La isla misteriosa (60 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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Precipitarse al ascensor, elevarse hasta la puerta del Palacio de granito, donde
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y
Jup
estaban encerrados desde la víspera, y lanzarse al salón, fue cuestión de un momento.

Ya era tiempo, porque los colonos, a través del ramaje de las ventanas, vieron al
Speedy,
rodeado de humo, que enfilaba el canal; y aun tuvieron que ocultarse porque las descargas eran incesantes y las balas de los cuatro cañones chocaban ciegamente sobre la posición del río de la Merced, aunque no estaba ocupada ya, y sobre las Chimeneas.

Las rocas saltaban en pedazos y un griterío acompañaba a cada detonación.

Sin embargo, podía esperarse que el Palacio de granito no sufriera daño alguno, gracias a la precaución que Ciro Smith había tomado de disimular las ventanas; pero, pocos momentos después, una bala, rozando en el hueco de la puerta, penetró en el corredor.

—¡Maldición, estamos descubiertos! —exclamó Pencroff.

Quizá los colonos no habían sido vistos, pero seguramente Bob Harvey había juzgado oportuno enviar un proyectil a través del follaje sospechoso que ocultaba la parte alta del muro. En breve redobló sus golpes, cuando otra bala, habiendo roto la cortina del follaje, dejó ver una gran abertura en el granito.

La situación de los colonos era desesperada. Su retiro estaba descubierto. No podían poner obstáculo alguno a aquellos proyectiles, ni preservar la piedra, cuyos trozos volaban en metralla a su alrededor. No tenían más remedio que refugiarse en el corredor superior del Palacio de granito y abandonar su morada a todas las devastaciones, cuando se oyó un ruido sordo que fue seguido de gritos espantosos.

Ciro Smith y los suyos se precipitaron a una de las ventanas.

El brick, irresistiblemente levantado por una especie de tromba líquida, acababa de abrirse en dos, y en menos de dos segundos se había sumergido con toda su criminal tripulación.

4. La nave pirata, destruida, y los colonos se aprovechan de los restos

—¡Volaron! —exclamó Harbert.

—Sí, han volado, como si Ayrton hubiese dado fuego a la pólvora —dijo Pencroff, precipitándose al ascensor al mismo tiempo que Nab y el joven.

—¿Pero qué ha pasado? —preguntó Gedeón Spilett, estupefacto de aquel inesperado desenlace.

—Esta vez lo sabremos —contestó vivamente el ingeniero.

—¿Qué sabremos?

—Después, después... Venga, Spilett. Lo importante es que esos piratas hayan sido exterminados.

Y Ciro Smith, llevando consigo al periodista y a Ayrton, bajó a la playa, donde estaban Pencroff, Nab y Harbert.

No se veía nada del brick, ni siquiera su arboladura. Después de haber sido levantado por la tromba, se había tendido de costado, hundiéndose en esta posición, a consecuencia de alguna enorme vía de agua. Pero, como el canal en aquel paraje no medía más que veinte pies de profundidad, el costado del buque sumergido reaparecería en la marea baja.

Algunos pecios flotaban en la superficie del mar. Se veía todo un conjunto de piezas de repuesto, mástiles y vergas, y, además, jaulas de gallinas con sus volátiles vivos, cajas y barriles, que poco a poco subían a la superficie después de haber salido por las escotillas; pero no salía ningún resto, ni de tablas del puente ni del forro del casco, lo que hacía todavía más inexplicable el hundimiento del
Speedy.

Sin embargo, los dos mástiles, que habían sido rotos a pocos pies por encima de la fogonadura, después de haber roto a su vez estayes y obenques, subieron a la superficie con sus velas, unas desplegadas y otras ceñidas. No había que dejar al reflujo llevarse todas aquellas riquezas. Ayrton y Pencroff se arrojaron en la piragua con la intención de atraer todos aquellos pecios al litoral de la isla o al del islote.

Pero, cuando iban a embarcarse, una reflexión de Spilett les detuvo.

—¿Y los seis piratas que han desembarcado en la orilla derecha de la Merced? —dijo el periodista.

En efecto, no debía olvidarse que los seis hombres que llevaban la canoa que se había estrellado en las rocas habían saltado a tierra en la punta del Pecio.

Los colonos miraron en aquella dirección, pero ninguno de los fugitivos estaba a la vista. Era probable que, después de haber visto al brick hundirse en las aguas del canal, hubieran huido al interior de la isla.

—Después nos ocuparemos de ellos —dijo Ciro Smith—. Pueden ser peligrosos, porque están armados, pero seis contra seis, las probabilidades son iguales. Veamos lo más urgente.

Ayrton y Pencroff se embarcaron en la piragua y remaron directamente hacia los pecios.

El mar estaba tranquilo, a la sazón, y la marea era muy alta, porque la luna había entrado en el novilunio hacía dos días. Debía transcurrir más de una hora antes que el casco del brick pudiera sobresalir de las aguas del canal.

Ayrton y Pencroff tuvieron tiempo de amarrar los mástiles y berlingas por medio de cuerdas, cuyo extremo se fijó en la playa del Palacio de granito. Los colonos, reuniendo sus esfuerzos, lograron halar todos aquellos pecios. Después la piragua recogió todo lo que flotaba: jaulas de gallinas, cajas y barriles, que inmediatamente fueron transportados a las Chimeneas. También sobrenadaban algunos cadáveres y, entre otros, Ayrton conoció el de Bob Harvey y le mostró a sus compañeros:

—Ahí tiene lo que he sido yo, Pencroff.

—Pero que ya no es, valiente Ayrton —repuso el marino.

Era muy singular que fuesen tan pocos los cadáveres que sobrenadaban. No había más que cinco o seis, y el reflujo comenzaba a llevárselos hacia alta mar. Probablemente, los presidiarios, sorprendidos por el hundimiento, no habían tenido tiempo de huir y, habiéndose tendido el buque de costado, la mayor parte había quedado sepultada bajo el empalletado. Ahora bien, el reflujo que iba a arrastrar hacia alta mar los cadáveres de aquellos miserables ahorraría a los colonos la triste tarea de enterrarlos en algún rincón de la isla.

Por espacio de dos horas Ciro Smith y sus compañeros se ocuparon únicamente en halar los palos y berlingas sobre la arena, en desenvergar y poner en seco las velas que estaban perfectamente intactas. Hablaban poco, pues el trabajo les tenía absortos, pero ¡cuántos pensamientos atravesaban sus ánimos! Era una fortuna la posesión de aquel brick, o mejor dicho, de todo lo que contenía. En efecto, un buque es como un pequeño mundo e iba a aumentar el material de la colonia con muchos objetos útiles. Sería,
en grande,
el equivalente de la caja hallada en la punta del Pecio.

Y, además, pensaba Pencroff, “¿Por qué ha de ser imposible volver a poner a flote ese brick? Si no tiene más que una vía de agua, se tapa, y un buque de trescientas o cuatrocientas toneladas es un verdadero navío, comparado con nuestro
Buenaventura.
Con un buque como ése se va lejos, se va adonde se quiere. El señor Ciro, Ayrton y yo tendremos que examinar ese punto, porque la cosa vale la pena.” En efecto, si el brick estaba todavía en disposición de navegar, las probabilidades de volver a la patria aumentaban en favor de los colonos.

Mas, para decidir esta importante cuestión, convenía esperar a que hubiera acabado de bajar la marea y poder visitar el casco del brick en todas sus partes.

Cuando aseguraron todos los pecios que habían salido a la superficie del mar, Ciro Smith y sus compañeros se concedieron unos instantes para el almuerzo. El hambre los tenía desmayados; por fortuna no estaba lejos la cocina y Nab podía pasar por cocinero excelente. Se almorzó junto a las Chimeneas y, mientras tanto, se habló mucho del acontecimiento inesperado, que tan milagrosamente había salvado la colonia.

—Milagrosamente —repetía Pencroff—, porque debemos confesar que esos tunantes han volado en el momento preciso. El Palacio de granito se iba haciendo completamente inhabitable.

—¿Y sospecha usted, Pencroff —preguntó el periodista—, cómo ha pasado eso y qué ha podido producir la voladura del brick?

—Señor Spilett, nada más sencillo —repuso Pencroff—. Un buque de piratas no está tan cuidado como un buque de guerra. Los presidiarios no son marineros. Indudablemente, el pañol de la pólvora del brick estaba abierto, pues nos cañoneaban sin cesar, y una imprudencia o una torpeza han bastado para hacer saltar toda la máquina.

—Señor Ciro —dijo Harbert—, me extraña que esta explosión no haya producido más efecto. La detonación no ha sido fuerte, y hay pocos restos y pocas tablas arrancadas. Parece que el buque se ha hundido y no ha volado.

—¿Esto te extraña, hijo mío? —preguntó el ingeniero.

—Sí, señor Ciro.

—Y a mí también, Harbert —contestó el ingeniero—, a mí también me parece extraordinario. Cuando visitemos el casco del brick, tendremos, sin duda, la explicación de ese hecho.

—¿Qué es eso, señor Ciro? —dijo Pencroff—. ¿Va usted a suponer que el
Speedy
se ha ido a fondo como un buque que da contra un escollo?

—¿Por qué no? —observó Nab—. Hay rocas en el canal.

—¡Vaya, Nab —contestó Pencroff—, no has abierto los labios muy oportunamente! Un momento antes de hundirse el brick lo he visto perfectamente levantarse sobre una ola enorme y caer por el costado de babor. Ahora bien, si no hubiera hecho más que tocar en una roca, se habría hundido tranquilamente, como un honrado buque que se va por el fondo.

—Es que no era precisamente un honrado buque —repuso Nab.

—En fin, ya lo veremos, Pencroff —dijo el ingeniero.

—Lo veremos —añadió el marino—. Apuesto mi cabeza que no hay rocas en el canal. Pero, francamente, señor Ciro, ¿quiere usted decir que hay algo extraordinario en ese acontecimiento?

El ingeniero no contestó.

—En todo caso —dijo Gedeón Spilett—, choque o explosión, convendrá usted, Pencroff, que el suceso ha sido lo más oportuno del mundo.

—Sí, sí —repuso el marino—, pero no es ésa la cuestión. Pregunto al señor Smith si en todo esto encuentra algo sobrenatural.

—No digo ni que sí ni que no, Pencroff —contestó el ingeniero—. Es lo único que puedo decir ahora.

Esta respuesta no satisfizo a Pencroff, el cual se atenía a una explosión y no podía convencerse de que la cosa hubiera pasado de otra manera. Jamás consentiría en admitir que en aquel canal formado por un lecho de arena fina como la misma playa y que había sido atravesado muchas veces por él en la marea baja hubiese un escollo ignorado. Por otra parte, en el momento en que el brick iba a pique, la marea estaba alta, es decir, que había más agua de la necesaria para atravesar el canal sin chocar en las rocas, aun cuando existiesen algunas que no hubieran podido ser descubiertas en la baja marea. Así, pues, no podía haber habido choque; por consiguiente, el buque no se había estrellado y, por tanto, había habido explosión.

Hay que convenir en que el razonamiento era lógico.

Hacia la una y media los colonos se embarcaron en la piragua y se dirigieron al sitio del naufragio. Era una pena que no hubieran salvado las dos embarcaciones del brick. Una, como es sabido, se había estrellado en la desembocadura del río de la Merced y estaba absolutamente inservible; otra, había desaparecido al hundirse el buque y, sin duda aplastada por él, no había podido salir a flote.

En aquel momento el casco del
Speedy
empezaba a mostrarse por encima de las aguas. El brick estaba más que tendido sobre el costado, porque, después de haber roto sus palos bajo el peso del lastre desplazado por la caída, tenía la quilla casi en el aire y había sido invertido por la inexplicada pero espantosa acción submarina que se había manifestado al mismo tiempo por el levantamiento de una enorme tromba de agua.

Los colonos dieron la vuelta al casco y, a medida que la marea bajaba, pudieron reconocer, si no la causa que había provocado la catástrofe, al menos el efecto producido.

A proa y los dos lados de la quilla, siete u ocho pies antes del nacimiento de la roda, los costados del brick estaban espantosamente destrozados en una distancia de veinte pies. Se abrían dos anchas vías de agua, que habría sido imposible cegar, y no solamente el forro de cobre y los tablones habían desaparecido, reducidos a polvo, sino también las mismas cuadernas, las clavijas de hierro y las cabillas de madera que las unían y de las cuales no había ni vestigios. A lo largo del casco, hasta los gálibos de proa y las hiladas rajadas enteramente estaban fuera de su sitio. La falsa quilla había sido separada con una violencia inexplicable, y la quilla misma, arrancada de la carlinga, estaba rota.

—¡Mil diablos! —exclamó Pencroff—, difícilmente podría ponerse a flote este buque. —No será difícil, sino imposible —dijo Ayrton.

—En todo caso —observó Gedeón Spilett al marino—, la explosión, si ha habido explosión, ha producido singulares efectos. Ha reventado el casco del buque en todas sus partes inferiores, en vez de hacer saltar el puente y la obra muerta. Estas aberturas parecen más bien efecto del choque de un escollo, que de la explosión de un pañol de pólvora.

—No hay escollo en el canal —replicó el marino—. Admito todo lo que quiera, excepto el choque contra una roca.

—Tratemos de penetrar en el interior del brick —dijo el ingeniero— y tal vez sabremos a qué atenernos sobre la causa de su destrucción.

Era el mejor partido que se podía tomar y convenía, además, inventariar todas las riquezas que había a bordo y disponerlo todo para su salvamento.

El acceso al interior del brick era fácil. El agua continuaba bajando y la parte inferior del puente, que a la sazón se había convertido en parte superior por la inversión del casco, era practicable. El lastre, compuesto de gruesos lingotes de hierro, le había abierto en varios sitios y se oía el ruido del mar, cuyas aguas se escapaban por las aberturas del casco.

Ciro Smith y sus compañeros, con el hacha en la mano, se adelantaron por el puente medio roto, que estaba lleno de cajas de toda especie y, como éstas habían permanecido en el agua poco tiempo, quizá su contenido no estaba averiado.

Los colonos, por consiguiente, pusieron todo aquel cargamento en lugar seguro. La marea debía tardar en subir algunas horas y éstas fueron utilizadas del modo más provechoso. Ayrton y Pencroff establecieron en la abertura practicada en el casco un aparejo que servía para izar los barriles y las cajas. La piragua los recibía y los trasladaba inmediatamente a la playa. Se sacaban todos los objetos indistintamente, para hacer después la elección y separación conveniente.

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