La isla misteriosa (37 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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Sin embargo, como medida de precaución, Pencroff no le dejaba aún libertad completa de movimientos, queriendo, y con razón, esperar a que se hubiera cerrado la meseta y evitando toda probabilidad de fuga.
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y
Jup
eran buenos amigos y jugaban siempre juntos, si bien
Jup
se mostraba más grave y formal que el perro.

El 20 de noviembre quedó terminado el puente. Su parte móvil, equilibrada por contrapesos, oscilaba fácilmente y no se necesitaba más que un ligero esfuerzo para levantarla. Entre su charnela y la última traviesa en que se apoyaba, cuando se cerraba, había un intermedio de veinte pies, que era suficientemente ancho para que los animales no pudiesen atravesarlo.

Decidieron ir a buscar la cubierta del aerostato, pues los colonos tenían prisa para ponerla al seguro; sin embargo, para trasladarla había que llevar un carro hasta el puerto del Globo, y, por consiguiente, hacer un camino a través de los espesos bosques del Far-West, lo cual exigía mucho tiempo. Nab y Pencroff comenzaron haciendo un reconocimiento sobre el puerto y, observando que el “stock de tela” no había sufrido ningún deterioro en la gruta donde estaba almacenado, se decidió continuar las obras relativas a la meseta de la Gran Vista.

—Esto —dijo Pencroff— nos permitirá establecer nuestro corral en mejores condiciones, puesto que no tendremos que temer ni la visita de las zorras ni la agresión de otros animales dañinos.

—Sin contar —añadió Nab— que podemos roturar la meseta y trasplantar las plantas silvestres que nos convengan.

—Y preparar nuestro segundo campo de trigo —exclamó el marino con aire triunfal.

En efecto, el primer campo de trigo, sembrado con un solo grano, había prosperado admirablemente, gracias a los cuidados de Pencroff, y producido las diez espigas anunciadas por el ingeniero, cada espiga con ochenta granos. Así, pues, la colonia se encontraba poseedora de ochocientos granos en seis meses, lo cual prometía una doble cosecha cada año.

Aquellos ochocientos granos, menos cincuenta que se reservaron por prudencia, debían ser sembrados en un nuevo campo, y con no menos cuidado que el grano único.

Prepararon la sementera y la rodearon de una empalizada alta y aguda, que los cuadrúpedos difícilmente hubieran franqueado. En cuanto a los pájaros, se pusieron maniquíes espantosos y petardos chillones, debidos a la imaginación fantástica de Pencroff, que bastaron para ahuyentarlos. Depositados los setecientos cincuenta granos en pequeños surcos bien regulares, la naturaleza debía hacer lo demás.

El 21 de noviembre, Ciro Smith comenzó a trazar el foso que debía cerrar la meseta por el oeste, desde el ángulo sur del lago Grant hasta el recodo de la Merced. Había dos o tres pies de tierra vegetal y por debajo estaba el granito; fue necesario, por tanto, fabricar de nuevo la nitroglicerina, que produjo su efecto acostumbrado. En menos de quince días se abrió en el duro suelo de la meseta un foso de doce pies de ancho y seis de profundidad. Hicieron una nueva sangría por el mismo método en las rocas que limitaban el lago y las aguas se precipitaron en aquel nuevo lecho, formando un riachuelo, al cual se le dio el nombre de arroyo de la Glicerina, y que vino a ser afluente del río de la Merced. Y, como había anunciado el ingeniero, bajó el nivel del lago, pero de una manera casi imperceptible; en fin, para completar el aislamiento, se ensanchó considerablemente el lecho del arroyo de la playa y se contuvieron las arenas por medio de una doble empalizada.

Con la primera quincena de diciembre concluyeron definitivamente estas obras, y la meseta de la Gran Vista, es decir, una especie de pentágono irregular con un perímetro de cuatro millas, poco más o menos, rodeado de un cinturón de agua, quedó absolutamente al abrigo de toda agresión.

Durante aquel mes de diciembre el calor fue muy fuerte; sin embargo, los colonos no quisieron suspender la ejecución de sus proyectos y, como era urgente organizar el corral, comenzaron los trabajos.

Es inútil decir que, desde que se cerró completamente la meseta, maese
Jup
fue puesto en libertad. Ya no abandonaba a sus amos ni manifestaba deseos de escaparse: era un animal manso, fuerte y de una agilidad sorprendente.

Cuando había que subir o bajar por la escalera del Palacio de granito, nadie podía rivalizar con él. Le emplearon los colonos en algunos trabajos: llevaba cargas de leña y acarreaba piedras, extraídas del lecho del arroyo de la Glicerina.

—Todavía no es un albañil, pero ya es un
mico
—decía, bromeando, Harbert, aludiendo al apodo de
mico,
que los albañiles de los Estados Unidos dan a sus aprendices. Jamás se había aplicado un nombre con mayor justicia.

El corral ocupó un área de doscientos pies cuadrados, en la orilla sudeste del lago. Se le rodeó de una empalizada y construyeron diferentes cobertizos para los animales que debían poblarlo, como chozas de ramajes divididas en departamentos, que en breve estuvieron concluidos y esperando a sus huéspedes.

Los primeros fueron una pareja de tinamúes, que no tardaron en dar muchos polluelos. Tuvieron después por compañeros una media docena de patos habituados a las orillas del lago. Algunos pertenecían a esa especie china cuyas alas se abren en forma de abanico y que por el brillo y viveza de los colores de su plumaje rivalizan con los faisanes dorados.

Pocos días después Harbert se apoderó de una pareja de gallináceas de cola redonda, formada de largas plumas, magníficos aléctores, que no tardaron en domesticarse. En cuanto a los pelícanos, martín pescador, gallinas de agua y otras muchas aves, vinieron por sí mismas a habitar el corral, y toda aquella sociedad, después de algunas disputas, arrullaban, piaban y cacareaban, acabando por entenderse y acrecentándose en una porción muy tranquilizadora para la futura alimentación de la colonia.

Ciro Smith, queriendo completar su obra, estableció un palomar en un ángulo del corral, donde puso una docena de aquellas palomas que frecuentaban las altas rocas de la meseta. Aquellas aves se habituaron fácilmente a volver todas las noches a su nueva morada y mostraron más propensión a domesticarse que las torcaces, sus congéneres, que, por otra parte, no se reproducen sino en estado salvaje.

En fin, había llegado el momento de utilizar para la confección de ropa blanca la envoltura del aerostato, pues conservarla bajo aquella forma y arriesgarse a entrar en un globo hinchado con aire caliente para dejar la isla, atravesando un mar, por decirlo así, ilimitado, no era cosa admisible sino para persona que hubiera carecido de todo, y Ciro Smith, hombre práctico, no podía pensar en semejante cosa.

Había que llevar la envoltura al Palacio de granito y los colonos se ocuparon en arreglar el carro de manera que fuese más ligero y manejable. Pero si no faltaba el vehículo, el motor no se había encontrado aún. ¿No existía en aquella isla ningún rumiante de especie indígena que pudiera reemplazar el caballo, el burro o el buey?

—En verdad —decía Pencroff— nos sería muy útil una bestia de tiro, hasta que el señor Smith nos construya un carro de vapor o una locomotora, porque sin duda tendremos un día un ferrocarril del Palacio de granito al puerto del Globo, con un ramal al monte Franklin.

Y el honrado marino, hablando así, creía lo que decía. ¡Lo que es la imaginación acompañada de la fe!

Mas para no exagerar, un simple cuadrúpedo, puesto en las varas del carro, habría sido bien acogido por Pencroff; y como la Providencia le protegía, no le hizo esperar mucho tiempo. El 23 de diciembre, los colonos oyeron a la vez los gritos de Nab y los ladridos de
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repetidos con frecuencia y como a porfía. Dejaron la ocupación que tenían en las Chimeneas y acudieron, temiendo algún accidente.

¿Qué vieron? Dos animales de gran tamaño, que se habían aventurado imprudentemente a entrar en la meseta, cuyos puentecillos no estaban cerrados. Parecían dos caballos, o cuando menos dos asnos, macho y hembra, de formas finas, color bayo, piernas y cola blancas, con rayas de cebra negras en la cabeza, cuello y tronco. Andaban tranquilamente, sin manifestar ninguna inquietud, y miraban con curiosidad a los hombres, a los cuales todavía no podían reconocer el carácter de amos.

—¡Son onagres! —exclamó Harbert—. Cuadrúpedos intermedios entre la cebra y el cuaga.

¿Y por qué no burros? —preguntó Nab.

—Porque no tienen las orejas largas y porque sus formas son más graciosas.

—Burros o caballos —continuó Pencroff—, son
motores,
como diría el señor Ciro Smith y, como tales, debemos capturarlos.

El marino, sin espantar a los animales, se metió entre las hierbas y llegó, ocultándose, hasta el puente del arroyo de la Glicerina, al cual hizo girar y así quedaron presos los onagres.

¿Convendría apoderarse de ellos por la violencia y someterlos por una domesticación forzosa? No. Se convino en que durante algunos días se les dejaría en libertad de ir y de venir por la meseta, donde la hierba era abundante. Inmediatamente el ingeniero construyó cerca del corral una cuadra, en la cual los onagres encontraron cama y refugio durante la noche.

Así, pues, aquella magnífica pareja quedó enteramente libre en sus movimientos y los colonos tuvieron cuidado de no acercarse a ella para no espantarla. Muchas veces, sin embargo, los onagres dieron muestras de querer abandonar la meseta, demasiado estrecha para ellos, habituados al ancho espacio y a los bosques profundos. Entonces se les veía seguir el cinturón de agua que les oponía una barrera infranqueable, lanzar agudos rebuznos, galopar después a través de las hierbas, y, por último, más tranquilos, permanecer horas enteras mirando aquellos grandes bosques que les estaban cerrados para siempre.

Entretanto se hicieron arneses y tiros con fibras vegetales y algunos días después de la captura de los onagres no sólo el carro estaba preparado para engancharlos, sino que se había abierto un camino recto, o por mejor decir, una senda a través del Far-West, desde el recodo del río de la Merced hasta el puerto del Globo. Podía, pues, conducirse hasta allí el carro y a finales de diciembre se probó por primera vez a los onagres.

Pencroff había ya domesticado bastante a aquellos animales para que fuesen a tomar el alimento de su mano y dejaban que se les acercaran los colonos; pero, una vez enganchados en el carro, se encabritaron y costó trabajo contenerlos. Sin embargo, no debían tardar en acomodarse a aquel nuevo servicio, porque el onagre, menos rebelde que la cebra, sirve de bestia de tiro en las montañas de Africa austral y aun se le ha podido aclimatar en Europa en zonas relativamente frías.

Aquel día toda la colonia, a excepción de Pencroff, que guiaba sus bestias, subió en el carro y tomó el camino del puerto del Globo. Ya se comprenderá que el traqueteo fue grande e incómodo en aquel camino apenas abierto; pero el vehículo llegó sin dificultad y el mismo día se pusieron a acarrear la cubierta y los diversos aparatos del aerostato.

A las ocho de la noche, el carro, después de haber cruzado el puente de la Merced, bajaba por la orilla izquierda del río y se detenía en la playa. Los onagres fueron desenganchados y llevados a su cuadra, y Pencroff, antes de dormirse, lanzó un suspiro de satisfacción, que hizo resonar los ecos del Palacio de granito.

8. Se hacen ropa y aprovisionan la granja

La primera semana de enero fue dedicada a la confección de la ropa blanca necesaria para la colonia. Las agujas encontradas en el cajón funcionaron entre dedos vigorosos, si no delicados, y se puede afirmar que todo quedó cosido bien.

No faltó el hilo, gracias a la idea que tuvo Ciro de emplear el que había servido para coser las bandas del aerostato, bandas que fueron descosidas con una paciencia admirable por Gedeón Spilett y Harbert, pues Pencroff había renunciado a aquel trabajo que le crispaba los nervios. Pero cuando se trató de coser, nadie pudo igualarlo, pues sabido es que los marinos tienen una notable aptitud para el oficio de sastre.

Las telas de la cubierta del aerostato fueron desengrasadas después con sosa y potasa, obtenidas por la incineración de plantas, de tal suerte que el algodón, desembarazado del barniz, recobró su flexibilidad y elasticidad naturales; y sometido luego a la acción decolorante de la atmósfera, adquirió una blancura total.

Así quedaron preparadas algunas camisas, calzoncillos y calcetas, éstas hechas, naturalmente, no con agujas, sino de tela cosida. ¡Qué placer para los colonos ponerse al fin aquella ropa blanca (lienzo tosco, pero no podían ser exigentes), y acostarse entre sábanas que convirtieron los camastros del Palacio de granito en verdaderos lechos!

Por aquella época hicieron también calzado de cuero de foca, que vino a reemplazar muy oportunamente los zapatos y las botas llevadas de América; y puede afirmarse que aquel nuevo calzado fue largo y ancho y no apretó los pies de los colonos.

A principios del año 1866 los calores fueron persistentes, pero no se suspendió la caza en los bosques. Agutíes, saínos, cabiayes, canguros, caza de pelo y de pluma hormigueaban verdaderamente y Gedeón Spilett y Harbert eran tiradores demasiado diestros para perder un solo disparo.

Ciro Smith les recomendaba continuamente que economizaran las municiones y adoptó varias medidas para reemplazar la pólvora y el plomo encontrado en el cajón, que quería reservar para el futuro, porque, en efecto, no se sabía adónde el azar podría arrojarles un día en el caso de que abandonaran sus dominios. Era preciso prevenir todas las necesidades de lo desconocido, ahorrar municiones y, para ellos, sustituirlas con otra sustancia que pudiera renovarse fácilmente.

Para reemplazar el plomo, del cual Ciro Smith no había encontrado vestigios en la isla, empleó sin desventaja granos de hierro, que era fácil fabricar. Aquellos granos eran mucho menos pesados que los de plomo, pero los hizo más gruesos, y aunque cada carga pesaba menos, la destreza de los cazadores suplía la falta. En cuanto a la pólvora, Ciro Smith hubiera podido hacerla, puesto que disponía de salitre, azufre y carbón; pero esta preparación exige cuidados muy grandes e instrumentos especiales y sin ellos es difícil producirla de buena calidad El ingeniero prefirió fabricar piroxilo, es decir, algodón fulminante, sustancia para la cual el algodón no es indispensable, porque no entra sino como celulosa. Ahora bien, la celulosa no es más que el tejido elemental de los vegetales y se encuentra casi en estado de pureza no sólo en el algodón, sino en las fibras textiles del cáñamo y del lino, en el papel, en el trapo viejo, en la médula del saúco, etc. Precisamente los saúcos abundan en la isla, hacia la desembocadura del arroyo Rojo, y los colonos empleaban a manera de café las bayas de aquellos arbustos, pertenecientes a la familia de las caprifoliáceas.

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