Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
—¿Te ha hecho daño, Harbert? —preguntó Gedeón Spilett.
—No, no.
—¡Si te hubiera herido ese mono! —exclamó Pencroff.
—¡Pero si no es un mono! —contestó Harbert.
Al oír estas palabras, Pencroff y Gedeón Spilett miraron al ser que yacía en el suelo.
En efecto, no era un mono, era una criatura humana, un hombre.
¡Pero qué hombre! Un salvaje en toda la horrible acepción de la palabra, y tanto más espantoso, cuanto que parecía haber caído en el último grado de embrutecimiento.
Cabellera enmarañada, barba inculta que le bajaba hasta el pecho, cuerpo casi desnudo, salvo un pedazo de manta rodeada a la cintura, ojos feroces, manos enormes, uñas desmesuradamente largas, color de caoba oscuro, pies endurecidos como si estuviesen hechos de cuerno: tal era la miserable criatura, a la cual, sin embargo, era preciso llamar hombre. Pero había derecho para preguntar si en aquel cuerpo existía todavía un alma racional o si era el vulgar instinto del bruto lo único que había sobrevivido en él.
—¿Está seguro de que esto es un hombre o de que lo haya sido? —preguntó Pencroff al periodista.
—¡Ah, no se puede dudar! —contestó éste.
—¿Será el náufrago? —dijo Harbert.
—Sí —repuso Gedeón Spilett—, pero el desdichado no tiene nada de humano.
El corresponsal decía la verdad. Era evidente que, si alguna vez el náufrago había sido un ser civilizado, el aislamiento lo había convertido en salvaje y quizá en una cosa peor, en un verdadero orangután, el hombre de los bosques. Roncos sonidos salieron de su garganta a través de los dientes, que habían adquirido la agudeza de los animales carnívoros, hechos para masticar la carne cruda. La memoria debía haberle abandonado y también el arte de servirse de los instrumentos, de las armas y de la leña para hacer fuego. Se veía que era robusto y flexible, pero que todas sus cualidades físicas se habían desarrollado en él con detrimento de las cualidades morales.
Gedeón Spilett le habló, pero, al parecer, no comprendía, ni siquiera le escuchaba... Sin embargo, el corresponsal, mirándole bien fijamente en los ojos, creyó observar que no se había extinguido en él completamente la razón.
Entretanto el preso no se movía ni trataba de romper las ligaduras.
¿Estaba aturdido por la presencia de aquellos hombres, cuyo semejante había sido? ¿Se había despertado en algún rincón de su cerebro un recuerdo fugitivo que le enlazase con la humanidad? Si se hubiera visto libre, ¿habría intentado huir o se habría quedado? No se sabe, pero no se trató la prueba y, después de haber contemplado al infeliz con atención, dijo Gedeón Spilett:
—Quienquiera que sea y quienquiera que haya sido o pueda ser este hombre, nuestro deber es llevarlo con nosotros a la isla Lincoln.
—Sí —contestó Harbert—, y quizá a fuerza de cuidados podremos despertar en él algún destello de inteligencia.
—El alma no muere —dijo el corresponsal— y sería una satisfacción para nosotros arrancar del embrutecimiento a esta criatura de Dios.
Pencroff movió la cabeza con aire de duda.
—En todo caso, hay que intentar la prueba —repuso el periodista—; la humanidad nos lo ordena.
Era su deber mostrarse civilizados y cristianos. Los tres comprendieron y sabían que Ciro Smith aprobaría su conducta.
—¿Lo dejaremos atado? —preguntó el marino.
—Quizá andaría, si le desatáramos los pies —dijo Harbert.
—Probemos —repuso Pencroff.
Desataron las cuerdas que sujetaban los pies del preso, dejándole los brazos fuertemente atados. Se levantó por sí mismo y no dio muestras de querer huir. Sus ojos, secos, miraban de través a los tres hombres que marchaban a su lado y nada denotaba que recordase haber sido ni ser su semejante. Un silbido continuo se escapaba de sus labios y su aspecto era feroz; pero no intentó poner resistencia.
Por consejo de Spilett, aquel desgraciado fue llevado a su casa. Quizá la vista de los objetos que le pertenecían haría alguna impresión sobre él; quizá bastaba una chispa de memoria para reavivar su pensamiento oscurecido, para encender el fuego apagado de su alma.
La vivienda no estaba lejos y en unos minutos llegaron, pero el preso no conoció nada y parecía que había perdido la memoria de todas las cosas.
¿Qué podía conjeturarse del grado de embrutecimiento en que había caído aquel infeliz, sino que su prisión en el islote era ya antiquísima, y que después de haber llegado a él como ser racional, el aislamiento le había reducido a semejante estado?
El periodista tuvo entonces la idea de encender fuego, creyendo que su vista le llamaría la atención, y en un momento iluminó el hogar una de aquellas llamaradas que atraen hasta a los animales.
La vista de la llama pareció al principio fijar la atención del desdichado, pero en breve retrocedió y se extinguió su mirada inconsciente.
Evidentemente no había nada que hacer, al menos entonces, más que llevarlo a bordo del
Buenaventura,
lo cual se hizo y quedó bajo la vigilancia de Pencroff.
Harbert y Gedeón Spilett volvieron al islote para terminar sus operaciones, y pocas horas después llegaron de nuevo a la playa llevando los utensilios y las armas, una colección de simientes de legumbres, algunas piezas de caza y dos parejas de cerdos. Todo quedó embarcado y el
Buenaventura
estuvo dispuesto para levar ancla, cuando comenzara la marea a la mañana siguiente.
El preso quedó en la cámara de proa y se mantuvo tranquilo, silencioso, sordo y mudo.
Pencroff le ofreció comida, pero rechazó la carne cocida que le fue presentada y que sin duda no le gustaba. En efecto, habiéndole presentado el marino uno de los patos que Harbert había matado, se arrojó sobre él con avidez y lo devoró.
—¿Cree usted que volverá a su estado racional? —preguntó Pencroff moviendo la cabeza.
—Quizá —contestó el corresponsal—, no es imposible que nuestros cuidados lleguen a ejercer sobre él una saludable reacción, porque si el aislamiento le ha puesto en este estado, no volverá a estar solo.
—Hace sin duda mucho tiempo que el pobre hombre se encuentra en esta situación —dijo Harbert.
—Es posible —añadió Gedeón Spilett.
—¿Qué edad tendrá? —preguntó el joven.
—Es difícil calcular —repuso el periodista—, porque es imposible ver bajo la espesa barba que le cubre la cara; pero no es joven y supongo que debe tener por lo menos cincuenta años.
—¿Ha observado, señor Spilett, cuán profundamente hundidos tiene los ojos? —preguntó el joven.
—Sí, Harbert, pero son más humanos de lo que podía creerse por el aspecto de su persona.
—En fin, veremos —dijo Pencroff—. Tengo curiosidad de saber el juicio que dará el señor Smith sobre nuestro salvaje. Veníamos a buscar una nueva criatura humana y nos llevamos un monstruo. En fin, uno hace todo lo que puede.
Así pasó la noche y, si el prisionero durmió o no, nadie lo sabe; pero en todo caso, aunque le quitaron las ataduras, no se movió. Era como esas fieras que quedan aturdidas en los primeros momentos de su captura y se enfurecen después.
Al despuntar el día, que era el 15 de octubre, se produjo el cambio de tiempo previsto por Pencroff: el viento soplaba del noroeste y favorecía el regreso del
Buenaventura,
pero al mismo tiempo refrescaba y debía hacer más difícil la navegación.
A las cinco de la mañana se levó el ancla. Pencroff tomó un rizo en su vela mayor y puso la proa al este-nordeste para cinglar directamente hacia la isla Lincoln.
El primer día de la travesía no ocurrió ningún incidente. El preso continuó tranquilo en la cámara de proa y, como había sido marino, parecía que las agitaciones del mar producían en él una especie de reacción saludable. ¿Recordaba alguna cosa de su antiguo oficio? En todo caso parecía tranquilo y admirado más bien que abatido.
Al día siguiente, 16 de octubre, el viento refrescó muchísimo, subiendo aún más al norte, y por consiguiente en una dirección menos favorable a la marcha del
Buenaventura,
que saltaba sobre las olas.
Pencroff llegó a tener que aguantar todo lo posible y, aunque no decía nada, comenzó a alarmarse por el estado del mar, que se rompía con estrépito y formando espuma sobre la proa de la embarcación.
Ciertamente, si el viento no cambiaba, tardarían en llegar a la isla Lincoln mucho más tiempo del que habían empleado para ir a Tabor.
En efecto, el 18 por la mañana hacía cuarenta y ocho horas que el
Buenaventura
salió de la isla Tabor y nada indicaba que estuviese en las aguas de la isla. Era imposible, además, calcular el camino recorrido, ni atenerse a la estimación, porque la dirección y la celeridad habían sido muy irregulares.
Veinticuatro horas después no había todavía ninguna tierra a la vista.
El viento estaba de proa y la mar pésima. Fue preciso manejar con rapidez las velas de la embarcación, acometida grandemente por golpes de mar; hubo que tomar rizos y cambiar muchas veces las amarras corriendo pequeñas bordadas. El 18 una ola barrió la cubierta del
Buenaventura
y, si sus pasajeros no hubieran tomado antes la precaución de atarse al puente, aquella ola los hubiera llevado.
En aquella ocasión Pencroff y sus compañeros, que estaban muy ocupados en desprenderse del oleaje, recibieron un auxilio inesperado del preso, el cual se lanzó por la escotilla como dominado por su instinto de marino, rompió los tablones de la borda con un golpe vigoroso de relinga para dar más pronta salida al agua que llenaba el puente y, una vez hecho esto y desembarazada la embarcación, volvió a su cámara sin haber pronunciado una palabra.
Pencroff, Gedeón Spilett y Harbert, absolutamente estupefactos, le habían dejado moverse.
Sin embargo, la situación era mala y el marino tenía razón para creerse extraviado en aquel inmenso mar.
La noche del día 18 al 19 fue oscura y fría; sin embargo, hacia las once se calmó, disminuyó el oleaje y el
Buenaventura,
menos sacudido, adquirió mayor velocidad. Por lo demás, se había portado maravillosamente en el mar.
Ni Pencroff, ni Gedeón Spilett, ni Harbert pensaron en dormir ni una hora siquiera. Velaban con cuidado, porque o la isla Lincoln no podía estar lejos, y debían verla al día siguiente al despuntar el día, o el
Buenaventura,
arrastrado por algunas corrientes, había derivado a sotavento y era casi imposible rectificar su dirección.
Pencroff, lleno de zozobra, no desesperaba, sin embargo, porque tenía un alma bien templada, y sentado al timón se esforzaba obstinadamente en penetrar las espesas tinieblas que lo rodeaban.
Hacia las dos de la mañana se levantó de repente y gritó:
—¡Una hoguera, una hoguera!
En efecto, un vivo resplandor aparecía a veinte millas hacia el nordeste.
Allí estaba la isla Lincoln, y aquel resplandor tan vivo, que sin duda era una hoguera encendida por Ciro Smith, les mostraba el rumbo que debían seguir. Pencroff, que se había inclinado demasiado al norte, modificó su dirección y puso la proa hacia aquel fuego que brillaba por encima del horizonte como una estrella de primera magnitud.
Al día siguiente, 20 de octubre, a las siete de la mañana, después de cuatro días de viaje, el
Buenaventura
ancló en la playa, en la desembocadura del río de la Merced.
Ciro Smith y Nab, alarmados por aquel mal tiempo y por la prolongada ausencia de sus compañeros, subieron al amanecer a la meseta de la Gran Vista, desde la cual, por fin, habían divisado la embarcación.
—¡Bendito sea Dios, ahí están! —exclamó Ciro Smith.
En cuanto a Nab, en su júbilo, se había puesto a bailar y a dar vueltas, palmoteando y gritando:
—¡Oh, amo mío!
Pantomima más patética que el mejor discurso.
La primera idea del ingeniero, al contar las personas que había sobre el puente del
Buenaventura,
fue que Pencroff no había encontrado al náufrago de la isla Tabor o que aquel desgraciado se había negado a dejar la isla y a cambiar su prisión por otra.
En efecto, Pencroff, Gedeón Spilett y Harbert venían solos en el
Buenaventura
en el momento en que la embarcación llegó a la costa. El ingeniero y Nab la esperaban en la playa y, antes que los pasajeros hubiesen saltado a tierra, Ciro Smith les dijo:
—Hemos estado muy intranquilos por su tardanza, amigos míos. ¿Les ha sucedido algo?
—No —contestó Gedeón Spilett—, al contrario, todo ha ido bien. Ya se lo contaremos.
—Sin embargo —repuso el ingeniero—, veo que no han encontrado nada, puesto que no viene nadie más que ustedes tres.
—Perdone, señor Ciro —repuso el marino—, somos cuatro.
—¿Encontraron al náufrago?
—Sí.
—¿Y le han traído?
—Sí.
—¿Vivo?
—Sí.
—¿Dónde está? ¿Quién es?
—Es —contestó el corresponsal—, o mejor dicho, era un hombre. Esto es, Ciro, todo lo que podemos decir.
El ingeniero fue puesto al corriente de lo que había pasado durante el viaje, refiriéndole en qué condiciones se habían hecho las pesquisas, cómo estaba abandonada la única vivienda del islote, y cómo, en fin, se había hecho la captura del náufrago, que parecía no pertenecer ya a la especie humana.
—Hasta tal punto —añadió Pencroff— que no sé si hemos hecho bien en traerlo.
—¡Han hecho bien, Pencroff! —respondió el ingeniero.
—¡Ese desgraciado ha perdido la razón!
—De acuerdo —dijo Ciro Smith—, pero hace pocos meses ese desdichado era un hombre como usted y como yo. ¡Y quién sabe lo que llegaría a ser el último que sobreviviese de nosotros después de una larga soledad en esta isla! Desgraciado el que está solo, amigos míos, porque el aislamiento destruye la razón; por eso han encontrado a este pobre ser en un estado semejante.
—Pero, señor Ciro —preguntó Harbert—, ¿qué le induce a creer que el embrutecimiento de este infeliz no se remonta más que a unos meses?
—En qué el documento que encontramos había sido escrito recientemente —contestó el ingeniero— y no lo ha podido escribir más que el náufrago.
—A menos que haya sido redactado por algún compañero de este hombre, que haya muerto después —observó Gedeón Spilett.
—Es imposible, querido Spilett,
—¿Por qué? —preguntó el corresponsal.
—Porque el documento hubiera hablado de dos náufragos y no habla más que de uno —contestó el ingeniero.