La isla misteriosa (23 page)

Read La isla misteriosa Online

Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
5.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ciro Smith comunicó estas ideas a sus compañeros.

—Vamos, señor Ciro, manos a la obra —propuso Pencroff—. Tengo mi pico y sabré con él encontrar una salida a través de este muro. ¿Dónde debo trabajar?

—Aquí —indicó el ingeniero, mostrando al vigoroso marino una depresión bastante grande de la pared, que debía disminuir su espesor.

Pencroff atacó el granito y durante media hora, al resplandor de las antorchas, se vieron volar los trozos de granito alrededor de él. La roca chispeaba bajo su pico; Nab lo relevó, después Gedeón Spilett y de nuevo Nab.

El trabajo duraba ya dos horas y empezaba a temerse que en aquel paraje el espesor del muro de granito fuera mayor que la longitud del piso, cuando, al dar Gedeón Spilett un golpe, el instrumento pasó a través del muro y cayó al exterior.

—¡Hurra! —exclamó Pencroff.

La pared no pasaba de tres pies de espesor.

Ciro Smith se asomó a la abertura, que estaba a unos ochenta pies del suelo. Delante de él se extendía la playa, más allá el islote y más allá aún la inmensidad del mar.

Por aquella abertura bastante grande, porque la roca se había desunido notablemente, la luz entró a torrentes y produjo un efecto mágico, inundando aquella espléndida caverna. Si en su parte izquierda sólo medía treinta pies de altura y de anchura por unos cien pies de largo, en la derecha, por el contrario, era enorme y el techo tenía más de ochenta pies de alto. En algunos sitios, pilares de granito, irregularmente dispuestos, sostenían la bóveda formando como una nave de catedral, que, apoyada sobre pies derechos naturales, aquí elevándose en cintras, allá en arcos ojivales, perdiéndose sobre oscuros travesaños, cuyos arcos caprichosos se entreveían en la sombra, adornada con una profusión de salientes, que formaban como otras tantas pechinas, ofrecía una mezcla pintoresca de todo lo que en la arquitectura bizantina, la romana y la gótica ha producido el hombre.

Y aquélla, sin embargo, era obra de la naturaleza, había excavado aquella fantástica Alhambra en el centro de una masa de granito.

Los colonos estaban estupefactos de admiración. Donde no creían hallar más que un estrecho conducto, encontraban una especie de palacio maravilloso, y Nab se había quitado la gorra, como si estuviera en un templo.

Gritos de admiración partieron de todas las bocas. Los hurras resonaron e iban a perderse de eco en eco hasta el fondo de las naves sombrías.

—Amigos míos —exclamó Ciro Smith—, cuando hayamos iluminado ampliamente el interior de esta roca, cuando hayamos dispuesto nuestros cuartos, nuestro almacén, nuestra cocina en la parte derecha, nos quedará todavía esta espléndida caverna, de la cual haremos nuestro estudio, nuestro salón y nuestro museo.

—¿Y la llamaremos...? —preguntó Harbert.

—Palacio de granito —añadió Ciro, nombre que sus compañeros saludaron con tres hurras.

En aquel momento las antorchas estaban casi consumidas y, como para volver había que subir otra vez por el corredor hasta llegar a la cima de la meseta, se decidió aplazar para el día siguiente las obras relativas al arreglo de la nueva morada.

Antes de marchar, Ciro Smith quiso examinar otra vez el oscuro pozo que se hundía perpendicularmente hasta el nivel del mar. Se asomó a su boca y escuchó con atención; ningún ruido se produjo, ni siquiera el de las aguas que las ondulaciones del mar debían agitar alguna vez en aquellas profundidades; arrojó otra tea de resina inflamada, que iluminó por un instante las paredes del pozo, pero, lo mismo que la vez primera, no se produjo ningún ruido que pareciera sospechoso. Si algún monstruo marino había sido sorprendido inopinadamente por la retirada de las aguas, había ya vuelto al mar, sin duda, por el conducto subterráneo que se prolongaba hasta la playa, y por donde desaguaba el sobrante del lago antes que se hubiera abierto la nueva salida.

Sin embargo, el ingeniero, inmóvil, con el oído atento y con la mirada fija en el abismo, no pronunciaba una sola palabra. El marino se acercó a él entonces y, tocándole el brazo, dijo:

—¿Señor Smith?

—¿Qué quiere, amigo? —preguntó el ingeniero, como si hubiera despertado de un ensueño.

—Las antorchas van a apagarse pronto.

—En marcha —contestó Ciro Smith.

La comitiva salió de la caverna y comenzó su ascensión a través del oscuro conducto.
Top
cerraba la marcha y lanzaba todavía singulares gruñidos. La subida fue muy penosa; los colonos se detuvieron algunos instantes en la gruta superior, que formaba una especie de meseta a la mitad de aquella larga escalera de granito; después continuaron subiendo.

En breve se sintió un aire más fresco; las gotitas, secadas por evaporación, ya no centelleaban en las paredes; la claridad fuliginosa de las antorchas iba palideciendo; la que llevaba Nab se extinguió y fue preciso apresurar el paso para no quedar en medio de una oscuridad profunda. Poco antes de las cuatro de la tarde, en el momento en que se apagaba la última antorcha, que era la del marino, Ciro Smith y sus compañeros salían por el orificio del desagüe.

19. Transforman el "Palacio de granito" en cómoda morada

Al día siguiente, 22 de mayo, comenzaron las obras de arreglo de la nueva morada. Los colonos estaban impacientes por cambiar su insuficiente refugio de las Chimeneas por aquel vasto y sano retiro, abierto en medio de la roca, al abrigo de las aguas del mar y del cielo.

Las Chimeneas, sin embargo, no debían abandonarse completamente y el proyecto del ingeniero era convertirlas en taller de las grandes obras.

La primera preocupación de Ciro Smith fue reconocer el punto preciso que ocupaba la fachada del Palacio de granito.

Marchó a la playa, al pie de la enorme muralla, y como el pico había escapado de las manos del corresponsal y había debido caer perpendicularmente, bastaba encontrar el pico para conocer el sitio donde se había abierto el boquete.

Encontró fácilmente el pico y, en línea perpendicular, por encima del punto donde había caído a la arena, a ochenta pies sobre el nivel de la playa, estaba la abertura. Algunas palomas entraban y salían ya por ella, como si verdaderamente se hubiera descubierto para su uso el Palacio de granito.

La intención del ingeniero era dividir la parte derecha de la caverna en varios cuartos, precedidos de un corredor de entrada, e iluminarlos con cinco ventanas y una puerta, abiertas en la fachada. Pencroff admitía sin reparo las cinco ventanas, pero no comprendía la utilidad de la puerta, porque el antiguo conducto de desagüe ofrecía una escalera natural, por la cual sería siempre fácil el acceso al Palacio de granito.

—Amigo —le dijo Ciro Smith—, si nos es fácil llegar a nuestra morada por el desagüe, también podrán otros llegar del mismo modo. Yo, por el contrario, quiero obstruir esa entrada en su mismo orificio, taparla herméticamente, y, si es preciso, disimularla por completo elevando por medio de un dique las aguas del lago.

—¿Y cómo entraremos? —preguntó Pencroff.

—Por una escalera exterior —dijo Ciro Smith—; una escalera de cuerda, que, una vez retirada, hará imposible el acceso a nuestra casa.

—¿Y para qué tantas precauciones? —repuso Pencroff—. Hasta ahora los animales no nos han parecido temibles. En cuanto a indígenas, la isla no contiene ninguno.

—¿Está usted seguro, Pencroff? —preguntó el ingeniero mirando al marino.

—No podemos estar completamente seguros —contestó Pencroff— hasta que hayamos explorado toda la isla.

—Exacto —contestó el ingeniero—, puesto que no conocemos de ella más que una corta porción. Pero en todo caso, si no tenemos enemigos interiores, pueden venir de fuera, porque son malos parajes estos del Pacífico. Tomemos, pues, nuestras precauciones contra toda eventualidad.

Ciro Smith hablaba prudentemente, y Pencroff, sin hacer ninguna otra objeción, se preparó a ejecutar sus órdenes.

La fachada del Palacio de granito debía ser iluminada con cinco ventanas y una puerta, que sirviera para lo que constituía la vivienda propiamente dicha, y por una ancha claraboya y otras más pequeñas que permitiesen entrar la luz con profusión en aquella maravillosa nave que debía servir de salón. La fachada, situada, como hemos dicho, a ochenta pies sobre el nivel del suelo, estaba expuesta al este, y el sol saliente la saludaba con sus primeros rayos. Se hallaba comprendida en la parte de la cortina que estaba entre el saliente que formaba ángulo sobre la desembocadura del río de la Merced y una línea perpendicular trazada sobre la aglomeración de rocas que formaban las Chimeneas. Así, los malos vientos, es decir, los del nordeste, no la herían sino de través, porque estaba protegida por la orientación misma del saliente. Por otra parte, mientras se hacían los bastidores de las ventanas, el ingeniero tenía intención de cerrar las aberturas con gruesos postigos, que no dejarían pasar el viento ni la lluvia, y cuya existencia podría disimularse en caso de necesidad.

El primer trabajo consistió en hacer las aberturas. La maniobra del pico sobre aquella roca dura habría sido demasiado lenta y Ciro Smith era hombre de grandes recursos. Tenía todavía cierta cantidad de nitroglicerina a su disposición y la empleó útilmente. El efecto de la sustancia explosiva fue localizado convenientemente, y bajo su esfuerzo el granito se abrió en los sitios elegidos por el ingeniero. Después el pico y el azadón acabaron la forma ojival de las cinco ventanas, de la gran claraboya, de las otras más pequeñas y de la puerta y desbastaron los huecos, cuyos perfiles quedaron en formas caprichosas. Algunos días después de haber empezado estas tareas, el Palacio de granito estaba ampliamente iluminado por la luz de levante, que penetraba hasta las profundidades más secretas.

Según el plan concebido por Ciro Smith, la casa debía dividirse en cinco departamentos con vistas al mar; a la derecha, una entrada con puerta, de donde arrancaría la escalera; después, una cocina de treinta pies de ancha; luego, un comedor de cuarenta pies, un dormitorio de igual anchura y, por fin, la habitación de los huéspedes, reclamada por Pencroff y que confinaba con el salón.

Estas habitaciones, o más bien esta serie de cuartos que formaban aquel departamento del Palacio de granito, no debían ocupar toda su profundidad.

Había que entrar por un corredor formado por sus paredes y los tabiques de un gran almacén para los utensilios, provisiones y reservas.

Todos los productos recogidos en la isla, tanto los de la flora como los de la fauna, estarían allí en condiciones excelentes de conservación y completamente al abrigo de la humedad. No faltaba espacio y cada objeto podría tener ordenada y metódica colocación. Además, los colonos disponían de una gruta pequeña situada encima de la gran caverna y que podría servir de granero para la nueva morada.

Acordado el plan, no quedaba más que ponerlo en práctica. Los mineros volvieron a ser albañiles, y empezaron por transportar ladrillos al pie del Palacio de granito.

Hasta entonces Ciro Smith y sus compañeros habían entrado en la caverna por el antiguo desagüe. Este método de comunicación les obligaba primero a subir a la meseta de la Gran Vista dando un rodeo por la orilla del río, a bajar doscientos pies por corredores y después a subir otros tantos, cuando querían volver a la meseta: esto ocasionaba pérdida de tiempo y fatiga considerable. Ciro Smith resolvió proceder a la construcción de una sólida escalera de cuerda, que una vez levantada hiciera absolutamente inaccesible la entrada del Palacio de granito.

La escalera fue hecha con muchísimo cuidado; sus montantes, formados de fibras de una especie de junco muy resistente, trenzadas por medio de un molinete, tenían la solidez de un cable grueso, y en cuanto a los escalones, se hicieron de una especie de cedro rojo de ramas ligeras y resistentes. El aparato fue una obra maestra de Pencroff.

También se fabricaron otras cuerdas con fibras vegetales y se instaló a la puerta una especie de polea. De este modo los ladrillos pudieron levantarse fácilmente hasta el nivel del Palacio de granito, simplificando así el transporte de los materiales, y se comenzó en seguida el arreglo del interior. No faltaba cal y los colonos tenían millares de ladrillos dispuestos para ser utilizados. Levantaron sin dificultad la armadura de los tabiques, muy rudimentarios por otra parte, y en cortísimo tiempo quedó la casa dividida en cuartos y almacenes, según el plan convenido.

Aquellas tareas marchaban con rapidez bajo la dirección del ingeniero, que manejaba lo mismo el martillo que la llana. Ciro Smith conocía todos los oficios y daba así ejemplo a compañeros inteligentes y celosos. Se trabajaba con confianza y hasta con alegría, teniendo siempre Pencroff algún chiste preparado, siendo unas veces carpintero, otras cordelero, otras albañil, y comunicando su buen humor a sus compañeros. Su fe en el ingeniero era absoluta y nada hubiera podido alterarla. Le creía capaz de emprenderlo todo y de conseguirlo todo. La cuestión del vestido y del calzado, cuestión grave; la del alumbrado durante las noches de invierno, el cultivo de las tierras fértiles de la isla, la transformación de la flora silvestre en civilizada, todo le parecía fácil con el auxilio de Ciro Smith, y todo, según él, se haría a su tiempo.

Soñaba en ríos canalizados, que facilitasen el transporte de las riquezas del suelo; con la explotación de canteras y minas; con máquinas a propósito para todas las prácticas industriales y hasta con ferrocarriles, cuya red cubriese algún día la isla Lincoln.

El ingeniero debaja decir a Pencroff y no rebajaba nada de las exageraciones de aquel corazón honrado. Sabía lo comunicativa que es la confianza, se sonreía al oírle hablar y no decía nada de los temores que alguna vez le inspiraba el porvenir. En efecto, en aquella parte del Pacífico, fuera del rumbo de los buques, temía que nunca les llegara socorro. Los colonos, por consiguiente, no podían contar sino consigo mismos, porque la distancia de la isla Lincoln de toda otra tierra era tal, que aventurarse en un barquichuelo de construcción necesariamente defectuosa sería cosa grave y peligrosísima.

Pero, como decía el marino, “ellos llevaban cien codos de altura a los Robinsones de tiempos antiguos, para quienes todo lo que hacían constituía un verdadero milagro”.

Y, en efecto, ellos
sabían;
y el hombre que
sabe
prospera donde otros no harían más que vegetar o perecerían inevitablemente.

Harbert se distinguió en aquellos trabajos. Era inteligente y activo, comprendía pronto, ejecutaba bien, y Ciro Smith se aficionaba cada vez más a aquel muchacho. Harbert sentía por el ingeniero una viva y respetuosa amistad; y Pencroff, que veía la estrecha simpatía que se formaba entre aquellos dos seres, no estaba celoso de ella.

Other books

The Hours Count by Jillian Cantor
Mistress to the Crown by Isolde Martyn
Gambling on the Bodyguard by Sarah Ballance
A Year & a Day by Virginia Henley
Teddycats by Mike Storey
Fallen Land by Patrick Flanery