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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (42 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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A tres kilómetros de su casa vio la silla de ruedas.

Estaba en la parte más alta del acantilado, como un monumento recordatorio, su estructura metálica y las grandes ruedas con cubiertas de goma bajo la lluvia interminable. Lucy se aproximó a ella, y vio su silueta negra recortada por un cielo gris pizarra y enmarcada por el mar. Tenía un aspecto triste, como el agujero dejado por un árbol arrancado de cuajo, o una casa con los cristales rotos; como si le hubieran arrancado a su ocupante.

Recordó la primera vez que la había visto en el hospital. Estaba junto a la cama de David, nueva y brillante, y él se ubicó en ella como un experto y luego anduvo de un lado a otro haciendo demostraciones. «Es ligera como una pluma. Está hecha de la aleación con la que se fabrican los aviones», había dicho con entusiasmo mientras se apresuraba a recorrer los espacios entre las filas de camas. Se detuvo al final del salón, de espaldas a ella, y pasado un momento ella fue hasta él y vio que lloraba. Ella se arrodilló ante él y no le dijo nada.

Fue la última vez que pudo ofrecerle su consuelo.

Ahí, en el borde del acantilado, la lluvia y el viento salado pronto empañarían el metal, y con el tiempo se herrumbraría y destruiría: sus cubiertas de goma se resecarían y partirían, y el asiento de cuero se pudriría y echaría a perder.

Lucy pasó ante ella sin disminuir la marcha.

Más de cuatro kilómetros más adelante, cuando estaba a mitad de camino entre las dos casas, se quedó sin gasolina.

Trató de no dejarse invadir por el pánico y de pensar con cordura, mientras el jeep daba unos tirones y se detenía.

La gente caminaba a unos seis kilómetros por hora. Era un dato que recordó haber leído en alguna parte. Henry era un atleta, pero tenía un tobillo en malas condiciones, y aunque parecía haberse repuesto rápidamente, la carrera que había realizado tras el jeep seguramente le había perjudicado. Ella estaría a una buena hora de distancia de él.

(No tenía dudas de que él vendría a buscarla; él sabía tan bien como ella que en la cabaña de Tom había un aparato radiotransmisor.)

Tenía tiempo de sobra. En la parte trasera del jeep había un recipiente con cinco litros de combustible, justamente para oportunidades como aquélla. Se bajó. Sacó la lata de la parte trasera y levantó la tapa del depósito de combustible.

Luego recapacitó, y tuvo una idea que la hizo admirarse de su propia astucia.

Volvió a tapar el depósito y fue hacia la parte delantera del vehículo. Se aseguró de que el motor no tuviera encendido el contacto y abrió el capó. Observó por dónde pasaban los cables que conducían la electricidad al motor. Colocó la lata de gasolina junto al distribuidor, que, pese a no ser un mecánico sabía distinguir, y quitó la tapa del mismo.

En la caja de herramientas tenía una llave para ajustar las bujías. La tomó y desconectó una, se aseguró de que el contacto estuviese cerrado, y puso la bujía en la boca de la lata, asegurándola con cinta adhesiva, y luego cerró el capó.

Cuando Henry viniera, trataría de poner en marcha el motor. Al darle al contacto, la bujía produciría una chispa y al inflamarse el combustible todo estallaría.

No sabía qué daño se podría causar, pero tenía la seguridad de que quedaría inutilizado.

Una hora más tarde se estaba arrepintiendo de su ingenio.

Chapoteando en el barro, empapada hasta los huesos, con el niño dormido que era un peso muerto sobre su hombro, lo único que quería era dejarse caer y morir. Tras reflexionar, la trampa tendida le parecía arriesgada, la gasolina se encendería pero no explotaría; si no había aire suficiente en la boca de la lata, acaso ni siquiera se encendiera, y lo peor era que Henry podría sospechar que se trataba de una trampa, entonces levantaría el capó, desconectaría el montaje, pondría el combustible en el depósito e iría a buscarla.

Consideró la posibilidad de detenerse a descansar, pero se dio cuenta de que si se detenía quizá no pudiera levantarse más.

Ya debía tener la cabaña de Tom a la vista. No era posible que se hubiese perdido. Aunque no hubiese hecho ese camino antes, muchísimas veces, la isla entera no era lo suficientemente grande como para perderse.

Reconoció un matorral donde una vez ella y Jo habían visto un zorro. Debía de estar a un kilómetro y medio de la cabaña.

Apoyó a Jo en su otro hombro, cambió de brazo la escopeta, y se obligó a seguir colocando un pie delante del otro.

Finalmente, cuando divisó la casa a través de la cortina de lluvia, podía haber llorado de alivio. Estaba más cerca de lo que había pensado; quizás a unos doscientos o trescientos metros.

De pronto, Jo parecía menos pesado, y aunque el último tramo era empinado —la única cuesta empinada que había en la isla— le pareció que la recorría en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Tom! —gritó a medida que se aproximaba a la puerta de entrada—. ¡Tom, Tom!

Oyó en respuesta el ladrido del perro.

Entró por la puerta del frente.

—¡Tom, rápido! —Bob merodeaba y olisqueaba excitado en torno a sus tobillos, ladrando con toda su alma. Tom no podía estar lejos. Probablemente estuviera en la cocina o en la despensa. Lucy fue arriba y dejó a Jo en la cama de Tom.

El radiotransmisor estaba en el dormitorio; era un aparato complicado, con cables, diales y palancas. Había algo que tenía el aspecto de un pulsador de telégrafo morse; lo tocó para ver qué sucedía y emitió un «bi». Súbitamente, su memoria rescató algo de una historia de suspenso escolar; el código Morse para el SOS. Volvió a presionar el pulsador, tres cortos, tres largos, tres cortos.

¿Dónde estaba Tom?

Oyó un ruido y corrió a la ventana.

El jeep subía la cuesta hacia la casa.

Henry había descubierto la trampa y empleado la gasolina para llenar el tanque.

¿Dónde estaba Tom?

Se precipitó fuera de la habitación con la intención de ir a la despensa, pero al pie de la escalera se detuvo. Bob estaba parado en la abertura de la puerta que daba a la otra habitación, a la vacía.

—Ven, Bob —le dijo ella. El perro no se movió, sino que se puso a ladrar. Ella fue hacia él y se inclinó para acariciarle.

Entonces vio a Tom.

Estaba tirado de espaldas sobre los tablones del piso en la habitación vacía, sus ojos sin mirada estaban fijos en el cielo raso, su gorra vuelta del revés, detrás de su cabeza. Tenía la chaqueta abierta, se veía una pequeña mancha de sangre en la camisa, y cerca de su mano un botellón de whisky, y Lucy se encontró pensando absurdamente: «No sabía que bebiera tanto.»

Le tomó el pulso.

Estaba muerto.

«Piensa, piensa.»

El día anterior había retornado a su casa maltrecho, como si hubiera estado en una refrigeria. Eso debió de haber sido cuando asesinó a David. Hoy había venido aquí, a la cabaña de Tom, «a buscar a David», según dijo. Pero, naturalmente, sabía muy bien que David no estaba allí. Entonces, ¿para qué había ido? Evidentemente, para matar a Tom.

Ahora estaba completamente sola.

Cogió al perro por el collar y lo apartó de la proximidad del cuerpo de su amo. Llevada por un impulso, volvió y abotonó la chaqueta por encima de la pequeña herida dejada por el estilete que había matado a Tom. Luego cerró la puerta, volvió a la habitación de delante y miró por la ventana.

El jeep llegó hasta el frente de la casa y se detuvo. Henry bajó.

34

La llamada de Lucy fue captada por la corbeta.

—Capitán, señor —dijo Sparks—. Acabo de captar un SOS proviene de la isla.

—No podemos hacer nada —dijo el capitán frunciendo el ceño— hasta que no podamos mandar una lancha a tierra. ¿Dijo algo más?

—Nada más, señor, ni siquiera fue repetido.

—No podemos hacer nada —repitió una vez más—. Envíe un mensaje a tierra firme comunicando eso. Y siga escuchando.

—Sí, sí, sí, señor.

También fue captado por un M18 desde su puesto de recepción de señales y mensajes en las montañas de Escocia. El operador radiotelegrafista, un hombre joven con heridas en el abdomen, con parte de invalidez por la RAF, estaba tratando de detectar señales de la flota alemana de Noruega, e ignoró el SOS. Sin embargo, cuando dejó su turno cinco minutos después, se lo comentó a su comandante en jefe.

—Sólo fue emitido una vez —dijo—. Probablemente proviniera de un barco pesquero de la costa escocesa. Quizá fuera ese asunto extraño del barquito que andaba en dificultades con este tiempo.

—Déjelo de mi cuenta —respondió el oficial—. Informaré a la Marina, y me parece que también a Whitehall. Cuestiones de protocolo…

—Gracias, señor.

En la estación del Royal Observer Corps se produjo algo así como pánico. Un SOS no era por cierto lo que esperaban oír ni transmitir los observadores cuando avistaban un avión enemigo, pero ellos sabían que Tom era viejo, y, ¿quién podía saber lo que era capaz de emitir si se ponía nervioso? En consecuencia, se hicieron sonar las sirenas y se alertó a los demás puestos de observación, se preparó la batería antiaérea en toda la costa este de Escocia y el radiooperador trató desesperadamente de ponerse en comunicación con Tom.

Naturalmente, no apareció ningún bombardero alemán, y la War Office quiso saber por qué se había dado la señal de alerta cuando no había en el cielo más que unos pocos gansos a la deriva.

De modo que se les informó.

Los guardacostas también lo oyeron.

Hubieran respondido si la frecuencia hubiese sido la correcta, y si hubieran podido establecer la posición del transmisor y si dicha posición hubiera estado situada a distancia razonable de la costa.

Pero tal como estaban las cosas, adivinaron que, teniendo en cuenta que la señal había sido emitida en la frecuencia del Royal Observer Corps, el origen era el viejo Tom, y que ya estaban haciendo todo lo que correspondía en cuanto a esa situación, fuera la que fuese.

Cuando las noticias llegaron a los que estaban abajo jugando a las cartas, en el puerto de Aberdeen, Slim repartió otra mano de blackjack y dijo:

—Ya sé lo que ha sucedido. El viejo Tom ha pescado al prisionero de guerra y está sentado sobre su cabeza aguardando a que llegue el Ejército para llevárselo.

Smith jugó y todos siguieron en lo suyo.

Y el submarino U505 lo oyó.

Se encontraba a más de treinta millas náuticas de la Isla de las Tormentas, pero Weissman estaba haciendo girar el dial para ver qué podía captar, en la esperanza, aunque no fuera muy probable, de captar algún disco de Glenn Miller de la Red de Fuerzas Americanas en el Reino Unido, y de pronto se encontró en ese preciso momento en la exacta frecuencia de onda. Pasó la información al teniente coronel comandante Heer, agregando:

—No transmitía en la frecuencia de nuestro hombre.

El mayor Wohl estaba tan irritable como siempre, y dijo:

—Entonces no tiene ningún sentido.

Heer no se perdió la oportunidad de corregirle:

—Algo significa. Significa que debe de haber alguna actividad en la superficie cuando salgamos.

—Pero es poco probable que nos perturbe.

—Muy poco probable —asintió Heer.

—Entonces no tiene importancia alguna.

—Probablemente no la tenga.

Y siguieron con las argumentaciones durante todo el trayecto hacia la isla.

Y el asunto funcionó de tal modo que en el lapso de cinco minutos, la Marina, el Royal Observer Corps, M18 y los guardacostas llamaron a Godliman para informarle acerca del SOS.

Godliman telefoneó a Bloggs, quien por fin se quedó profundamente dormido ante el fuego de la sala. El sonido estridente del teléfono le sobresalió, y se puso súbitamente en pie, pensando que los aviones estaban a punto de despegar.

Un piloto levantó el receptor y dijo:

—Sí, sí —y se lo pasó a Bloggs—. Un tal señor Godliman pregunta por usted.

—Hola, Percy.

—Fred, alguien en la isla ha transmitido tan sólo un SOS. Bloggs sacudió la cabeza para sacudirse los últimos restos de sueño.

—¿Quién es?

—No lo sabemos. Sólo hubo una señal, y no se repitió. No parecen captar nada.

—Aun así, no hay gran margen de duda ahora.

—Así es. ¿Está todo listo ahí?

—Todo, excepto el tiempo.

—Buena suerte.

—Gracias.

Bloggs colgó el receptor y se dirigió al joven piloto que seguía leyendo Guerra y Paz.

—Buenas noticias —le dijo—. El cretino está decididamente en la isla.

—Qué bien —respondió el piloto.

35

Faber cerró la portezuela del jeep y comenzó a caminar muy despacio hacia la casa. Una vez más llevaba la chaqueta de David. Tenía los pantalones llenos de barro a causa de la caída y el pelo pegado al cráneo por la lluvia. Caminaba renqueando levemente con el pie derecho.

Lucy se apartó de la ventana y corrió fuera del dormitorio y escaleras abajo. La escopeta estaba en el suelo del salón, donde la había dejado. La cogió. De pronto le pareció muy pesada. En verdad, nunca había disparado un arma, y no tenía idea de cómo comprobar que aquélla se encontraba cargada. Podría haberlo hecho en caso de disponer del tiempo necesario, pero ahora no lo tenía.

Aspiró profundamente y abrió la puerta delantera.

—¡No se acerque! —Le gritó, con una entonación más alta de la que había intentado, entre estridente e histérica.

Faber sonrió amablemente y siguió avanzando.

Lucy le apuntó sosteniendo el tambor con su mano izquierda y el gatillo con la derecha. Tenía el dedo alrededor.

—¡Dispararé! —gritó.

—No seas tonta, Lucy —dijo él suavemente—. ¿Cómo podrías herirme después de las cosas que hemos hecho juntos? ¿Acaso no nos hemos amado siquiera un poquito…?

Era verdad. Ella se había dicho a sí misma que no podía enamorarse de él, y eso también era verdad; pero algo había sentido por él, y si no era amor, era algo que se le parecía bastante.

—Esta tarde lo has sabido todo acerca de mí —dijo, y ahora se encontraba a unos veinte metros—, y sin embargo no ha habido ninguna diferencia, ¿verdad?

En parte era cierto. Durante un momento se vio sentada a su lado, cogiéndole las delicadas manos y llevándoselas a sus senos, y luego se dio cuenta de lo que él estaba haciendo…

—Lucy, podemos considerarlo, aún podemos ser el uno para el otro… —ella apretó el gatillo.

Se produjo un ruido ensordecedor, y el arma saltó entre sus manos y le magulló la cadera con el culatazo. Casi la hizo caer al suelo; nunca había imaginado que disparar un arma sería así. Por un momento quedó ensordecida.

BOOK: La isla de las tormentas
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