Aquel vestido de seda gris con negros encajes en el cuello y los puños, se lo había regalado Germán de Arriaga tras una fabulosa noche de amor, y lo estrenó cuando viajaron a Aranjuez en busca de la capilla en que pensaban casarse un mes mas tarde.
Aún recordaba la angustia que le invadió al penetrar en la diminuta iglesia; angustia motivada por el hecho de que sabía que iban a «oficializar» su felicidad de aquellos momentos, convirtiéndola de sentimiento espontáneo, en forzada obligación.
Ahora, la visión de aquel vestido le producía idéntica sensación. La loca fantasía sexual; la orgiástica pesadilla-realidad que había tenido la virtud de trastocar todo su concepto de la existencia y de sí misma como ser humano mostrándole la realidad de su auténtica personalidad, parecía tocar a su fin.
Sin comprender exactamente por qué, intuía que vestirse significaba volver a convertirse en
Niña Carmen
, el más hermoso miembro de una ilustre y rancia familia quiteña venida a menos. Su elegante traje gris destacaría, absurdo, en el interior de aquella gruta inmunda que había servido de nido durante siglos a millones de pájaros marinos, y la deforme presencia del hombre, también semidesnudo, resaltaría de tal forma que resultaría grotesco.
—¡Póntelo!
—No.
—Quiero verte como el día en que llegaste… ¡Póntelo! —repitió ahora amenazador y autoritario.
Obedeció. No por temor a su furia, pues hasta aquel mismo instante había amado la violencia que engendraba aquella furia, sino porque experimentaba una morbosa sensación de dolor, vacío y amargura al advertir que, a medida que se iba vistiendo, se iba alejando de él, su poder y su influencia.
Se sintió triunfadora.
Si había sido lo suficientemente estúpido como para liberarla de su cadena, imaginando, en su debilidad, que iba a agradecérselo y que por ese agradecimiento lo amaría de algún modo, merecía que ella se vistiera, y que, una vez vestida, le hiciera comprender el inmenso abismo que les separaba.
Él, Oberlus, su dueño, había roto el hechizo a martillazos. Tenía una esclava, sumisa y entregada, y no le había bastado. Quería una mujer enamorada, una amante, una esposa; alguien que se acostara con él por cariño, deseo o admiración. Comenzaba a comportarse, por tanto, como cualquier otro hombre; un hombre que resultaba, además, espantosamente feo y ridículamente pretencioso.
Se volvió y allí estaba, embobado porque se había ceñido un ajustado corpiño y unas anchas enaguas que únicamente dejaban al descubierto sus hombros y sus tobillos, y comprobó, con rabia, que su captor, su verdugo, su «amo» absoluto, no era una bestia, ni un hijo del Averno, ni aun siquiera un monstruo de la Naturaleza, sino tan sólo un pobre hombre deforme al que su inconcebible aspecto había deformado también el espíritu.
Y si se trataba tan sólo de un hombre,
Niña Carmen
sabía, por experiencia, que acabaría dominándole.
Continuó vistiéndose, pese a que le producía dolor, amargura y decepción, pero, por todo ello, y al mismo tiempo, un profundo y morboso placer.
Cuando la vio vestida, la admiró largo rato, la hizo girar sobre sí misma e ir de un lado a otro de la cueva, y luego le pidió que se acostara porque deseaba hacerle el amor con el vestido puesto.
No la tiró sobre la cama o la arrojó al suelo y la violó. Ni siquiera se lo ordenó con aquella voz suya, bronca, autoritaria y cavernosa. No. Se limitó a pedírselo como se lo suplicaría un enamorado alférez a la complaciente modistilla que estuviera mostrándole el traje que acababa de planchar para una cliente.
Y resultaba cómico, perdido allí, entre enaguas, encajes y refajos, hociqueándole primero entre las piernas, buscando con la lengua un sexo que se mantenía ahora rígido y seco, para trepar más tarde y penetrarla de mala manera, con ansiosa urgencia, concluyendo en un instante, enredado entre ropas y cintas.
Se tumbó luego junto a ella, acaricio unos instantes las negras puntillas, murmuró algo entre dientes y se quedó dormido.
Niña Carmen
permaneció muy quieta largo rato, contemplando el techo pensativa, y luego su vista recorrió, despacio, los mil veces vistos objetos de la cueva hasta detener su atención en las pistolas que él dejaba siempre sobre una piedra, junto a su camastro, lejos del alcance de la cadena.
Alzó la pierna y contempló la profunda llaga, supurante, que había causado el grillete en su tobillo. Meditó, y por último, con sumo cuidado, se deslizó de la cama sin molestar al durmiente.
Avanzó despacio hasta las pistolas, las observó sin tocarlas y se volvió a Oberlus que continuaba en idéntica postura, resoplando acompasadamente. Se inclinó, tomó una de las armas, y con las dos manos la amartilló, regresando sobre sus pasos, para ir a detenerse frente a su captor.
Éste advirtió que le sacudían levemente, despertándole, y cuando abrió los ojos se encontró con el negro agujero del cañón que le apuntaba.
Tardó en hablar, y cuando lo hizo, su voz no parecía alterada:
—¿Vas a matarme? —inquirió.
—Aún no lo sé.
—¿Tienes miedo?
Ella negó con un gesto:
—En absoluto. Pero si te mato, no habré disfrutado apenas de mi venganza… —señaló la cadena, y autoritariamente, ordenó—: ¡Póntela…! Quiero que seas tú quien la lleve ahora…
Pero
la Iguana Oberlus
agitó la cabeza sin perder la calma.
—No pienso hacerlo… —le mostró la pierna—. Pero si quieres, ven tu a colocármela.
Carmen Ibarra sonrió despectiva, rechazando la proposición, mientras tomaba asiento en el sillón de cuero que él utilizaba siempre.
—No soy tan estúpida… —señaló—. No pienso dejarme sorprender tan fácilmente… —Ahora su sonrisa se hizo burlona—. No te creía tan necio… —añadió—. El primer día que dejas de comportarte como una bestia te atrapan como a un conejo…
Oberlus no hizo comentario alguno, limitándose a observarla con fijeza como si quisiera hipnotizarla.
—No me mires así… —le advirtió ella—. Ya no me asusta. Al principio me desmayaba sólo de verte, pero con el tiempo me acostumbré a tu cara… ¿Te he dicho alguna vez que eres realmente espantoso…? Y más que por fealdad, por lo que llamas aún la atención, es porque hay algo en ti que no parece humano… Por mucho que trate de esforzarme y ver más allá de tu rostro tratando de convencerme de que oculta a una persona, me resulta imposible… —Empuñó con más fuerza el arma al advertir que él parecía dispuesto a moverse—. ¡No lo intentes…! —señaló—. Rodrigo me enseñó a disparar… Tan sólo hoy he descubierto en ti una expresión humana… —añadió regresando al hilo de su monólogo…—. Mientras me vestía, me recordaste a mi primo Roberto cuando le dejaba en la cama y comenzaba a arreglarme para volver a casa… —Chasqueó la lengua con un gesto de fastidio—. Se le iba el alma por los ojos mirándome y temiendo que jamás volviera… —Se diría que ahora se estuviera lamentando de algo que le doliera profundamente—. En el fondo, lo mismo le ocurría a Rodrigo… Y a Germán. Me tenían; les pertenecía, y, no obstante, vivían angustiados por el temor de que me esfumara de un momento a otro… —Negó como desconcertada—. Nunca estaban seguros de sí mismos, y era eso, quizá, lo que me empujaba a abandonarlos.
—Me estás cansando —señaló él con naturalidad—. Decide de una vez lo que piensas hacer, porque no voy a quedarme aquí escuchando tu estúpida historia.
—Te quedarás hasta que yo decida.
La Iguana Oberlus
clavó en ella los ojos, casi burlón, y menospreciando el arma, se irguió con lentitud, mientras ella continuaba apuntándole, con el dedo cada vez más tenso sobre el gatillo.
Ya en pie, la miró de arriba abajo y se encaminó sin prisas al camastro, deteniéndose frente a la piedra junto a la que descansaba la segunda pistola.
—¡No se te ocurra tocarla…! —amenazó
Niña Carmen
con voz ronca, pero él no pareció escucharla; se inclinó, tomó el arma, y se volvió mientras la amartillaba.
—La diferencia entre tú y yo… —dijo mientras le apuntaba con pulso firme— es que no eres capaz de matar ni a tu verdugo, mientras que a mí no me importaría matar a mi propia madre… —Sonrió mostrando su sucia dentadura—. Decídete, porque tienes tres segundos.
Ella trató de leer en el fondo de sus ojos:
—No vas a disparar… —aseguró.
—¿Estás segura?
—Sí.
La explosión atronó la cueva, y su eco pareció repetirse un millón de veces rebotando de pared a pared.
Asombrada, incrédula aún, Carmen de Ibarra permaneció unos instantes muy quieta, tratando de comprender lo que significaba estar muerta tras haber recibido un balazo en el pecho disparado casi a bocajarro.
Pero el estruendo huyó escapando por la estrecha salida de la caverna, y de nuevo se hizo un silencio en el que no se podía percibir más que su agitada respiración y el violento golpear de su corazón.
Buscó la herida bajando la vista, pero no la encontró.
Él, el monstruo ahora más odiado que nunca, continuaba frente a ella, muy quieto, mirándola impertérrito y burlón.
Comprendió la verdad, apuntó a su vez al pecho de su enemigo y apretó el gatillo.
Sólo hubo ruido. El mismo ruido, que se repitió de idéntica manera y escapó por la misma salida.
Niña Carmen
arrojó lejos el arma.
—¡Te has estado riendo de mí todo este tiempo…! —le increpó—. Habías quitado las balas.
Oberlus asintió en silencio, se aproximó despacio, y de un violentísimo bofetón la derribó de espaldas con sillón y todo.
—Esto por los insultos… —puntualizó, y la observó mientras tomaba aliento en el suelo, sacudiéndose el vestido y limpiándose la sangre que comenzaba a manarle de la nariz—. No soy tan estúpido como crees… —añadió—. Y necesitaba saber cómo pensabas, y cómo te comportarías cuando te dejara libre… —Se aproximo hasta casi tocarla con los pies y la pateó levemente—. Porque quiero que estés libre… —dijo—. Resulta demasiado cómodo para ti justificarte con el hecho de que te mantenía encadenada… Quiero que lo que hagas de ahora en adelante, lo hagas a conciencia, porque te gusta y lo deseas… —Se desabrochó los pantalones dejando a la vista su enorme pene ya excitado, y ordenó—: Y ahora chúpamela hasta que me corra sobre tu precioso vestido de encaje…
Tragándose su ira y su odio, pero sumisa y satisfecha,
Niña Carmen
obedeció, pese a que la sangre que continuaba manándole de la nariz se le introducía también en la boca.
Los hombres quedaron admirados por la súbita presencia de la mujer que hizo su aparición de pronto, una radiante mañana, vistiendo pantalón masculino, botas ceñidas y una amplia camisa marinera que permitía, no obstante, adivinar la rotundidad de su portentoso pecho, alto y firme.
De los cuatro esclavos, Knut y Mendoza hacía más de dos años que no veían a una mujer, y los otros casi uno, por lo que se extasiaron ante la perfección de su rostro, un poco pálido por el encierro, y por la gracia casi alada de sus gestos cuando saltaba de una roca a otra.
Ella les observó con una mezcla de pena y curiosidad en un principio, hizo caso omiso a las advertencias de Oberlus, y pronto se enzarzó en largas charlas con el chileno, que era, naturalmente, con quien mejor se entendía en su idioma común, pese a que éste se mostraba remiso a la hora de hablarle, dirigiendo furtivas miradas a la cumbre del acantilado, desde donde Oberlus les vigilaba con ayuda de su inseparable catalejo.
—No puede vivir siempre aterrorizado… —le hizo notar ella—. No es un dios que todo lo pueda.
El mestizo le mostró la mano a la que le faltaban dos dedos, y señaló hacia el mástil del que aún colgaban los restos del piloto portugués.
—Él me hizo esto… —dijo—. Y mató a ese hombre… Y a docenas de otros, nadie puede saber cuántos… —continuó colocando piedras de lava en lo que un día sería un gran aljibe que recogería toda el agua de la ladera—. Está loco y no debe fiarse de él, porque es, además, un loco astuto… La utilizará hasta que se canse, o hasta que capture a otra mujer… Ese día su vida valdrá menos que la de una tortuga, puede estar segura…
Niña Carmen
guardó silencio meditando en la posibilidad, que no se le había ocurrido antes, de que otra mujer hiciera su aparición en la isla. Por último, como si buscara deliberadamente cambiar de conversación, inquirió:
—¿Y nunca ha pensado escapar…?
Sebastián Mendoza la miró como si sospechara de ella o imaginara por un momento que tan sólo se trataba de una espía enviada por su odiado verdugo.
Señaló hacia la macabra bandera que dominaba la isla:
—Gamboa lo intentó, y ya ve… ——dijo—. En este maldito peñasco no hay adónde ir, ni elementos con los que construir una balsa manejable… Nos tiene atrapados… —La miró con fijeza—. ¿Hace mucho que está aquí?
—Perdí la cuenta… —fue la respuesta—. Dos o tres meses, supongo…
—Yo también perdí la cuenta… —El chileno pareció hundirse en sus amargos pensamientos—. En casa me darían por muerto cuando regresó mi barco, y tal vez ya mi mujer se haya casado con otro… ¡Dios! —exclamó—. Es la impotencia lo que hace más duro este suplicio.
—Pronto acabará.
Lo dijo convencida, como si supiese algo que el mestizo ignoraba, o hubiera madurado ya sus propios planes, pero el otro nada dijo, y continuó con su tarea, tal vez porque no compartía en absoluto su optimismo, o porque no deseaba comprometerse, ya que, en el fondo, no sabía quién era exactamente aquella mujer, ni hasta qué punto dependía de Oberlus.
Carmen de Ibarra —¡quedaban tan lejos los tiempos en que fue
Niña Carmen
para alguien!— pareció comprender que nada obtendría de su interlocutor por el momento, y reanudó un largo paseo por la isla que se había convertido en una especie de rutina que le producía, no obstante, una especial satisfacción.
Aún no tenía un concepto claro de cuál iba a ser su futuro y hasta qué punto éste se encontraría ligado al de
la Iguana Oberlus
y el islote de Hood, pero había llegado a la conclusión de que cuanto había ocurrido, marcaría su vida en adelante y le serviría, sobre todo, para conocerse mejor a sí misma, y saber qué era lo que en realidad deseaba.
Desde que contaba dieciséis años había tenido que abrirse camino a través de una confusa maraña de ideas y sentimientos tratando, inútilmente, y ahora lo comprendía, de descubrir, en la complejidad de su mente, qué era lo que buscaba y lo que exigiría del hombre al que se entregara para siempre.