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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

La inteligencia emocional (49 page)

BOOK: La inteligencia emocional
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Por su parte, la desipramina, uno de los tricíclicos más utilizados (y más seguros) para el tratamiento de los adultos, está siendo actualmente ohjeto de estudio por parte del fDa Feod and Drues Administration, como una posible causa de mortatidad infantil, asociadas a ese estado, a hacer amigos, a relacionarse mejor con sus padres y a comprometerse en aquellas actividades sociales que les resultaban más atractivas. El 55% de los participantes en el programa, de ocho semanas de duración, logró recuperarse de su depresión, algo que sólo consiguió el 25% de los estudiantes deprimidos que no se habían beneficiado del programa. Un año más tarde, el 25% de los componentes del grupo de control había caído en una depresión mayor frente al 14% de los alumnos que habían participado en el programa de prevención. Así pues, aunque el programa sólo durase ocho sesiones, redujo a la mitad el riesgo de contraer una depresión. El mismo tipo de conclusiones esperanzadoras nos ofrece un programa especial de frecuencia semanal dirigido a niños de edades comprendidas entre los diez y los trece años que tenían frecuentes disputas con sus padres y que también presentaban síntomas de depresión. Durante estas sesiones extraescolares los niños aprendían ciertas habilidades emocionales básicas, como hacer frente a los problemas, pensar antes de actuar y, tal vez lo mas importante, revisar y modificar las creencias pesimistas ligadas a la depresión (como, por ejemplo, tomar la firme resolución de esforzarse más en el estudio después de haber obtenido malos resultados en un examen, en vez de pensar «no soy lo suficientemente listo»).

En opinión del psicólogo Martin Seligman, uno de los creadores de este programa de doce semanas de duración: «en estas clases los niños aprenden que es posible hacer frente a estados de ánimo como la ansiedad, el abatimiento o el enfado, y que la transformación de nuestros pensamientos nos permite, en cierto modo, transformar también nuestros sentimientos». Según Seligman, el hecho de hacer frente a los pensamientos depresivos disipa las tinieblas del estado de ánimo negativo y «sólo depende del esfuerzo sostenido momento a momento el que esto termine convirtiéndose en un hábito».

Estas sesiones especiales también redujeron a la mitad la frecuencia de las depresiones después de dos años de haber concluido el programa. Al cabo de un año, sólo el 8% de los participantes arrojaron unos resultados en un test sobre depresión que los situaba en un nivel entre moderado y grave, (frente al 29% de los niños pertenecientes al grupo de control), mientras que, dos años después, el 20% de los muchachos que habían seguido el curso mostraban algunos síntomas de depresión moderada (en comparación con el 44% del grupo de control).

El aprendizaje de estas habilidades emocionales puede resultar especialmente útil en plena adolescencia. Como observa Seligman: «estos chicos suelen estar mejor preparados para afrontar la ansiedad normal que experimenta el adolescente frente al rechazo, y parecen haber aprendido esta habilidad en un período especial mente crítico para la depresión que tiene lugar alrededor de los diez años de edad. Después de aprendida, esta lección parece persistir e incluso fortalecerse en el curso de los años posteriores, sugiriendo claramente su aplicabilidad a la vida cotidiana».

Los especialistas en la depresión infantil se muestran sumamente esperanzados con la aparición de estos nuevos programas.

Según me comentaba Kovac: «si queremos intervenir eficazmente en problemas psiquiátricos tales como la depresión, tenemos que hacer algo antes de que los niños enfermen. La única solucion parece pasar por algún tipo de vacuna psicológica».

LOS TRASTORNOS ALIMENTICIOS

En una epoca en la que estudiaba psicología clínica a finales de los sesenta, conocí a dos mujeres que sufrían trastornos de la conducta alimentaria, aunque sólo me di cuenta de ello varios años después. Una de ellas, una brillante licenciada en matemáticas por Harvard, era amiga mía desde mis días de estudiante universitario, la otra era bibliotecaria del MIT (Massachusetts Institute ol Technology) Mi amiga matemática se hallaba esqueléticamente delgada pero no podía comer porque, según decía, «la comida le repugnaba»; en cambio, la bibliotecaria era gruesa y solía atiborarse de helados, pastel de zanahoria y todo tipo de dulces aunque después —como me confesó avergonzada en cierta ocasión— solía ir al servicio a provocarse el vómito.

Hoy en día, a la primera de ellas le diagnosticaría una anorexia y a la otra una bulimia, pero, en aquellos años, los clínicos sólo estaban empezando a hablar de estos problemas y ni siquiera existían estas etiquetas. Hilda Bruch, una pionera de este movimiento, publicó su primer artículo sobre los trastornos de la conducta alimentaria en 1969. Bruch, que se hallaba desconcertada por los casos de mujeres cuya dieta las llevaba al borde de la muerte, propuso que una de las causas de este problema radica en la incapacidad de estas mujeres para identificar y responder adecuadamente a sus demandas corporales y especialmente, por supuesto, a la sensación de hambre. Desde entonces, la literatura clínica sobre los trastornos de la conducta alimentaria ha proliferado como las setas y ha aparecido multitud de teorías que tratan de explicar sus posibles causas. Estas causas van desde las chicas que se quieren mantener eternamente jóvenes y se sienten obligadas a luchar infatigablemente para lograr un modelo inalcanzable de belleza femenina, hasta las madres posesivas que terminan enredando a sus hijas en una trama autoritaria de culpabilidad y verguenza.

Pero la mayor parte de estas hipótesis adolecían de la gran desventaja de ser extrapolaciones hechas según observaciones efectuadas durante la terapia. Desde un punto de visto científico es mucho más aconsejable llevar a cabo investigaciones sobre grandes grupos durante varios años para determinar quiénes terminan superando el problema. Sólo este tipo de investigación podrá ayudarnos a determinar con exactitud las variables que favorecen la aparición del problema y diferenciarlas de aquellas otras condiciones que, si bien parecen relacionadas, no tienen una incidencia directa sobre él.

Un estudio de este tipo llevado a cabo con más de novecientas muchachas que se hallaban entre el séptimo y el décimo curso puso de manifiesto la existencia de serias deficiencias emocionales (como, por ejemplo, la incapacidad de dominar y expresar los sentimientos desagradables). Sesenta y una chicas de décimo curso de un instituto de las afueras de Minneapolis presentaban ya graves síntomas de anorexia y bulimia. Cuanto mayor era la gravedad del trastorno, más desbordantes eran los sentimientos negativos con que las chicas reaccionaban a los contratiempos, dificultades y problemas que la vida les presentaba y menor era también su conciencia de sus verdaderos sentimientos.

la combinación de estas dos tendencias emocionales con el rechazo hacia el propio cuerpo, daba como resultado la anorexia o la bulimia. Esa investigación también descubrió que los padres autoritarios no desempeñan un papel decisivo en la etiología de los trastornos de la conducta alimentaria. Como la misma Bruch había advertido, las teorías explicativas basadas en la percepción o comprensión a posteriori (como. por ejemplo, que los padres pueden llegar fácilmente a ser posesivos como respuesta a sus desesperados intentos por controlar a una hija que padece un trastorno alimenticio) son probablemente inadecuadas. Las explicaciones más populares, como el miedo a la sexualidad, el inicio precoz de la pubertad o la baja autoestima también demostraron carecer de todo fundamento.

Esta investigación demostró que el principal desencadenante de este trastorno radica en una sociedad obsesionada por un modelo ideal de belleza antinaturalmente delgado. Mucho antes del inicio de la adolescencia, las chicas ya comienzan a conceder importancia a su peso. Por ejemplo, una niña de seis años rompió a llorar cuando su madre le dijo que el bañador la hacía parecer gorda cuando, en opinión del pediatra que presenta el caso, el peso de la niña era normal para su estatura» Un estudio realizado con adolescentes descubrió que el 50% de ellas creían que estaban demasiado gruesas, a pesar de que la inmensa mayoría tenía un peso completamente normal. No obstante, el estudio de Minneapolis también demostró que la obsesión por el peso no basta para explicar por qué ciertas chicas desarrollan este tipo de problemas alimenticios.

Muchas personas obesas son incapaces de expresar la diferencia que existe entre tener miedo, estar hambriento o sentirse enfadado e interpretan confusamente todos estos sentimientos como si estuvieran relacionados con el hambre, una situación que las lleva a comer compulsivamente cada vez que se sienten preocupadas. Y algo similar parece estar ocurriéndoles a las muchachas que padecen trastornos de la conducta alimentaria. Gloria Leon, la psicóloga de la Universivad de Minnesota que llevó a cabo este estudio, observó que: «estas muchachas manifiestan una conciencia muy pobre de sus sentimientos y de los mensajes de su cuerpo, lo cual constituye un predictor claro de que, en el curso de los dos años posteriores, desarrollarán alguno de estos desórdenes. La mayoría de los niños aprenden a disíinguir entre sus sensaciones y son capaces de discernir si están aburridos, enfadados, deprimidos o hambrientos, una habilidad que forma parte del aprendizaje emocional básico. Pero estas muchachas tienen dificultades para saber qué es lo que realmente sienten. De este modo, cuando, por ejemplo, tienen un problema con su novio, no saben si están enfadadas, ansiosas o deprimidas, lo único que experimentan es una difusa tormenta emocional con la que no saben cómo relacionarse y tratan de superarla comiendo, algo que puede llegar a convertirse en un hábito muy arraigado».

Cuando esta forma de tranquilizarse choca con las presiones que sufren las chicas para mantenerse delgadas, queda expedito el camino para el desarrollo de algún tipo de trastorno alimentario.

Como observa Leon: «al comienzo, la muchacha puede empezar a comer vorazmente, pero si quiere mantenerse delgada tiene que tratar de provocarse el vómito, tomar laxantes o realizar un intenso esfuerzo físico que la libre del exceso de peso. Otra de las modalidades utilizadas para controlar la confusión emocional puede ser la de no comer en absoluto, ya que esto parece proporcionarle un mínimo control sobre los sentimientos angustiantes».

Cuando estas chicas, que combinan una escasa conciencia de si mismas con una habilidad social empobrecida, se sienten alteradas, son incapaces de calmar su sensación de angustia. En tal caso, los problemas con los padres o los amigos disparan el trastorno alimenticio, ya sea éste la bulimia, la anorexia o simplemente la voracidad compulsiva. En opinión de Leon, el tratamiento eficaz de esta clase de chicas debería incluir algún tipo de adiestramiento en las habilidades emocionales de las que carecen. Según me dijo Leon: «los clínicos han constatado que la terapia funciona mejor cuando presta atención a estas deficiencias. Estas muchachas deben aprender a identificar sus sentimientos, a tranquilizarse y a orientar más adecuadamente sus relaciones sin abandonarse a sus irregulares hábitos alimenticios.»

LOS SOLITARIOS Y LOS MARGINADOS

Fue un pequeño drama de la escuela primaria. Ben, un alumno de cuarto curso con muy pocos amigos, acababa de oír decir a su compañero Jason que no iban a jugar juntos durante la hora de la comida porque quería jugar con otro niño llamado Chad. Ben, entonces, se derrumbó, escondió la cabeza entre las manos y se puso a llorar. Al cabo de un rato se dirigió a la mesa en la que Jason y Chad estaban comiendo y dijo:

—¡Te odio!

—¿Por qué? —preguntó éste.

—Porque me has mentido —respondió Ben en tono acusatorio—. Toda la semana has estado diciendo que hoy jugarías conmigo y me has engañado.

Luego Ben se alejó visiblemente enfadado a su mesa vacía y empezó a sollozar en silencio. Jason y Chad se dirigieron entonces hacia él y trataron de hablarle, pero Ben se tapó los oídos ignorándoles y salió corriendo del comedor para esconderse detrás de un contenedor de basura. Un grupo de chicas que había presenciado el diálogo trató entonces de mediar en la disputa y le dijeron que Jason quería jugar con él. Pero Ben tampoco quiso escucharías y les respondió que le dejaran solo. Luego siguió alimentando su resentimiento, acompañado tan sólo de su llanto.

Una situación desoladora, ¿qué duda cabe? La sensación de sentírse rechazado y falto de la amistad de los demás es algo con lo que todos debemos enfrentarnos en algún momento de nuestra infancia o de nuestra adolescencia. Pero lo que resulta más llamativo en el caso de Ben es su ineptitud para responder a todos los intentos realizados por Jason para corregir su error, una actitud que sólo contribuyó a prolongar su malestar. Esta incapacidad para comprender ciertos mensajes clave resulta muy común en los niños impopulares. Como vimos en el capitulo 8, los niños socialmente rechazados suelen tener dificultades para registrar los mensajes emocionales y sociales y, en el caso de que lleguen a percibirlos, muestran un repertorio de respuestas sumamente restringido.

Uno de los riesgos principales que corren los niños socialmente rechazados es la posibilidad de abandonar la escuela. El promedio de abandono escolar entre los niños rechazados por sus compañeros es entre dos y ocho veces superior al de los niños populares. Por ejemplo, un estudio puso de manifiesto que aproximadamente el 25% de los niños impopulares en la escuela primaria abandonan sus estudios antes de terminar el instituto, cuando el promedio general es del ~ lo cual no resulta sorprendente dada la dificultad que puede suponer permanecer treinta horas semanales en un lugar en el que no le caemos simpático a nadie.

Hay dos tendencias emocionales que pueden contribuir a que los niños terminen marginándose socialmente. Una de ellas, como ya hemos visto, es la propensión a los arrebatos de cólera y a percibir hostilidad donde no la hay, y la otra consiste en mostrarse excesivamente tímido, ansioso y vergonzoso. Pero también tenemos que decir que, por encima de estos factores temperamentales, los niños que más tienden a ser relegados —aquéllos cuya reiterada terquedad hace sentirse incómodos a los demás— son los niños «desconectados».

Una de las formas en que estos niños se muestran «desconectados» es a través de las señales emocionales que emiten al mundo exterior. Por ejemplo, un estudio demostró que los niños con pocos amigos no sabían emparejar una emoción —como el disgusto o el rechazo, por ejemplo— con un determinado rostro.

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