Cuando al fin se puso en pie, había tomado una decisión. Dejó a un lado las armas conservando tan sólo su largo y afilado machete, el mismo que decapitara al francés, y se deslizó en silencio para penetrar en las aguas de la tranquila ensenada con la suavidad de una iguana marina.
Nadó despacio, sin levantar espuma, olvidado de los tiburones de barlovento y sus esporádicas visitas a la bahía, sabedor de que allí, en las Galápagos, era tal la proliferación de vida en las aguas, que ningún tiburón se molestaría en prestar atención a una presa excesivamente grande.
No era un gran nadador, pero tampoco era mucha la distancia, y al llegar no se sentía cansado, sino tan sólo excitado cuando se aferró a la borda del bote auxiliar.
Aguardó, buscando desde el agua, con los ojos hechos ya a las tinieblas, la presencia de un centinela que, como suponía, dormitaba en proa, ajeno por completo al peligro, seguro de sí mismo y de un barco firmemente anclado en el centro de una pacífica bahía solitaria en el corazón del más pacífico y solitario de los océanos.
La Iguana
se alzó a pulso hasta la lancha, aguardó allí otro instante, y trepó después a cubierta con la agilidad propia de quien ha pasado la mayor parte de su vida a bordo de un navío semejante, permaneciendo después agazapado hasta abrigar la absoluta certeza de que el hombre de proa no había captado ni uno solo de sus movimientos.
Fue hasta él paso a paso, con la paciencia de los galápagos gigantes que jamás alzaban una pata sin tener las otras tres firmemente asentadas en tierra, esgrimiendo el machete y con los ojos muy abiertos y el oído atento, sintiendo bajo sus pies y por primera vez en mucho tiempo el familiar contacto de la madera de una cubierta, a través de la cual le parecía percibir hasta el último latido de la vida del buque.
Y aquel buque dormía. Dormía al igual que el centinela, que murió entre sueños, limpiamente degollado por la afilada hoja que le cercenó la garganta de oreja a oreja, para que su cuerpo permaneciera en idéntica postura, tal vez, quizá, un poco más inclinada, sobre el pecho, la desarticulada cabeza.
Luego, sin prisas,
la Iguana
cerró y atrancó firmemente las escotillas de los sollados, asegurándose, como perfecto conocedor de aquel tipo de balleneros, que no dejaba un solo hueco por el que resultara posible escapar a la marinería.
Sabiéndose ya dueño absoluto de la superestructura, derribó de una seca patada la puerta del camarote del capitán, en el castillo de popa, y cuando éste se alzó en su litera, sorprendido y tratando de echar mano a la pistola que guardaba en el cajón de una mesa, fue ya demasiado tarde, pues la punta del machete brillaba a menos de una cuarta de sus ojos.
—¡Quieto…! —le ordenó Oberlus secamente—. Un gesto y te degüello… ¿Me recuerdas…?
Una minúscula lámpara de aceite ardía en el más apartado rincón del camarote, y el capitán tuvo que esforzarse por reconocer, a su escasísima luz, el rostro deforme del intruso que permanecía en pie y amenazante, frente a él.
—¡Oberlus…! —exclamó asombrado—. ¿Qué haces en mi barco…? ¿Es que también te has convertido en pirata…?
—Me he convertido en rey… —fue la absurda respuesta—. Rey de Hood, y has fondeado sin permiso en mis aguas.
El otro le miró estupefacto aunque aún no había conseguido recuperarse del primer momento de sorpresa, y se diría que no acababa de estar seguro de si lo que estaba ocurriendo era verdad o se trataba tan sólo de un estúpido sueño.
Pero
la Iguana
no le dejó tiempo para reflexionar, porque de un brusco empujón le obligó a tumbarse de nuevo, boca abajo aferrándole las manos cruzadas a la espalda.
Buscó con la vista a su alrededor, se apoderó del cinturón que descansaba sobre una silla, y le maniató fuertemente. Por último tomó una jarra empotrada en un mueble esquinero, la olió y bebió hasta apurar un ron fuerte y oloroso.
—¡Buena vida os pegáis los capitanes…! —exclamó al concluir—. Nunca os falta nada y tenéis espacio de sobra mientras la tripulación se pudre amontonada abajo… Ron, cama limpia, buena comida y hasta mujeres a costa de los que en realidad trabajan… —dejó la jarra a un lado y comenzó a abrir cajones y baúles, amontonando sobre la mesa cuanto le pareció de interés—. Recuerdas a Guyenot, ¿verdad…? Embarcaba a las más bellas prostitutas, y nos las restregaba por las narices durante meses de navegación. Decía que un capitán debe demostrar que es superior a los demás, incluso en el orden sexual… Él tenía derecho a acostarse con mujeres… Nosotros, la obligación de verlo y escuchar la algarabía que formaban en las noches de calma… ¡Diablos…! Aún no comprendo cómo nadie le cortó nunca el cuello… Me fui de su barco por no estrangularlo… Deserté, y juró que si un día me encontraba, me colgaría del palo mayor… —Chasqueó la lengua—. Lástima que éstos no sean sus rumbos; me gustaría darle la bienvenida a mi isla… —se encontraba revolviendo entre los libros de un baúl y se detuvo con uno de ellos en la mano—.
La Odisea
… —leyó deletreando cuidadosamente—. ¿De qué trata…?
No obtuvo respuesta, y acudió a la litera, tomando al viejo capitán por el blanco cabello y obligándole a alzar el rostro y mirarle a los ojos.
—He preguntado que de qué trata este libro… —le espetó con brusquedad—. ¿Vas a responderme o empiezo a darte latigazos como hiciste conmigo…?
—Es de historia… —musitó el otro—. Historia antigua… Y aventuras…
—¿Verdad o mentira…?
—No lo sé muy bien… Creo que nadie lo sabe.
—Me gusta la historia… —afirmó Oberlus mientras depositaba el libro en el fondo de un arcón que iba llenando con cuanto le interesaba—. Me gustan todos los libros… excepto la Biblia… ¡Vaya! ——exclamó luego entusiasmado por su descubrimiento—. ¡Hermoso catalejo…! El mejor que he visto nunca… Me ayudará a vigilar a mi gente…
Guardó silencio de pronto, como si le cansara una cháchara a la que no estaba acostumbrado, o se viera asaltado por una súbita prisa, preocupado porque alguien pudiera despertarse en los sollados. Permaneció muy quieto, escuchando, y le tranquilizó el hecho de que no se percibiera más que el crujir acompasado del navío y el rumor del agua bajo la popa.
Luego, cargó al hombro el pesado baúl y lo llevó hasta el bote donde lo depositó con sumo cuidado. Regresó, obligó al capitán a tumbarse en el suelo, y se apoderó del colchón de lana, ancho y pesado. Al enrollarlo, su mirada reparó en una trampilla de madera asegurada con un candado al fondo de la litera.
Buscó en el cuello de su cautivo y le arrancó la llave. Como imaginaba, la trampilla ocultaba una caja metálica más que mediada de doblones y monedas francesas y holandesas. Trasladó caja y colchón a la ballenera y regresó una vez más, para tomar con sumo cuidado la lamparilla de aceite y aplicarla con extrema delicadeza a las cortinas, la ropa y las sábanas que habían quedado desparramadas por el suelo.
El capitán le vio hacer con los ojos desorbitados por el terror:
—¿Es que vas a incendiar mi barco…? —sollozó—. ¿Estás loco…?
—Eres muy astuto… —replicó burlón
la Iguana
con absoluta calma—. Pronto, del
María Alejandra
no quedará más que el recuerdo de que fue el barco del capitán que me mandó azotar.
—¡Pero hay cuarenta hombres abajo…!
—Hoy no reirán… —aseguró convencido—. Y lo único que me apena, es que nunca sabrán quién los mandó al infierno. ¡Vamos…! —le ordenó ayudándole a erguirse—. Quiero que veas desde tierra cómo se hunde tu barco.
Le empujó hacia cubierta, anonadado como iba, casi idiotizado, mientras las llamas comenzaban a tomar cuerpo en la vieja estructura de madera, y el humo se apoderaba del interior del camarote.
A trompicones le hizo descender hasta la falúa, cortó las amarras de un seco machetazo, y tomó los remos alejándose sin prisas del buque que iba convirtiéndose en una auténtica antorcha flotante.
Al poco, comenzaron a escucharse los gritos de los hombres encerrados bajo cubierta que clamaban por escapar de la trampa de fuego, golpeando inútilmente las escotillas sobre sus cabezas.
Las llamas abandonaron pronto la camareta del capitán propagándose velozmente a los cabos y al velamen, y el aceite de ballena que empapaba los mamparos y parte de la cubierta hizo que el barco se transformara en cuestión de minutos en una especie de gigantesco castillo de fuegos de artificio. Estallaban maderos, la botabara del palo de mesana cayó con estrépito, y por escalas y escotas trepaban las llamas alumbrando la noche.
Las focas se lanzaron al agua, asustadas, evocando sin duda la erupción volcánica, millones de peces acudieron casi hasta la superficie atraídos por la intensa luz, y el viejo capitán lloró inconteniblemente sin tratar de ocultarlo, viendo, impotente, cómo su nave se perdía para siempre y su tripulación perecía en la más espantosa de las muertes.
—¡Monstruo maldito…! —gritó una y otra vez—. ¡Monstruo maldito…! —y se diría que no era capaz de recordar ninguna otra palabra, como si su mente se hubiera nublado, anonadado por la impresión que le producía el espectáculo que estaba presenciando.
Oberlus, por su parte, remaba pausadamente, relajado, satisfecho de sí mismo y de la conclusión de su venganza, con el aire indolente de quien disfruta de un paseo en barca por la laguna de un parque público disfrutando de una exhibición pirotécnica.
Dentro de la nave, algunos hombres, semiasfixiados ya, golpeaban desesperadamente las cuadernas más altas en un enloquecido intento de encontrar una salida, pero el
María Alejandra
era un viejo ballenero construido a conciencia, acostumbrado desde siempre a resistir los embates de una mar gruesa. El filo del hacha más pesada apenas había hecho su aparición a unos cuantos centímetros por encima de la línea de flotación, cuando ya el hombre que la manejaba la dejó caer, perdidas las fuerzas y el conocimiento por el humo que se filtraba por todos los resquicios de cubierta.
Los cuarenta hombres habían perecido, asfixiados, mucho antes de que el armazón de la nave comenzara a dar señales de que tenía la intención de quebrarse.
El bote varó en tierra. Oberlus empujó al capitán hasta sentarlo en la arena, patético o ridículo envuelto en su sucio camisón blanco, lloroso y temblando de miedo y tristeza, y juntos aguardaron, en silencio, a que, convertido en una única llama alucinante, el
María Alejandra
fuera tragado por las aguas chisporroteando crujiendo y lamentándose, antes de perderse, para siempre, en las profundidades.
En el aire flotaron pavesas, y un fétido olor a grasa de ballena y carne chamuscada comenzó a extenderse sobre las aguas, para alcanzar, por último, hasta el más apartado rincón del solitario islote.
Con el amanecer, algunas tablas, el palo mayor, dos cadáveres calcinados, y media docena de barriles vacíos que arrastraba mar afuera la corriente, era cuanto quedaba de lo que había sido un altivo y valiente ballenero.
Dominique estaba muerto.
Tal vez asfixiado por la mordaza; tal vez de miedo; tal vez de pena. Nadie sabría nunca la razón, pero lo cierto fue que en el momento de abrir la cueva y penetrar a desatarle,
la Iguana
se encontró con que le estaba mirando con los ojos muy abiertos y casi fuera de las órbitas.
Le observó unos instantes, contrariado, y optó por dejarle donde estaba, cubriendo nuevamente de rocas la improvisada tumba, molesto tan sólo por el hecho de que ya no tendría a quien consultar sus dudas cuando no supiera captar el significado de una palabra o el pasaje de algún libro.
Fue esa muerte, probablemente, la que salvó momentáneamente la vida al capitán del
Marta Alejandra
, que había quedado maniatado al borde del agua, pues aunque Oberlus presumía que el anciano no le sería de mucha utilidad a la hora de trabajar y se había convertido en un molesto testigo de su múltiple crimen, constituía, no obstante, la única persona de un cierto nivel cultural a quien acudir con sus preguntas en caso de necesidad.
Sebastián Mendoza no era más que un pobre marinero, tan ignorante como pudiera serlo el mismo Oberlus, y del noruego nada cabía esperar, pues en todo lo largo del tiempo que había pasado ya en la isla, apenas había sido capaz de aprender un par de decenas de palabras en español, y se diría que, con el paso de los días, su estupidez aumentaba.
El botín que había recuperado del
María Alejandra
, ropas, libros, armas, el colchón, y, sobre todo, el espléndido catalejo del capitán, contribuyeron de forma muy importante a hacer más fácil y agradable la vida de Oberlus en el islote de Hood, ya que a partir de aquel momento tomó la costumbre de sentarse durante largas horas en lo alto de su roca predilecta del acantilado, dedicado a la lectura, y a vigilar de lejos a sus súbditos en sus andanzas por la parte baja de la isla.
No necesitaba ya ocultarse entre las piedras o en los bosquecillos de cactus o matojos para estar siempre al tanto de lo que hacía su gente, y aprendió más tarde que aquel gran ojo mágico le descubría también un nuevo y vasto universo al permitirle estudiar de cerca el vuelo de las aves o su comportamiento en tierra, así como los juegos amorosos y las luchas intestinas de las familias de focas que poblaban el litoral.
Volvían de su larga migración los albatros gigantes, y los observaba con ayuda del catalejo desde que eran apenas un punto en el horizonte, maravillándose de la majestad irrepetible de su vuelo, tratando de descubrir vanamente el misterio de su capacidad de mantenerse quietos en el aire por tiempo indefinido.
La curiosidad; una casi morbosa curiosidad por todo, había hecho mella en el ánimo de la Iguana Oberlus, al que la lectura, el catalejo y la sensación de poder transformaban día a día, hasta el punto de que la existencia cobraba para él un nuevo sentido a medida que ensanchaba el campo de sus conocimientos.
La Odisea
, por ejemplo, se le antojaba muy hermosa, ya que relataba las aventuras de un hombre que —como él— se enfrentaba a las adversidades, venciéndolas, y le satisfacía constatar al propio tiempo que no se trataba de un loco soñador fruto de la imaginación de otro soñador, tal vez loco también, sino que se ceñía a una historia cierta. Antigua, muy antigua, pero cierta.
Y se trataba, además, de la historia de un hombre de mar.
A diferencia de Don Quijote, que olía a tierra, Ulises respiraba aire marino, luchaba contra las tormentas, las sirenas y las islas embrujadas, y buscaba siempre en el mar remedio a sus incontables contratiempos y desgracias.