó.

—Touché
, general. ¡Sí, me ha pillado! Pues bien, intento establecer conexiones entre estos lugares. Quiero probar varias cosas, y necesito verlo gráficamente.

—Interesante —soltó el general.

En ese momento, el veterano general desvió la atención hacia la pantalla. El director estaba hablando con un técnico de sonido que había ocupado el sillón del representante inglés. Estaba visiblemente nervioso; se le notaba demasiado que era un tecnócrata en las sombras, aunque por su cuidada dicción lo situaba en un nivel de educación más que alta. Aparentemente estaba pendiente de alguien, fuera de cámara, que le decía algo.

—Bien —dijo al fin—. Ahora mismo el sonido que escuchan es el de ambiente de la sala. ¿Nos oyen bien?

—Les oímos perfectamente, Peyton.

—Perfecto. Pues… eh… Entonces deberían, técnicamente, ser capaces de escuchar el sonido.

La sala, y los representantes en el resto de las pantallas, permanecieron unos segundos en silencio.

—Bien, ¿alguien puede escuchar algo? —preguntó el director.

Nadie dijo nada. Algunos representantes negaron con la cabeza desde sus pantallas.

—Confirmamos que sólo le oímos a usted, Peyton.

—Bien —dijo el técnico de sonido, visiblemente incómodo—. Esto es… bastante curioso. No veo por qué no podrían escucharlo. Verán, una conversación normal genera unos sesenta decibelios. El sonido ambiente en una calle cualquiera puede llegar a ochenta o cien decibelios, y en una discoteca puede ampliarse hasta los ciento veinte, aproximadamente. Somos capaces de grabar el fenómeno y podemos medirlo, se encuentra en el rango de los…

Inesperadamente, el director cortó la comunicación con el técnico inglés.

—Disculpen —exclamó—. Estados Unidos solicita la palabra.

Su representante, alguien diferente esta vez, apareció en pantalla. Esto provocó un murmullo en el gabinete donde el comité español se reunía, y la ministra entrecerró los ojos. No era normal que un país solicitara la palabra cortando a otro.

—En cuanto al fenómeno —exclamó el portavoz en cuanto tuvo el micrófono abierto—, hemos analizado los registros sonoros que nos han sido suministrados y concluimos que su espectro cae en la zona de los infrasonidos, emisiones acústicas de baja frecuencia que se encuentran en el rango de los veinte a los cien hercios, modulados por ondas infrasónicas ultrabajas, concretamente entre los cero coma uno y los quince hercios. En geofísica son llamadas ondas acústicas gravitacionales y se forman en la alta atmósfera. En nuestra opinión, estos sonidos no tienen nada que ver con el fenómeno que nos ocupa. Es un fenómeno natural perfectamente normal, por lo que solicitamos, dada la urgencia que nos apremia, que retomemos el diálogo previsto en el acta de apertura.

Desde su sillón, Pichou levantó las palmas de las manos como si estuvieran apuntándole con una pistola. Su rostro era una mueca retorcida.

—Ils sont allés fou
!—exclamó.

El general Abras no dijo nada. Cruzó los brazos en su sillón y se caló la gorra en la cabeza como hacía en otras ocasiones, de forma que sus ojos quedaban ocultos a miradas. Pichou, sin embargo, buscó su complicidad.

—¿Ha escuchado, general? Infrasonidos. El resto de la explicación sobraba. En mi libro, un infrasonido está por debajo del umbral de audición de la mayoría de los seres humanos. Bien, ¡obviamente no es el caso!

—No sé mucho de esas cosas —dijo el general, esquivo.

Pichou parpadeó.

De repente, el director aceptó la moción de Estados Unidos. Pichou, todavía boquiabierto, estaba mirando las reacciones de los portavoces en sus pantallas. Muchos de ellos se llevaban las manos a los pequeños dispositivos auditivos por los que estaban en contacto con sus superiores y parecían contrariados.

Se volvió a mirar al general una vez más. Estaba pasándose la mano por debajo de la nariz.

—¿General? —preguntó, dubitativo—. ¿Qué pasa aquí?

Pero el general no dijo nada. Cogió una de las carpetas de encima de la mesa y empezó a ojear documentos al azar, haciendo ver que estaba inmerso en su estudio.

Pichou no habría llegado donde estaba si hubiera sido un necio, y ése era el grado de inteligencia que se requería para no ver lo que estaba pasando. Miró sutilmente alrededor, a los oficiales, expertos y agentes de seguridad que se sentaban detrás y al lado del general. Cuando no les miraba directamente, le dirigían miradas suspicaces, con disimulo. Al otro lado, la ministra se revolvía en su asiento, y el jefe del Estado Mayor parecía un veterano jugador de póquer que estuviera intentando disimular la mano de cartas más afortunada de la historia de la humanidad.

Moviéndose lentamente, casi como si temiese espantar una bandada de patos, Pichou volvió a sus apuntes. El corazón le latía deprisa y la cabeza funcionaba como el más asombroso motor de fórmula uno jamás concebido, pero intentaba aparentar normalidad. El mapa del mundo que había dibujado le saltó a la vista.

Y bien, es extraordinario que no haya constancia del fenómeno en América del Norte, dada su extensión ¿no le parece?, le había dicho al general unos momentos antes.

Desde luego que era asombroso. Era asombrosamente asombroso; era
faramineux, sidérant, suffocant
! En el esquemático mapa, los puntos negros furiosamente garabateados tocaban todos los continentes como los agujeros de un queso de gruyere, menos la enorme extensión norteamericana. Pichou estaba razonablemente seguro de que su distribución escondía un patrón, pero no comprendía aún el esquema. Y no podía verlo porque faltaban elementos, piezas del puzle. Faltaba, al menos, Estados Unidos, si su instinto no le engañaba. Y creía que, posiblemente, por razones que no podía comprender, le faltaba también España. Por lo menos.

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