Relata el retorno de Miguel Ángel Aznar y sus compañeros a la Tierra, a bordo del autoplaneta Rayo, aprovechando un nuevo tránsito del planeta errante Ragol por las proximidades del Sistema Solar… Una Tierra muy cambiada puesto que, por efecto de la relatividad, han pasado seis siglos y medio en nuestro planeta mientras para los protagonistas tan sólo han transcurrido cinco años. Los aventureros terrestres están acompañados por un reducido número de saissais, supervivientes de la feroz persecución de los robots rebeldes de Ragol.
George H. White
LA HORDA AMARILLA
La Saga de Los Aznar (Libro 4)
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Título original:
La horda amarilla
George H. White, 1954.
Editor original: ApacheSp
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E
staban viéndolo allí, ante sus ojos, y no podían creerlo. Aquel globo plateado envuelto en un halo azul era la Tierra, el mundo donde habían nacido, el que añorado desde la inconmensurable lejanía de un planeta extraño e inhóspito habían desesperado de volver a encontrar algún día.
A nuestros astronautas, la Tierra ya no les parecía tan enorme después de haber visto otros mundos muchísimo más grandes que éste y que todos los planetas que con él giraban alrededor del Sol juntos. La Tierra, comparada con otros planetas del cosmos, era de una pequeñez irrisoria, pero así y todo era su mundo, su patria, y ninguno de los terrestres que ahora le contemplaban lo hubiera cambiado por el más rico y hermoso de los planetas de las lejanas galaxias.
El alborozo se pintaba con los más vivos colores en los hermosos ojos verdes de Bárbara Watt de Aznar, y en las no menos bellas pupilas azules de Else von Eicken. Junto a las dos jóvenes estaban admirando el magnífico espectáculo Miguel Ángel Aznar, esposo de Bárbara Watt, y Harry Tierney, millonario y fabricante de aeroplanos antes de emprender esta larga expedición, y en la actualidad novio de la rubia Else von Eicken.
En contraste con las caras resplandecientes de alegría de su esposa y sus amigos, la de Miguel Ángel mostrábase hosca. Contemplaba a su mundo de origen, ceñudo, como haciéndole un reproche o una muda pregunta de inquietante respuesta.
Al acortar la distancia que le separaba de la Tierra, desde el observatorio del Polo Sur del auto planeta pudo verse el conocido contorno de las Américas y de África. La Luna asomaba en cuarto creciente por detrás del borde plateado de la «tierra llena». Era un espectáculo hermoso.
Sin embargo, el español estaba intranquilo y nervioso. Aprovechando la circunstancia de que su mujer y sus amigos le daban la espalda, Ángel se evadió del observatorio subiendo por la angosta escalerilla que llevaba al corredor superior.
Ángel cruzó el corredor, entró en un ascensor, oprimió un botón y la plataforma arrancó velozmente deteniéndose casi al instante. Al abrir la puerta el español estaba en la sala de Control. Esta era una habitación de forma circular donde el profesor Erich von Eicken estaba vigilando la arribada del Rayo ante una pantalla de televisión de tres metros por lado. Con él estaban el profesor Louis Frederick Stefansson y un hombre alto, de fracciones orientales y la piel de color azul.
Más allá estaban Richard Balmer y George Paiton ante los aparatos de radio. Al escuchar el leve rumor del ascensor se volvieron, miraron al español y continuaron en su tarea de sintonizar con alguna estación emisora de la Tierra. Miguel Ángel se acercó donde estaban los dos sabios con Arxis, el hombre de raza azul. Míster Louis Frederick Stefansson le guiñó un ojo exclamando:
—¡Ya estamos en casa, Aznar!
El profesor Erich von Eicken volvió su rostro hacia el español y le sonrió.
—¿Qué dicen las mujeres? —preguntó.
—En estos momentos no tienen ojos para otra cosa que no sea contemplar la Tierra.
—Es un espectáculo verdaderamente hermoso —sonrió el alemán señalando a la pantalla de televisión, cuyo recuadro llenaba ya por completo la Tierra.
—Sí —murmuró Ángel—. ¿Pero qué sorpresas nos aguardan en nuestro mundo cuando posemos la planta en él?
—Todas las que puedan haberse sucedido en el transcurso de dos siglos en un mundo lleno de vitalidad como el nuestro —contestó el profesor alegremente—. La Ciencia y la Técnica habrán alcanzado las más insospechadas cimas. La colonización de Venus, de Marte y hasta de la Luna serán una realidad desde hace muchos siglos, y la Humanidad, eso espero, se habrá librado hace tiempo del azote de las enfermedades y del hambre.
—Pero cuando nosotros salimos de la Tierra, en el año mil novecientos setenta y dos, el Hombre Gris, que se autodenominaba raza thorbod, había logrado establecerse en el planeta Venus y desarrollaba allí su avanzada técnica, muy superior a la terrestre. Tal vez los thorbod, creadores de los famosos platillos volantes, dominaron y esclavizaron tiempo ha a la Tierra y aniquilaron a la Humanidad. Es posible, en efecto, que nos encontremos con un mundo muy distinto al que dejamos al partir, pero no en el sentido de una mejora, sino tal vez todo lo contrario.
—Ya no soy tan pesimista —rechazó el profesor Stefansson—. Cuanto más viejo me siento, mayor es mi fe en la creencia de que nuestra Humanidad es en verdad el pueblo elegido de Dios para cumplir los más altos designios del Creador en el Universo.
—¿Quiere decir que nada malo puede haberle sucedido a nuestro pueblo?
En este momento Richard alzó una mano reclamando silencio. Sus ojos estaban abiertos de par en par.
—¡Oigan esto! —gritó dando vuelta a un botón. Inmediatamente surgió del tornavoz una voz que decía en inglés:
—«¡Atención, radioescuchas! Interrumpimos nuestra emisión para darles la siguiente noticia. Una nueva estrella acaba de aparecer en nuestros cielos y se acerca a la Tierra con velocidad cada vez menor. Tal comportamiento en lo que parece un aerolito ha sembrado el desconcierto entre los sabios del observatorio de Monte Palomar. Esperamos impacientes sus noticias y anticipamos a nuestros oyentes la seguridad de que este no es un aerolito corriente. Como todos, su final era forzosamente incendiarse en la atmósfera de la Tierra al chocar con las capas de aire con tremenda velocidad. Sin embargo, este extraño cuerpo celeste ha frenado su marcha y ha comenzado a describir una órbita alrededor de la Tierra. Si las noticias se confirman, esto parece indicar que el mundo contará con un nuevo satélite a partir de hoy. Continuamos con nuestra emisión de música ligera».
La voz dejó de hablar y en su lugar se oyó el chillido estrepitoso de una música. Miguel Ángel se volvió hacia el profesor Erich von Eicken.
—Ese aerolito avistado desde la Tierra es nuestro orbimotor —dijo el sabio sonriendo.
—¿Estamos ya dentro de nuestra órbita?
—Sí. Estamos situados ahora a diez mil millas sobre la superficie de la Tierra. Continuo frenando nuestro impulso para dar al Rayo la misma velocidad de nuestro planeta en su giro alrededor de su eje, de forma que nos mantengamos siempre sobre Nueva York.
Miguel Ángel asintió. Habían acordado de antemano no descender con el auto planeta hasta tierra, al menos mientras no tuvieran la seguridad de ser bien recibidos por los neoyorquinos.
El Rayo, con sus 113. 097. 600 toneladas de desplazamiento, era capaz de posarse sobre las aguas de la bahía de Nueva York con la suavidad de una pluma gracias al material especial de que estaba construido. Este material sólo podría encontrarse en el mundo donde fue construido y reunían varias y valiosas cualidades.
Bajo una inducción eléctrica de onda especial, el material de que estaba construido el Rayo adquiría la propiedad de repeler la fuerza de atracción de las masas. Haciendo más intensas o más débiles estas inducciones, el auto planeta podía elevarse un pie o una milla a voluntad. Si se suprimía totalmente la carga eléctrica, el Rayo era atraído hacia la Tierra, pero si se aumentaba la potencia de las descargas eléctricas, el auto planeta saldría disparado hacia los cielos hasta que la fuerza repulsiva que le separaba de la Tierra quedara sin efecto por la distancia.
El Rayo, pues, no necesitaba de ningún motor especial para posarse donde quisiera. Para su traslación en el espacio sideral, aquella maravillosa máquina disponía de ultra potentes motores atómicos capaces de llevarle de un planeta a otro con velocidades iguales a las de la aceleración de la gravedad.
Al acortar la distancia que le separaba de Nueva York, llegaron hasta los aparatos receptores del Rayo gran número de mensajes y de programas musicales. El profesor Erich von Eicken, con los ojos fijos en los indicadores del monstruoso cuadro de mandos, anunció:
—¡Listos! ¡Ya estamos como quien dice anclados sobre la Tierra y podemos prepararnos a bajar!
Se oyó el suave rumor del ascensor. Las puertas se abrieron y Bárbara, Else von Eicken y Harry Tierney irrumpieron en la sala de control con las pupilas llenas de alegría. Bárbara corrió a abrazar a su marido exclamando:
—¡Ángel, cariño… estamos en la Tierra… en casa como quien dice! ¿No te alegras? ¿Qué te ocurre?
—Estoy preguntándome si quedará en pie ninguna de las casas que tu y yo hemos habitado juntos o por separado, Bárbara.
Las glaucas pupilas de la joven se ensombrecieron. Un velo de lágrimas las cubrió.
—¡Es verdad! —suspiró.
—¡Eh! ¡Eh… miren eso! —gritó Richard Balmer señalando hacia la pantalla de televisión.
Un punto plateado, moviéndose con extraordinaria rapidez en la pantalla, ofrecía la curiosa sensación de estar acercándose a la sala de control por una ventana abierta sobre el espacio.
—¡Un aparato! ¡Un aparato terrestre! —gritó George con voz triunfal—. ¡Sale a darnos la bienvenida!
—O a saludarnos con un cañonazo —gruñó Miguel Ángel.
El objeto brillante, creciendo de tamaño con asombrosa rapidez, continuó acercándose al Rayo. Iba recto como una bala contra el auto planeta, y cuando parecía que iba a estrellarse dentro mismo de la sala de control viró bruscamente hacia la derecha saliendo de la pantalla por uno de los ángulos. En tan corto espacio de tiempo los astronautas pudieron ver que se trataba de un aparato de forma desconocida en la Tierra, cuando menos, desconocida al partir este grupo de intrépidos terrestres hacia Venus.
—¡Un platillo volante! —exclamó Bárbara echándose a temblar.
—¡Me lo temía! —Añadió Richard dando una patada en el piso—. Los condenados hombres grises acabaron por conquistar a la Tierra, y son ahora los amos y señores.
—No nos precipitemos —recomendó el profesor von Eicken yendo hasta el cuadro de mandos y oprimiendo un botón—. El aparato que acabamos de ver parece uno de aquellos platillos volantes que tanto dieron que hablar a partir del año mil novecientos cuarenta y siete… «pero no es un platillo volante». Al menos, no es como los que nosotros conocimos en Venus.
—Será un modelo diferente —gruñó Richard—, pero conozco a la legua la atrevida técnica de los hombres grises. Ese aparato no ha sido creado por nuestros coterráneos.
—¿Qué sabe usted? —Masculló míster Stefansson—. Por lo visto no tiene en cuenta que ha transcurrido más de dos siglos en el tiempo qué estuvimos en el planeta Ragol Lo que acabamos de ver es un aparato especialmente creado para volar fuera de la atmósfera terrestre. Y usted sabe tan bien como yo que no hay forma más inteligente para un aparato de esa clase, que se ha de manejar donde no hay aire ni cosa parecida, como la de un plato, sean cuales fueran sus modalidades.