La isla misteriosa (36 page)

Read La isla misteriosa Online

Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
5.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

No habían andado cincuenta pasos en esta dirección, cuando oyeron los ladridos furiosos del perro. Eran un llamamiento desesperado.

Se detuvieron.

—¡Corramos! —dijo Pencroff.

Todos bajaron velozmente a la playa. Al llegar al ángulo de la muralla, vieron que la situación había cambiado. En efecto, los monos, sobrecogidos de un repentino pánico, excitados por alguna causa desconocida, trataban de huir. Dos o tres corrían y saltaban de una ventana a otra con la agilidad de
clowns.
No trataban ni de echar la escalera, por la cual les hubiese sido fácil bajar, porque en su espanto sin duda habían olvidado aquel medio de salir de la casa. En breve cinco o seis estuvieron en posición de servir de blanco a los fusiles y los colonos apuntaron y dispararon. Unos, heridos o muertos, cayeron en el interior de la casa lanzando agudos gritos; otros, precipitados al exterior, se estrellaron en su caída, y pocos instantes después podía suponerse que no había un cuadrumano vivo en el Palacio de granito.

—¡Hurra! —exclamó Pencroff—, ¡hurra, hurra!

—No tantos hurras —dijo Gedeón Spilett.

—¿Por qué? Todos han muerto —contestó el marino.

—Es verdad, pero eso no nos da los medios de entrar en nuestra casa.

—Vamos al desagüe —propuso Pencroff.

—Es lo más acertado —dijo el ingeniero—. Sin embargo, hubiera sido preferible...

En aquel momento, y como respondiendo a la observación que iba a hacer Ciro Smith, se vio resbalar la escala sobre el umbral de la puerta, después desenrollarse y extenderse hasta el suelo.

—¡Ah, mil pipas! ¡Esa sí que es buena! —exclamó el marino mirando a Ciro Smith.

—Sí que lo es —murmuró el ingeniero, y se lanzó el primero a la escalera.

—Cuidado, señor Ciro —dijo Pencroff—, puede haber todavía algún macaco.

—Allí lo veremos —respondió el ingeniero sin detenerse.

Todos sus compañeros lo siguieron y en un minuto llegaron al umbral de la puerta del Palacio de granito. Registraron todo, pero nada había en los cuartos ni en el almacén, el cual había sido respetado por la tropa de cuadrumanos.

—Pero ¿y la escalera? —exclamó el marino—. ¿Quién es el cumplido caballero que nos la ha echado?

En aquel momento se oyó un grito y un mono, que se había refugiado en el corredor, se precipitó en la sala perseguido por Nab.

—¡Ah, bandido! —exclamó Pencroff.

Y con el hacha en la mano iba a abrir la cabeza del animal, cuando Ciro le detuvo, diciendo:

—Perdónele, Pencroff.

—¿Que perdone a este tunante?

—Sí, porque él es quien nos ha arrojado la escalera.

El ingeniero dijo esto con una voz tan singular, que hubiera sido difícil saber si hablaba seriamente o no.

Sin embargo, se echaron sobre el mono, que, después de haberse defendido violentamente, fue derribado en tierra y atado.

—¡Uf! —exclamó Pencroff—. ¿Qué haremos ahora con este bicho?

—Un criado —respondió Harbert.

Y hablando así, el joven no se chanceaba, porque sabía el partido que se puede sacar de esta raza inteligente de cuadrumanos.

Los colonos se acercaron al mono y lo contemplaron atentamente.

Pertenecía a esa especie de antropomorfos cuyo ángulo facial no es muy inferior al de los australianos y los botentotes. Era un orangután, y como tal no tenía ni la ferocidad del babino ni la irreflexión del macaco, ni la suciedad del simio, ni los arrebatos del magoto, ni los malos instintos del cinocéfalo. Esta familia de antropomorfos es la que presenta esos rasgos, tantas veces citados, y que indican en sus individuos una inteligencia casi humana. Empleados en las casas, pueden servir la mesa, barrer los cuartos, limpiar los vestidos, sacar brillo a las botas, manejar diestramente el cuchillo y el tenedor, y hasta beber vino, todo tan bien como el mejor criado de dos pies. Sabido es que Buffon tenía uno de esos monos que le sirvió durante mucho tiempo como criado fiel y activo.

El que estaba atado en la sala del Palacio de granito era un monazo de seis pies de estatura, cuerpo proporcionado, ancho pecho, cabeza de tamaño mediano, ángulo facial de sesenta y cinco grados, cráneo redondeado, nariz saliente, piel cubierta de pelo suave y lustroso y, en fin, un tipo completo de los antropomorfos. Sus ojos, un poco más pequeños que los del hombre, brillaban con inteligente vivacidad. Sus dientes blancos resplandecían bajo su bigote y llevaba una pequeña barba rizada, de color avellana.

—¡Guapo mozo! —dijo Pencroff—. Si supiéramos su lengua, le podríamos hablar.

—¿De veras, amo, vamos a tomarlo por criado? —preguntó el negro.

—Sí, Nab —contestó sonriendo el ingeniero—, pero no seas celoso.

—Yo espero que será un excelente servidor —añadió Harbert—. Parece joven; su educación será fácil y no nos veremos obligados para someterlo a emplear la fuerza ni arrancarle los caninos, como se hace en tales circunstancias. Lo aceptará porque seremos buenos con él.

—Lo seremos —añadió Pencroff, que había olvidado toda su cólera contra los
bromistas.
Después, acercándose al orangután, le dijo:

—Y bien, muchacho, ¿cómo va?

El orangután respondió con un gruñido, que no demostraba demasiado mal humor.

—¿Quieres formar parte de la colonia? —preguntó el marino—. ¿Quieres entrar al servicio del señor Smith?

Nuevo gruñido aprobador del mono.

—¿Y te contentarás con la comida por todo salario?

Tercer gruñido afirmativo.

—Su conversación es un poco monótona —observó Gedeón Spilett.

—Bueno —replicó Pencroff—, los mejores criados son los que hablan menos; y, además, éste no exige salario. ¿Entiendes, muchacho? Para empezar no te daremos salario, pero más adelante lo doblaremos si estamos contentos de ti.

Así la colonia se acrecentó con un nuevo individuo, que debía prestarle más de un servicio. En cuanto al nombre que había de darse a aquel mono, el marino quiso que, en memoria de otro que él había tenido, fuese llamado
Júpiter,
y
Jup
por abreviación.

Y así, sin más ceremonias, maese
Jup
fue instalado en el Palacio de granito.

7. Puente sobre el río y animales de tiro

Los colonos de la isla Lincoln habían reconquistado su domicilio sin haber abierto el antiguo conducto, lo cual les ahorró trabajos de albañilería. Fue para ellos una verdadera dicha que en el momento en que se disponían a realizar su proyecto, la bandada de monos hubiese cogido un miedo tan repentino como inexplicable, que la había arrojado del Palacio de granito. Aquellos animales ¿habían presentido el asalto que se les iba a dar por otro conducto? Era la única manera de interpretar su movimiento de retirada.

Durante las últimas horas de aquel día los cadáveres de los monos fueron trasladados al bosque y enterrados allí; después, los colonos se ocuparon en reparar el desorden causado por los intrusos, desorden y no deterioro, porque, si habían desordenado los muebles de los cuartos, al menos nada habían roto. Nab encendió sus hornillos y las reservas de la despensa suministraron una comida sustanciosa, a la cual todos hicieron gran honor.

Jup
no fue olvidado y comió con apetito piñones y raíces de rizomas, pues recibió una provisión abundante. Pencroff le había desatado los brazos, pero juzgó conveniente dejarle las ligaduras de las piernas hasta que pudiera contarse con su resignación.

Antes de acostarse, Ciro Smith y sus compañeros, sentados alrededor de la mesa, discutieron algunos proyectos, cuya ejecución era urgente.

Los más importantes y de mayor urgencia eran el tendido de un puente sobre el río de la Merced, para poner la parte meridional de la isla en comunicación con el Palacio de granito; después, el establecimiento de una dehesa o campo destinado a los muflones y otros animales de lana, que convenía capturar.

Como se ve, estos dos proyectos tendían a resolver la cuestión de los vestidos, que era entonces la más seria. El puente facilitaría la traslación del globo, que suministraría lienzo, y el prado debía contener los animales, cuya lana proporcionaría los vestidos de invierno.

Respecto al prado, la intención de Ciro Smith era establecerlo en las fuentes del arroyo Rojo, donde los rumiantes encontrarían pastos, que les proporcionarían un alimento fresco y abundante. El camino entre la meseta de la Gran Vista y las fuentes del arroyo estaba abierto en gran parte y con un carro mejor acondicionado que el primero sería el transporte más fácil, sobre todo si se lograba capturar algún animal de tiro.

Pero si no había ningún inconveniente en que el prado estuviera apartado del Palacio de granito, no sucedía lo mismo respecto del corral, sobre el que Nab llamó la atención de los colonos. Era preciso, en efecto, que las aves estuviesen al alcance del jefe de cocina, y ningún sitio pareció más favorable para el establecimiento del susodicho corral que las orillas del lago, que confinaba con el antiguo conducto de desagüe.

Las aves acuáticas se habituarían lo mismo que las demás, y la pareja de tinamúes, cazada en la última excursión, serviría para un primer ensayo de domesticación.

Al día siguiente, 3 de noviembre, comenzaron las obras para la construcción del puente, en cuya importante tarea se emplearon todos los brazos. Los colonos, transformados en carpinteros y llevando sobre los hombros sierras, hachas, escoplos y martillos, bajaron a la playa.

Pencroff hizo una reflexión:

—¿Y si durante nuestra ausencia le vinieran ganas a maese
Jup
de retirar esa escalera que con tanta cortesía nos envió ayer?

—Sujetémosla por su extremo inferior —contestó Ciro Smith.

Hicieron esto por medio de dos pilotes derechos sólidamente hundidos en la arena, y después los colonos subieron por la orilla izquierda del Merced y llegaron al recodo formado por el río. Se detuvieron para examinar el sitio donde debía echarse el puente, y convinieron que allí era el mejor.

En efecto, desde aquel punto al puerto del Globo, descubierto el día antes en la costa meridional, no había más que unas tres millas y media, y sería fácil abrir entre uno y otro punto un camino por donde pudieran pasar carros, que harían las comunicaciones más fáciles entre el Palacio de granito y el sur de la isla.

Ciro Smith comunicó a sus compañeros el proyecto que meditaba hacía algún tiempo y que era muy ventajoso y fácil de ejecutar. Se trataba de aislar completamente la meseta de la Gran Vista, para ponerla al abrigo de todo ataque de cuadrumanos o de cuadrúpedos. De esta manera el Palacio de granito, las Chimeneas, el corral y toda la parte superior de la meseta, destinada a la siembra de grano, quedarían protegidos contra las depredaciones de los animales.

Nada era más fácil de ejecutar que este proyecto, y he aquí cómo pensaba el ingeniero llevarlo a cabo.

La meseta estaba defendida en sus tres lados por tres corrientes de agua, artificiales o naturales: Al noroeste, por la orilla del lago Grant, desde el ángulo del conducto antiguo de desagüe hasta el corte hecho en la orilla este del lago, para dejar salir las aguas. Al norte, desde esta sangría hasta el mar, por la nueva corriente de agua que se había abierto en el lecho, en la meseta y en la playa, en la pared anterior y en la posterior de la cascada; bastaba ahondar este lecho de la corriente para hacer el paso impracticable a los animales. En la parte este, por el mar mismo, desde la desembocadura de dicho arroyo hasta el río de la Merced. Al sur, en fin, desde esta desembocadura hasta el recodo del río donde debía establecerse el puente.

Quedaba, pues, la parte occidental de la meseta comprendida entre el recodo y el ángulo sur del lago, en una distancia menor de una milla, que estaba abierta a toda invasión. Pero nada más fácil que abrir un foso ancho y profundo, que podría llenarse con las aguas del lago y cuyo sobrante fuera a desaguar por una segunda cascada al lecho del río de la Merced. El nivel del lago se bajaría un poco, sin duda, por aquella nueva sangría, pero Ciro Smith había reconocido que el caudal del arroyo Tojo era bastante grande para permitir la ejecución de su proyecto.

—Así, pues —añadió el ingeniero—, la meseta de la Gran Vista será una verdadera isla rodeada de aguas por todas partes y no comunicada con el resto de nuestros dominios sino por el puente de la Merced, los dos puentecillos ya establecidos en la parte anterior y en la posterior de la cascada, y otros dos que habrá que construir, el uno en el foso que me propongo abrir, y el otro en la orilla izquierda del río de la Merced. Ahora bien, si hacemos el puente y estos puentecillos para que puedan levantarse a voluntad, la meseta de la Gran Vista quedará al abrigo de toda sorpresa.

Ciro Smith, para hacerse comprender mejor, había dibujado un plano de la meseta, con lo cual su proyecto quedó inmediatamente entendido.

Todos lo aprobaron sin vacilar, y Pencroff, blandiendo el hacha de carpintero, exclamó:

—¡El puente ante todo!

Era la obra más urgente. Se eligieron varios árboles, que fueron cortados, despojados de sus ramas, serrados en tablas y convertidos en vigas y traviesas. Aquel puente fijo en la parte que se apoyaba en la orilla derecha del río de la Merced debía ser movible en la parte que se uniese a la izquierda, de manera que pudiera levantarse por medio de contrapesos, como ciertos puentes de esclusa.

La tarea, como se comprende, dio mucho trabajo y, aunque hábilmente dirigida, exigió bastante tiempo, porque el río de la Merced tenía en aquel paraje unos ochenta pies de anchura. Hubo que meter pilotes en el cauce del río, para mantener la tablazón fija del puente y establecer los medios de operar sobre las cabezas de las estacas, formar los arcos y permitir al puente sostener grandes pesos.

Por fortuna, no faltaban instrumentos para trabajar la madera, ni hierro para consolidarla, ni la destreza de un hombre que entendía maravillosamente esta clase de obras, ni el celo de sus compañeros, que hacía siete meses trabajaban a sus órdenes y habían adquirido gran habilidad manual. Debemos añadir que Gedeón Spilett no era el más torpe y rivalizaba en destreza con el marino, “que no hubiera esperado tanto de un simple periodista”.

La construcción del puente de la Merced duró tres semanas. Se almorzaba en el sitio de las obras, pues el tiempo era magnífico, y se volvía sólo a cenar al Palacio de granito.

Durante aquel período se pudo observar que maese
Jup
se aclimataba fácilmente y se familiarizaba con sus nuevos amos, a quienes miraba siempre con aire de curiosidad.

Other books

Liquid Desires by Edward Sklepowich
08bis Visions of Sugar Plums by Janet Evanovich
Come See About Me by Martin, C. K. Kelly
Shadows of Darkness by Stephanie Rowe
Catching You by Katie Gallagher
Las Christmas by Esmeralda Santiago
The Circle by Elaine Feinstein