Read La insoportable levedad del ser Online
Authors: Milan Kundera
Sabina cogió su cámara y Teresa se desnudó. Estaba ante Sabina desnuda y desarmada. Literalmente desarmada, es decir, sin la cámara con la que hasta hacía un momento se cubría la cara y apuntaba a Sabina como con un arma. Estaba entregada a la amante de Tomás. Aquella hermosa entrega la embriagaba. Deseaba que los instantes durante los cuales estaba desnuda ante ella, no acabaran nunca.
Creo que Sabina también percibió el particular encanto de la situación; la mujer de su amante estaba ante ella, curiosamente entregada y tímida. Apretó dos o tres veces el disparador y luego, como si aquel encanto le hubiera dado miedo y quisiera alejarlo de sí, se echó a reír sonoramente.
Teresa también rió y las dos mujeres se vistieron.
Todos los anteriores crímenes del imperio ruso tuvieron lugar bajo la cobertura de una discreta sombra. La deportación de medio millón de lituanos, el asesinato de cientos de miles de polacos, la liquidación de los tártaros de Crimea, todo eso quedó en la memoria sin documentos fotográficos y, por lo tanto, como algo indemostrable, de lo que más tarde o más temprano se afirmará que fue mentira. En cambio, la invasión de Checoslovaquia en 1968 fue fotografiada y filmada por completo y está depositada en los archivos de todo el mundo.
Los fotógrafos y los camarógrafos checos se dieron cuenta de que sólo ellos podían hacer lo iónico que todavía podía hacerse: conservar para un futuro lejano la imagen de la violencia. Teresa se pasó siete días enteros en la calle fotografiando a los soldados y oficiales rusos en todas las situaciones que resultaban comprometedoras para ellos. Los rusos no sabían qué hacer. Habían recibido instrucciones precisas acerca de cómo debían comportarse cuando alguien les disparase o les tirase piedras, pero nadie les había dicho qué tenían que hacer cuando alguien les apuntase con el objetivo de una cámara.
Sacó un montón de carretes. La mitad de ellos se los regaló sin revelar a periodistas extranjeros (la frontera seguía abierta, los periodistas venían al menos por unos días y agradecían cualquier documento que pudieran conseguir). Muchas de aquellas fotos aparecieron en los más diversos periódicos extranjeros: había tanques, puños amenazantes, casas semiderruidas, muertos cubiertos con la ensangrentada bandera roja, blanca y azul, jóvenes que iban en moto a una enloquecida velocidad alrededor de los tanques y agitaban banderas nacionales con largos mástiles, jovencitas con faldas increíblemente cortas que provocaban a los pobres soldados rusos, sexualmente hambrientos, besándose ante sus ojos con viandantes desconocidos. He dicho ya que la invasión rusa no fue sólo una tragedia sino también una fiesta del odio, llena de una extraña (y ya inexplicable) euforia.
Teresa se llevó a Suiza unas cincuenta fotografías que reveló ella misma cuidadosamente con todo su arte. Fue a ofrecerlas a un gran semanario. El redactor la recibió con amabilidad (todos los checos llevaban aún alrededor de la cabeza la aureola de su desgracia, que enternecía a los buenos suizos), la invitó a sentarse en un sillón, miró las fotos, las elogió y le explicó que ahora, cuando ya había transcurrido cierto tiempo desde los acontecimientos, no había («¡a pesar de que son muy hermosas!») posibilidad alguna de publicarlas.
«¡Pero en Praga nada ha terminado!», protestó e intentó explicarle en mal alemán que ahora, precisamente cuando el país está ocupado, se crean en las fábricas, pese a todo, consejos de autogestión, que los estudiantes están en huelga en protesta por la ocupación y que todo el país sigue viviendo a su modo. ¡Eso es lo que resulta increíble! ¡Y ya no le interesa a nadie!
El redactor se puso contento al ver entrar en la habitación a una mujer enérgica, que interrumpió su conversación. La mujer le entregó una carpeta y le dijo:
—Aquí está el reportaje de la playa nudista.
El redactor era una persona fina y temía que la checa que había fotografiado los tanques considerase que retratar a gente desnuda en la playa era una frivolidad. Por eso colocó la carpeta muy lejos, al borde de la mesa y le dijo en seguida a la mujer que acababa de llegar:
—Te presento a una compañera tuya de Praga. Me ha traído unas fotos preciosas.
La mujer le dio la mano a Teresa y cogió sus fotos.
—Échele mientras tanto una mirada a las mías —dijo.
Teresa estiró el brazo hasta la carpeta y sacó las fotos.
El redactor le dijo a Teresa con voz casi de disculpa:
—Esto es exactamente lo contrario de lo que ha fotografiado usted.
Teresa dijo:
—Qué va. Si es lo mismo.
Nadie entendió aquella frase y a mí mismo me causa cierta dificultad explicar lo que quería decir Teresa al comparar a una playa nudista con la invasión rusa. Estuvo observando las fotografías y se fijó durante largo rato en una en la que aparecían los cuatro miembros de una familia: la madre desnuda, inclinada hacia los hijos, de modo que le colgaban unas grandes tetas, como le cuelgan a las cabras o a las vacas; detrás, el padre igualmente inclinado, cuyo paquete parecía también una especie de ubre en miniatura.
—¿No le gusta? —preguntó el redactor.
—Está estupendamente hecha.
—Más bien parece que es el tema lo que le choca —dijo la fotógrafa—. Se le nota en seguida que usted no es de las que van a una playa nudista.
—No —dijo Teresa.
El redactor sonrió:
—Al fin y al cabo, se nota de dónde viene. Los países comunistas son terriblemente puritanos.
La fotógrafa dijo con maternal amabilidad:
—¡No hay nada de particular en los cuerpos desnudos! ¡Son normales! ¡Todo lo que es normal, es bello!
Teresa recordó a su madre cuando andaba desnuda por la casa. Oía en su interior una risa que sonaba en algún lugar a sus espaldas, mientras corría a cerrar las cortinas para que nadie viese a la madre desnuda.
La fotógrafa invitó a Teresa a tomar un café.
—Las fotos que ha hecho son muy interesantes. He notado que tiene un enorme sentido del cuerpo femenino. ¡Ya sabe a lo que me refiero! ¡Esas jóvenes en posturas provocativas!
—¿Las que se besan frente a los tanques rusos? —Sí. Sería usted una estupenda fotógrafa de moda. Claro que para eso necesitaría ponerse en contacto con alguna modelo. Lo mejor es que sea alguien que esté empezando, como usted. Luego podría hacer una serie de fotos de muestra para alguna firma. Claro que le haría falta algo de tiempo antes de salir adelante. Mientras tanto, sólo hay una cosa que podría hacer por usted. Presentarle al redactor que lleva la sección de jardinería. Es posible que allí necesiten fotos de cactus, rosas y cosas de ésas. —Muchas gracias —dijo Teresa sinceramente, porque notaba que la mujer que estaba frente a ella tenía buena voluntad.
Pero luego se dijo: ¿por qué iba a tener que hacer fotos de cactus? Y le repugnó la idea de tener que pasar una vez más por lo que había pasado ya en Praga: la lucha por el puesto, por la carrera, por cada foto publicada. Nunca había sido ambiciosa por orgullo. Lo que quería era escapar del mundo de la madre. Sí, lo tenía completa mente claro: fotografiaba con gran ahínco, pero podía dedicar aquel ahínco a cualquier otra actividad, porque la fotografía no era más que un medio para llegar «más lejos y más alto» y vivir junto a Tomás. Dijo:
Sabe, mi marido es médico y puede mantenerme. No necesito dedicarme a la fotografía.
La fotógrafa dijo:
—¡No entiendo cómo puede dejar la fotografía después de haber hecho unos retratos tan hermosos!
Sí, las fotografías de los días de la invasión fueron otra cosa. Aquéllas no las había hecho motivada por Tomás, sino por pasión. Pero no por la pasión por la fotografía, sino por la pasión del odio. Una situación así nunca volverá ya a repetirse. Además, aquellas fotografías, que hizo apasionadamente, nadie las quiere ya porque no son actuales. Sólo el cactus es eternamente actual. Y los cactus no le interesan.
Dijo:
—Es usted muy amable. Pero prefiero quedarme en casa. No necesito un empleo.
La fotógrafa dijo:
—¿Y se encuentra a gusto quedándose en casa?
Teresa dijo:
—Más que fotografiando cactus.
La fotógrafa dijo:
—Aunque fotografíe cactus, es su vida. Si vive sólo para su marido, no es su vida.
Teresa se sintió repentinamente irritada:
—Mi vida es mi hombre y no los cactus.
También la fotógrafa hablaba con irritación:
—¿Es capaz de decir que se siente feliz?
Teresa dijo (con la misma irritación):
¡Claro que me siento feliz!
La fotógrafa dijo:
—Eso sólo lo puede decir una mujer muy... —no quiso terminar de decir lo que pensaba.
Teresa lo completó:
—Quiere decir: una mujer muy limitada.
La fotógrafa se contuvo y dijo:
—Limitada, no. Anacrónica.
Teresa dijo pensativa:
Tiene razón. Eso es exactamente lo que mi hombre dice de mí.
Pero Tomás pasaba días enteros en el hospital y ella estaba sola en casa. ¡Suerte que tenía a Karenin y podía salir a dar largos paseos con él! Cuando regresaba a casa se sentaba a estudiar los manuales de alemán y francés. Pero estaba triste y le costaba trabajo concentrarse. Con frecuencia se acordaba del discurso que pronunció Dubcek por la radio cuando volvió de Moscú. Había olvidado ya lo que dijo pero seguía oyendo su voz temblorosa. Pensaba en él: soldados extranjeros le detuvieron, a él, al jefe de un Estado independiente, en su propio país, se lo llevaron, lo tuvieron cuatro días en algún lugar de las montañas de Ucrania, le dieron a entender que iban a fusilarlo como habían hecho veinte años antes con su antecesor húngaro Imre Nagy, después lo llevaron a Moscú, le ordenaron que se bañase, se afeitase, se vistiese, se pusiese la corbata, le anunciaron que ya no estaba destinado al fusilamiento, le ordenaron que siguiese considerándose jefe del Estado, lo sentaron a una mesa frente a Brezhnev y le obligaron a negociar.
Volvió humillado y habló para una nación humillada. Estaba tan humillado que no podía hablar. Teresa nunca olvidará aquellas terribles pausas en medio de sus frases. ¿Estaba tan exhausto? ¿Enfermo? ¿Drogado? ¿O no era más que desesperación? Aunque no quedase nada de Dubcek, esas largas y horribles pausas, cuando no podía respirar, cuando trataba de recuperar el aliento ante toda la nación, que estaba pegada a los receptores, esas pausas quedarán. En aquellas pausas estaba todo el horror que había caído sobre su país.
Era el séptimo día después de la invasión, escuchaba aquel discurso en la redacción de un diario que en aquellos días se había convertido en un periódico de la resistencia. Todos los que oían allí a Dubcek, lo odiaban en aquel momento. Le echaban en cara el compromiso que él había tolerado, se sentían humillados por su humillación y su debilidad les ofendía.
Cuando recordaba ahora, en Zurich, aquel momento, ya no sentía desprecio hacia Dubcek. La palabra debilidad ya no suena como una condena. Cuando hay que hacer frente a un enemigo superior en número, siempre se es débil, aunque se tenga un cuerpo atlético como Dubcek. Aquella debilidad, que entonces le había parecido insoportable, repugnante, y que los había expulsado del país, de repente la atraía. Se daba cuenta de que formaba parte de los débiles, del campo de los débiles, del país de los débiles y que tenía que serles fiel precisamente porque eran débiles y se quedaban sin aliento en mitad de la frase.
Se sentía atraída por esa debilidad como por el vértigo. Atraída porque ella misma se sentía débil. De nuevo empezó a tener celos y de nuevo le temblaban las manos. Tomás lo vio e hizo un gesto que ella conocía bien, cogió las manos de ella entre las suyas para tranquilizarla, apretándoselas. Ella las retiró bruscamente.
—¿Qué te pasa? —dijo.
—Nada.
—¿Qué quieres que haga por ti?
—Quiero que seas viejo. Diez años mayor. ¡Veinte años mayor!
Quería decir: Quiero que seas débil. Quiero que seas tan débil como yo.
Karenin nunca había deseado ir a vivir a Suiza. Karenin odiaba los cambios. El tiempo de un perro no transcurre en línea recta, no avanza siempre hacia adelante, de una cosa a la siguiente. Transcurre en círculo como el tiempo de las manecillas del reloj, que tampoco corren enloquecidas siempre hacia adelante, sino que dan vueltas alrededor de la esfera, todos los días por el mismo camino. Bastaba que en Praga compraran una silla nueva o cambiaran de sitio una maceta para que Karenin lo registrase con disgusto. Aquello perturbaba su tiempo. Era como si alguien le estuviese cambiando permanentemente a las manecillas los números de la esfera.
A pesar de eso, pronto consiguió rehacer en la casa de Zurich el viejo orden y las viejas ceremonias. Al igual que en Praga, por las mañanas saltaba encima de la cama para darles la bienvenida al nuevo día, acompañaba luego a Teresa a hacer las compras y exigía, como en Praga, su paseo habitual.
Era el reloj de sus vidas. En los momentos de desesperanza, ella se hacía el propósito de aguantar por él, porque él era aún más débil que ella, quizás aún más débil que Dubcek y su patria abandonada.
Habían vuelto del paseo y estaba sonando el teléfono. Levantó el auricular y preguntó quién era.
Era una voz de mujer, hablaba en alemán y preguntaba por Tomás. Era una voz impaciente y a Teresa le pareció que tenía un deje de desprecio. Cuando dijo que Tomás no estaba en casa y que no sabía cuándo volvería, la mujer que estaba al otro lado del teléfono se rió y colgó sin despedirse.
Teresa sabía que no había pasado nada. Podía ser una enfermera del hospital, una paciente, una secretaria, cualquiera. Sin embargo estaba excitada y era incapaz de concentrarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había perdido hasta aquel poco de fuerza que le quedaba aún en Bohemia y de que ya no era capaz de sobrellevar ni siquiera un incidente insignificante como ése.
El que está en el extranjero vive en un espacio vacío en lo alto, encima de la tierra, sin la red protectora que le otorga su propio país, donde tiene a su familia, sus compañeros, sus amigos y puede hacerse entender fácil mente en el idioma que habla desde la infancia. En Praga sólo dependía de Tomás con el corazón. Aquí depende por completo. Si la abandonase, ¿qué le pasaría? ¿Va a tener que vivir toda su vida temiendo perderlo?
Piensa: Su encuentro estuvo basado desde el comienzo en el error. La Ana Karenina que llevaba bajo el brazo era una contraseña falsa que había engañado a Tomás. Cada uno de ellos había creado un infierno para el otro, pese a que se querían. El hecho de que se quisieran demostraba que el error no residía en ellos, en su comportamiento o en la inestabilidad de sus sentimientos, sino en que no congeniaban porque él era fuerte y ella débil. Ella es como Dubcek, que hace en medio de una sola frase una pausa de medio minuto, es como su patria, que tartamudea, pierde el aliento y no puede hablar.