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Authors: Manel Loureiro

La Ira De Los Justos (9 page)

BOOK: La Ira De Los Justos
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Y así habían permanecido las cosas durante décadas. Hasta que llegó el Apocalipsis.

Al principio, las noticias que llegaban desde las embajadas repartidas por todo el mundo eran ciertamente confusas. Se sabía que algún tipo de enfermedad se había desatado en Daguestán, y que se estaba propagando a la velocidad del fuego por medio mundo, pero no estaba claro de qué se trataba. No faltó quien afirmó que todo aquello no era más que una cortina de humo destinada a enmascarar un inminente ataque del Sur contra el Norte, y de hecho, la proverbial paranoia del régimen norcoreano activó todas sus líneas de defensa. El nivel de alerta del Ejército Popular fue elevado al máximo y las ya de por sí cerradas fronteras del país se clausuraron a cal y canto. Y aquella neurosis, por ridículo que parezca, fue lo que salvó a Corea del Norte.

Cuando la pandemia estuvo totalmente fuera de control, Corea del Norte ya estaba atrincherada, como lo había estado durante los últimos cincuenta años. Al principio las noticias del exterior tan sólo llegaban a través de las embajadas, pero pronto éstas fueron cayendo en un hermético silencio, a medida que la pandemia iba golpeando un país tras otro. Los últimos mensajes, en todos los casos, habían sido solicitudes urgentes de evacuación a casa, pero fueron sistemáticamente desoídas. Para aquel entonces ya estaba claro que el TSJ era altamente infeccioso, y lo que era aún peor, que sus consecuencias eran devastadoras.

En el momento en que finalmente el TSJ llegó a Corea del Sur, el caos se extendió por el país vecino en el plazo de tres semanas. Seúl se transformó en una ciudad maldita en apenas cinco días y el resto de las urbes no corrieron mejor suerte.

Los soldados y marines de las bases americanas, siguiendo un plan prefijado, trataron de abrirse camino hasta el mar por medio de una caravana blindada, que tuvo que abrirse paso a hierro y fuego a cada kilómetro. Sin embargo, en algún punto entre Seúl y el puerto de Ulsan la caravana desapareció como si se la hubiese tragado la tierra. Haber escogido como punto de evacuación una ciudad de más de un millón de personas había resultado ser una decisión nefasta. Ni uno solo de los más de cincuenta mil soldados americanos desplazados en Corea del Sur sobrevivió.

A medida que las oleadas de refugiados huían hacia la frontera con el Norte la situación se fue volviendo más desesperada. El Politburó, tras una corta reunión, decidió con frialdad que todos aquellos ciudadanos del Sur no tenían derecho a disfrutar de la seguridad que brindaba Corea del Norte, así que las fronteras, simplemente, permanecieron cerradas.

Ya antes del Apocalipsis, la línea que separaba las dos Coreas era posiblemente uno de los lugares más herméticos y férreamente defendidos de todo el mundo. La guerra de Corea, que había terminado en 1953 (aunque en ningún momento se había firmado la paz, por lo que técnicamente los dos países seguían enfrentados), había dejado la península coreana partida en dos. A lo largo del paralelo 38, aproximadamente, corría la Zona Desmilitarizada, una franja de tierra de 238 kilómetros de largo y cuatro kilómetros de ancho que separaba los dos países. A lo largo de esa línea, y pese a su nombre, existían miles de muros, alambradas, campos de minas, búnkeres y posiciones defensivas que hacían prácticamente imposible que nadie pudiese cruzarla.

Así que cuando cientos de miles de civiles aterrorizados se plantaron en las fronteras se encontraron las puertas cerradas. Un buen ejemplo fue lo que sucedió en el Área de Seguridad Compartida de Panmunjon, posiblemente uno de los sitios más fotografiados de toda Corea. Más de noventa mil personas se congregaron allí en poco más de veinticuatro horas luchando por escapar del infierno, y enseguida trataron de negociar su pase.

Pero sólo obtuvieron silencio.

Poco a poco, la multitud se fue exaltando, pero unos civiles desarmados y asustados no eran rival para unidades militares perfectamente equipadas y organizadas. Las amenazas del principio se fueron transformando en ruegos a medida que pasaban las horas.

Pero lo único que obtuvieron a cambio fue el silencio más absoluto y atroz.

Los soldados del Norte, agazapados en sus posiciones, callaban y esperaban. Hasta los altavoces de propaganda, que habían estado radiando publicidad de manera obsesiva durante cincuenta años, estaban en silencio. Finalmente, una noche llegaron los primeros No Muertos. El caos se desató y la multitud se lanzó contra la frontera, huyendo en la oscuridad de las sombras ensangrentadas que literalmente arrancaban a familias enteras de los coches donde se habían refugiado para protegerse del frío de la noche.

Entonces, los soldados comenzaron a disparar.

A la mañana siguiente, miles de cadáveres se apilaban entre las ruinas del Área de Seguridad Compartida. La única manera de distinguir a los que habían sido civiles de los No Muertos era porque estos últimos tenían sin excepción al menos un balazo en la cabeza. Y al fondo, fuera del alcance de las ametralladoras, docenas de miles de No Muertos se balanceaban, en trance, dando los primeros pasos de su No Vida.

Ni una sola persona, viva o muerta, consiguió cruzar la línea en aquellos días. Las defensas, preparadas para el asalto de un ejército, eran demasiado potentes incluso para una marea de No Muertos. Durante unas cuantas semanas grupos errantes de No Muertos se acercaron hasta la línea, pero o bien caían en campos de minas o se enganchaban en las alambradas o eran abatidos desde los nidos de ametralladoras.

Tampoco pudo cruzar nadie por aire, ni por mar. En cinco o seis pequeños pueblos pesqueros llegaron barcos cargados de refugiados, pero las autoridades los bombardearon antes de que llegasen a tierra. En uno de los casos, el responsable local, incapaz de asesinar a sangre fría a más de seiscientos niños, permitió que tocasen tierra. En menos de tres horas, un destacamento del ejército se presentó en el pueblo para solucionar aquel error. Y de paso, y por precaución, eliminaron también a los seis mil habitantes de la ciudad. El Amado Líder Kim Jong Il había decidido ser implacable, y el Ejército Popular cumplía las órdenes sin hacer preguntas.

No faltó quien lo intentase por su cuenta, en solitario o en pequeños grupos que a bordo de veleros tocaban tierra al norte de la línea de demarcación. Sin embargo, en un país cerrado al exterior desde hacía más de cincuenta años, destacaban como pulgas sobre una sábana blanca, y eran detenidos enseguida. Aquello suponía su muerte, y normalmente también la de la persona o personas que los habían localizado y detenido. Los Escuadrones Patrióticos de Limpieza y Contención (como llamaban a los grupos volantes que vigilaban la frontera) dispararon miles de cartuchos durante aquellas semanas convulsas. Toda precaución era poca.

Finalmente, la situación se fue normalizando. Los grupos de No Muertos que se acercaban a la frontera eran cada vez más reducidos y esporádicos, y se les eliminaba fácilmente. Por supuesto, en Corea del Sur quedaban millones de No Muertos, pero se encontraban casi todos ellos demasiado lejos de aquella frontera maldita. Además, estaban muy ocupados cazando a los pocos supervivientes que habían quedado en el Sur.

Y así se escribió la Historia. Gracias a la paranoia de Kim Jong Il y su régimen, y por una increíble carambola del destino, Corea del Norte fue el único país de la tierra que sobrevivió al Apocalipsis sin que ninguno de sus ciudadanos se transformase en No Muerto dentro de sus fronteras. El atrasado régimen comunista se transformó de golpe y porrazo no sólo en una de las naciones más adelantadas de la tierra, sino en la única nación superviviente.

Pero sabían, o al menos sospechaban, que tenía que haber más gente ahí fuera. Otros países tenían que haber sobrevivido, o al menos parte de ellos. Y era imprescindible saber quiénes eran y dónde estaban. El problema era cómo averiguarlo.

Irónicamente, aunque estaban seguros detrás de sus muros, eran prisioneros dentro de sus fronteras. No es que aquello importase mucho, naturalmente, ya que todos los ciudadanos de Corea del Norte llevaban siendo prisioneros desde hacía medio siglo. De hecho, la mayor parte de la población había seguido haciendo su vida diaria, sin haberse enterado ni siquiera de la existencia de los No Muertos y de la caída de la civilización. Pero el Politburó necesitaba saber.

Y entonces, alguien se acordó de la olvidada y polvorienta red Hangeul. Si quedaban supervivientes organizados tenían que comunicarse de alguna manera, y Hangeul podía detectar emisiones de radio o microondas en cualquier lugar del globo. Lo que antes había sido algo inútil, debido al exceso de señales en el aire, de repente se transformaba en el instrumento perfecto. Y la red había sido activada de nuevo.

El teniente Jung no sabía nada de esto, por supuesto. Un año y medio atrás lo sacaron en plena noche de un cuartel cercano a la frontera china y lo trasladaron a una escuela de telecomunicaciones, donde le impartieron un curso acelerado de tres meses antes de destinarlo a la Estación 9. Y no pasaba un solo día sin que Jung se preguntase si todo aquello no sería un castigo por alguna falta que había cometido.

Ciertamente, el trabajo en la Estación 9 era cualquier cosa menos divertido. En largos turnos de diez horas, los operadores permanecían ante sus pantallas, con los cascos puestos la mayor parte del tiempo, tratando de detectar alguna señal en el radioespacio. Sin embargo, lo único que se captaba era estática e interferencias, principalmente.

Habían localizado un total de mil ciento cincuenta y seis señales de radio estables en todo el mundo. La mayoría pertenecían a estaciones que funcionaban en modo automático y que seguían emitiendo un mensaje pregrabado una y otra vez. Muchas eran estaciones meteorológicas que radiaban su parte diario, y otras, como la del aeropuerto de Los Rodeos en Tenerife o la del Museo Nacional de Arte de Copenhague, eran señales organizadas de grupos de supervivientes, pero sin que interviniese ningún ser vivo en su mantenimiento. Incluso habían localizado una emisora de música country situada en algún lugar de Tennessee que, gracias a un potentísimo generador de emergencia, seguía lanzando música al aire de forma automática casi dos años después de que su último empleado hubiese muerto.

Lo que realmente interesaba eran las otras, las de los pocos asentamientos humanos que quedaban en pie. Pero la mayoría eran señales de pequeños grupos, miserables y aislados, o de islas que amenazaban con hundirse en el caos y la hambruna, como Tenerife, lugares que no tenían el menor interés para el Politburó. Seguramente habría muchas más, pero de una intensidad tan débil que no podían captarlas ni siquiera las enormes orejas de la red Hangeul. Aunque estaban seguros de que tenía que haber algún otro buen asentamiento en el exterior, y eso era lo que les interesaba.

Y por supuesto, las anomalías.

Jung se estiró y tras quitarse los cascos se pasó la mano por el pelo cortado al uno. Discretamente echó un vistazo alrededor. El capitán al cargo de su sección había salido un rato (Jung sospechaba que para poder echar un trago en la intimidad) y había dejado solos a los dos tenientes en la cavernosa sala de la Estación 9.

—¡Hey! ¡Park! ¡Park! —Jung tironeó de la manga del soldado situado a su lado, otro teniente que compartía con él uno de los aparatos de escucha y barrido.

—¿Qué quieres? ¡Como el capitán Kim vea que no estamos controlando el espectro de la escucha se nos va a caer el pelo!

—No te preocupes —replicó Jung—. El capitán ha tenido su habitual ataque de sed de media tarde. —Ambos jóvenes rieron—. Y no volverá hasta dentro de al menos media hora. Creo que podemos hacer una pequeña pausa para fumarnos un cigarrillo.

—¿Y qué pasa con la escucha? —preguntó Park, dubitativo, señalando el equipo de barrido de señal con la mano, mientras que con los ojos seguía el paquete de cigarrillos chinos que sostenía el sonriente Jung.

—Seguiremos escuchando —replicó Jung—. Pero a través de los altavoces, pedazo de tonto.

Jung pulsó una tecla del equipo de escucha, una reliquia de la era soviética llena de válvulas y luces, y de pronto toda la sala se llenó del sonido de fondo de la estática, la misma que los dos jóvenes soldados llevaban escuchando desde hacía horas.

—¿Lo ves? —dijo Jung, mientras encendía dos cigarrillos a la vez—. Podemos estar fumando y charlando y al mismo tiempo cumpliendo con nuestro deber. Es sencillo si sabes organizarte.

—Como nos pille el capitán… —Park seguía quejándose, pero la posibilidad de fumarse un cigarrillo era demasiado tentadora para decir que no. De un tiempo a esta parte resultaba cada vez más difícil conseguir tabaco, y nadie sabía explicar muy bien por qué. Tan sólo se podían encontrar marcas nacionales, rasposas y de sabor apestoso. Corea del Norte mantenía relaciones comerciales con poquísimas naciones, y China era una de ellas. Los cigarrillos chinos, mucho mejores, eran una auténtica rareza y se pagaban a precio de oro en el mercado negro. Eso no era un problema para Jung, cuyo padre era un cargo intermedio de cierta importancia.

—¿De dónde has sacado ese paquete? —preguntó Park, con los ojos brillantes.

—Es un regalo de mi padre, pero el viejo debe de estar volviéndose un roñoso, porque me ha dicho que lo estire lo máximo, que no sabe cuándo podrá conseguir más. —Hizo un gesto desdeñoso mientras exhalaba una bocanada de humo—. ¡Como si resultase tan complicado para él ir a China y volver con unos cuantos cartones!

Park se quedó mirando el paquete en silencio, mientras disfrutaba del humo del cigarrillo. Una parte de su mente se preguntaba por cuántas provisiones podría cambiar aquel paquete en el mercado negro, y si se las podría arreglar para enviárselas a sus padres, unos pobres campesinos del oeste del país. El problema era que Jung no se lo daría jamás. Su compañero era un buen chico, pero de una familia del Partido, y no podía entender las privaciones y el hambre que podía pasar una simple familia de campesinos.

—¿Hace mucho que tu padre no viaja a China? —preguntó.

—Pues vaya, ahora que lo comentas, antes iba cada tres o cuatro meses, pero creo que no va desde… ¡Caray, desde hace un montón! No me había parado a pensarlo. Es extraño…

—No es lo único que es extraño —dijo Park, tras un instante de silencio—. ¿No te has parado a pensar en lo extraño de nuestro trabajo? Quiero decir… ¿Qué hacemos aquí, escuchando a todas horas la nada?

—Pues hombre, lo que nos dijeron en el curso —contestó Jung, dibujando un gesto vago en el aire—. Capturamos las señales de los imperialistas para poder golpearles con contundencia en el momento que…

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