La Ilíada (47 page)

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Authors: Homero

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BOOK: La Ilíada
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424
Dijo; y, dando voces, dirigió los solípedos caballos por las primeras filas.

Canto XX*
Combate de los dioses

* Los dioses, en asamblea extraordinaria, no se ponen de acuerdo sobre a quién habia que favorecer. Aquiles, enfurecido, vuelve al combate y mata a tantos troyanos que los cadáveres obstruyen la corriente del río Janto.

1
Mientras los aqueos se armaban junto a los corvos bajeles, alrededor de ti, oh hijo de Peleo, incansable en la batalla, los troyanos se apercibían también para el combate en una eminencia de la llanura.

4
Zeus ordenó a Temis que, partiendo de las cumbres del Olimpo, en valles abundante, convocase al ágora a los dioses, y ella fue de un lado para otro y a todos les mandó que acudieran al palacio de Zeus. No faltó ninguno de los ríos, a excepción del Océano; y de cuantas ninfas habitan los bellos bosques, las fuentes de los nos y los herbosos prados, ninguna dejó de presentarse. Tan luego como llegaban al palacio de Zeus, que amontona las nubes, sentábanse en bruñidos pórticos, que para el padre Zeus había construido Hefesto con sabia inteligencia.

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Allí, pues, se reunieron. Tampoco el que bate la tierra desobedeció a la diosa, sino que, dirigiéndose desde el mar a los dioses, se sentó en medio de todos y exploró la voluntad de Zeus:

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—¿Por qué, oh tú que lanzas encendidos rayos, llamas de nuevo a los dioses al ágora? ¿Acaso tienes algún propósito acerca de los troyanos y de los aqueos? El combate y la pelea vuelven a encenderse entre ambos pueblos.

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Respondióle Zeus, que amontona las nubes:

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—Entendiste, tú que bates la tierra, el designio que encierra mi pecho y por el cual os he reunido. Me cuido de ellos, aunque van a perecer. Yo me quedaré sentado en la cumbre del Olimpo y recrearé mi espíritu contemplando la batalla; y los demás idos hacia los troyanos y los aqueos y cada uno auxilie a los que quiera. Pues, si Aquiles combatiese sólo con los troyanos, éstos no resistirían ni un instante la acometida del Pelión, el de los pies ligeros. Ya antes huían espantados al verlo; y temo que ahora, que tan enfurecido tiene el ánimo por la muerte de su compañero, destruya el muro de Troya contra la decisión del hado.

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Así habló el Cronida y promovió una gran batalla. Los dioses fueron al combate divididos en dos bandos: encamináronse a las naves Hera, Palas Atenea, Poseidón, que ciñe la tierra, el benéfico Hermes de prudente espíritu, y con ellos Hefesto, que, orgulloso de su fuerza, cojeaba arrastrando sus gráciles piernas; y enderezaron sus pasos a los troyanos Ares, el de tremolante casco, el intonso Febo, Ártemis, que se complace en tirar flechas, Leto, el Janto y la risueña Afrodita.

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Mientras los dioses se mantuvieron alejados de los hombres, mostráronse los aqueos muy ufanos porque Aquiles volvía a la batalla después del largo tiempo en que se había abstenido de tener parte en la triste guerra, y los troyanos se espantaron y un fuerte temblor les ocupó los miembros, tan pronto como vieron al Pelión, ligero de pies, que con su reluciente armadura semejaba al dios Ares, funesto a los mortales. Mas, luego que las olímpicas deidades penetraron por entre la muchedumbre de los guerreros, levantóse la terrible Discordia, que enardece a los varones; Atenea daba fuertes gritos, unas veces a orillas del foso cavado al pie del muro, y otras en los altos y sonoros promontorios; y Ares, que parecía un negro torbellino, vociferaba también y animaba vivamente a los troyanos, ya desde el punto más alto de la ciudad, ya corriendo por la Bella Colina, a orillas del Simoente.

54
De este modo los felices dioses, instigando a unos y a otros, los hicieron venir a las manos y promovieron una reñida contienda. El padre de los hombres y de los dioses tronó horriblemente en las alturas; Poseidón, por debajo, sacudió la inmensa tierra y las excelsas cumbres de los montes; y retemblaron así las laderas y las cimas del Ida, abundante en manantiales, como la ciudad troyana y las naves aqueas. Asustóse Aidoneo, rey de los infiernos, y saltó del trono gritando; no fuera que Poseidón, que sacude la tierra, la desgarrase y se hicieran visibles las mansiones horrendas y tenebrosas que las mismas deidades aborrecen. ¡Tanto estrépito se produjo cuando los dioses entraron en combate! Al soberano Poseidón le hizo frente Febo Apolo con sus aladas flechas; a Enialio, Atenea, la diosa de ojos de lechuza; a Hera, Ártemis, que lleva arco de oro, ama el bullicio de la caza, se complace en tirar saetas y es hermana del que hiere de lejos; a Leto, el poderoso y benéfico Hermes; y a Hefesto, el gran río de profundos vórtices, llamado por los dioses Janto y por los hombres Escamandro.

75
Así los dioses salieron al encuentro los unos de los otros. Aquiles deseaba romper por el gentío en derechura a Héctor Priámida, pues el ánimo le impulsaba a saciar con la sangre del héroe a Ares, infatigable luchador. Mas Apolo, que enardece a los guerreros, movió a Eneas a oponerse al Pelión, infundiéndole gran valor y hablándole así, después de tomar la voz y la figura de Licaón, hijo de Príamo:

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—¡Eneas, consejero de los troyanos! ¿Qué es de aquellas amenazas hechas por ti en los banquetes de los reyes troyanos, de que saldrías a combatir con el Pelida Aquiles?

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Y a su vez Eneas le respondió diciendo:

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—¡Priámida! ¿Por qué me ordenas que luche, sin desearlo mi voluntad, con el animoso Pelión? No fuera la primera vez que me viese frente a Aquiles, el de los pies ligeros: en otro tiempo, cuando vino adonde pacían nuestras vacas y tomó a Lirneso y a Pédaso, persiguióme por el Ida con su lanza; y Zeus me salvó, dándome fuerzas y agilizando mis rodillas. Sin su ayuda hubiese sucumbido a manos de Aquiles y de Atenea, que le precedía, le daba la victoria y le animaba a matar léleges y troyanos con la broncínea lanza. Por eso ningún hombre puede combatir con Aquiles, porque a su lado asiste siempre alguna deidad que le libra de la muerte. En cambio, su lanza vuela recta y no se detiene hasta que ha atravesado el cuerpo de un enemigo. Si un dios igualara las condiciones del combate, Aquiles no me vencería fácilmente; aunque se gloriase de ser todo de bronce.

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Replicóle el soberano Apolo, hijo de Zeus:

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—¡Héroe! Ruega tú también a los sempiternos dioses, pues dicen que naciste de Afrodita, hija de Zeus, y aquél es hijo de una divinidad inferior. La primera desciende de Zeus, ésta tuvo por padre al anciano del mar. Levanta el indomable bronce y no te arredres por oír palabras duras o amenazas.

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Apenas acabó de hablar, infundió grandes bríos al pastor de hombres; y éste, que llevaba una reluciente armadura de bronce, se abrió paso por los combatientes delanteros. Hera, la de los níveos brazos, no dejó de advertir que el hijo de Anquises atravesaba la muchedumbre para salir al encuentro del Pelión; y, llamando a otros dioses, les dijo:

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—Considerad en vuestra mente, Poseidón y Atenea, cómo esto acabará; pues Eneas, armado de reluciente bronce, se encamina en derechura al Pelión por excitación de Febo Apolo. Ea, hagámosle retroceder, o alguno de nosotros se ponga junto a Aquiles, le infunda gran valor y no deje que su ánimo desfallezca; para que conozca que le quieren los inmortales más poderosos, y que son débiles los dioses que en el combate y la pelea protegen a los troyanos. Todos hemos bajado del Olimpo a intervenir en esta batalla, para que Aquiles no padezca hoy ningún daño de parte de los troyanos; y luego sufrirá lo que la Parca dispuso, hilando el lino, cuando su madre te dio a luz. Si Aquiles no se entera por la voz de los dioses, sentirá temor cuando en el combate le salga al encuentro alguna deidad; pues los dioses, en dejándose ver, son terribles.

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Respondióle Poseidón, que sacude la tierra:

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—¡Hera! No te irrites más de lo razonable, pues no te es preciso. Ni yo quisiera que nosotros, que somos los más fuertes, promoviéramos la contienda entre los dioses. Vayámonos de este camino y sentémonos en aquella altura, y de la batalla cuidarán los hombres. Y si Ares o Febo Apolo dieren principio a la pelea o detuvieren a Aquiles y no le dejaren combatir, iremos enseguida a luchar con ellos, y me figuro que pronto tendrán que retirarse y volver al Olimpo, a la reunión de los demás dioses, vencidos por la fuerza de nuestros brazos.

144
Dichas estas palabras, el dios de los cerúleos cabellos llevólos al alto terraplén que los troyanos y Palas Atenea habían levantado en otro tiempo para que el divino Heracles se librara de la ballena cuando, perseguido por ésta, pasó de la playa a la llanura. Allí Poseidón y los otros dioses se sentaron, extendiendo en derredor de sus hombros una impenetrable nube; y al otro lado, en la cima de la Bella Colina, en torno de ti, oh Febo, que hieres de lejos, y de Ares, que destruye las ciudades, acomodáronse las deidades protectoras de los troyanos.

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Así unos y otros, sentados en dos grupos, deliberaban y no se decidían a empezar el funesto combate. Y Zeus desde lo alto les incitaba a comenzarlo.

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Todo el campo, lleno de hombres y caballos, resplandecía con el lucir del bronce; y la tierra retumbaba debajo de los pies de los guerreros que a luchar salían. Dos varones, señalados entre los más valientes, deseosos de combatir, se adelantaron a los suyos para encontrarse entre ambos ejércitos: Eneas, hijo de Anquises, y el divino Aquiles. Presentóse primero Eneas, amenazador, tremolando el sólido casco: protegía el pecho con el fuerte escudo y vibraba broncínea lanza. Y el Pelida desde el otro lado fue a oponérsele como un voraz león, para matar al cual se reúnen los hombres de todo un pueblo; y el león al principio sigue su camino despreciándolos; mas, así que uno de los belicosos jóvenes le hiere con un venablo, se vuelve hacia él con la boca abierta, muestra los dientes cubiertos de espuma, siente gemir en su pecho el corazón valeroso, se azota con la cola muslos y caderas para animarse a pelear, y con los ojos centelleantes arremete fiero hasta que mata a alguien o él mismo perece en la primera fila; así le instigaban a Aquiles su valor y ánimo esforzado a salir al encuentro del magnánimo Eneas. Y tan pronto como se hallaron frente a frente, el divino Aquiles, el de los pies ligeros, habló diciendo:

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—¡Eneas! ¿Por qué te adelantas tanto a la turba y me aguardas? ¿Acaso el ánimo te incita a combatir conmigo por la esperanza de reinar sobre los troyanos, domadores de caballos, con la dignidad de Príamo? Si me matases, no pondría Príamo en tu mano tal recompensa; porque tiene hijos, conserva entero el juicio y no es insensato. ¿O quizás te han prometido los troyanos acotarte un hermoso campo de frutales y sembradío que a los demás aventaje, para que puedas cultivarlo, si me quitas la vida? Me figuro que te será difícil conseguirlo. Ya otra vez te puse en fuga con mi lanza. ¿No recuerdas que, hallándote solo, te aparté de tus bueyes y te perseguí por el monte Ida corriendo con ligera planta? Entonces huías sin volver la cabeza. Luego te refugiaste en Lirneso y yo tomé la ciudad con la ayuda de Atenea y del padre Zeus, y me llevé las mujeres haciéndolas esclavas; mas a ti te salvaron Zeus y los demás dioses. No creo que ahora te guarden, como espera tu corazón; y te aconsejo que vuelvas a tu ejército y no te quedes frente a mí, antes que padezcas algún daño; que el necio sólo conoce el mal cuando ha llegado.

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Y a su vez Eneas le respondió diciendo:

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—¡Pelida! No creas que con esas palabras me asustarás como a un niño, pues también sé proferir injurias y baldones. Conocemos el linaje de cada uno de nosotros y cuáles fueron nuestros respectivos padres, por haberlo oído contar a los mortales hombres; que ni tú viste a los míos, ni yo a los tuyos. Dicen que eres prole del eximio Peleo y tienes por madre a Tetis, ninfa marina de hermosas trenzas; mas yo me glorío de ser hijo del magnánimo Anquises y mi madre es Afrodita: aquéllos o éstos tendrán que llorar hoy la muerte de su hijo, pues no pienso que nos separemos sin combatir, después de dirigirnos pueriles insultos. Si deseas saberlo, te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido. Primero Zeus, que amontona las nubes, engendró a Dárdano, y éste fundó la Dardania al pie del Ida, en manantiales abundoso; pues aún la sacra Ilio, ciudad de hombres de voz articulada, no había sido edificada en la llanura. Dárdano tuvo por hijo al rey Erictonio, que fue el más opulento de los mortales hombres: poseía tres mil yeguas que, ufanas de sus tiernos potros, pacían junto a un pantano.— El Bóreas enamoróse de algunas de las que vio pacer, y, transfigurado en caballo de negras crines, hubo de ellas doce potros que en la fértil tierra saltaban por encima de las mieses sin romper las espigas y en el ancho dorso del espumoso mar corrían sobre las mismas olas.— Erictonio fue padre de Tros, que reinó sobre los troyanos; y éste dio el ser a tres hijos irreprensibles: Ilo, Asáraco y el deiforme Ganimedes, el más hermoso de los hombres, a quien arrebataron los dioses a causa de su belleza para que escanciara el néctar a Zeus y viviera con los inmortales. Ilo engendró al eximio Laomedonte, que tuvo por hijos a Titono, Príamo, Lampo, Clitio a Hicetaón, vástago de Ares. Asáraco engendró a Capis, cuyo hijo fue Anquises. Anquises me engendró a mí, y Príamo al divino Héctor. Tal alcurnia y tal sangre me glorío de tener. Pero Zeus aumenta o disminuye el valor de los guerreros como le place, porque es el más poderoso. Ea, no nos digamos más palabras como si fuésemos niños, parados así en medio del campo de batalla. Fácil nos sería inferimos tantas injurias, que una nave de cien bancos de remeros no podría Ilevarlas. Es voluble la lengua de los hombres, y de ella salen razones de todas clases; hállanse muchas palabras acá y allá, y cual hablares tal oirás la respuesta. Mas ¿qué necesidad tenemos de altercar, disputando e injuriándonos, como mujeres irritadas, las cuales, movidas por roedor encono, salen a la calle y se zahieren diciendo muchas cosas, verdaderas unas y falsas otras, que la cólera les dicta? No lograrás con tus palabras que yo, estando deseoso de combatir, pierda el valor antes de que con el bronce y frente a frente peleemos. Ea, acometámonos enseguida con las broncíneas lanzas.

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Dijo; y, arrojando la fornida lanza, clavóla en el terrible y horrendo escudo de Aquiles, que resonó grandemente en torno de ella. El Pelida, temeroso, apartó el escudo con la robusta mano, creyendo que la luenga lanza del magnánimo Eneas lo atravesaría fácilmente. ¡Insensato! No pensó en su mente ni en su espíritu que los eximios presentes de los dioses no pueden ser destruidos con facilidad por los mortales hombres, ni ceder a sus fuerzas. Y así la pesada lanza de Eneas no perforó entonces la rodela por haberlo impedido la lámina de oro que el dios puso en medio, sino que atravesó dos capas y dejó tres intactas, porque eran cinco las que el dios cojo había reunido: las dos de bronce, dos interiores de estaño, y una de oro, que fue donde se detuvo la lanza de fresno.

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