La lanza sagrada (45 page)

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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La lanza sagrada
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Se decía que daba igual, que él había elegido su camino aquella noche y que los dos tuvieron que vivir con las consecuencias, pero seguía dándole vueltas a por qué se había negado a cortar él mismo la cuerda. Le habría resultado fácil, puesto que no veía a Kate, sino tan solo el trozo de cuerda que tenía delante. Podría haberlo hecho él mismo, en vez de pedirle a uno de los austríacos que lo hiciera. La única conclusión lógica era que sentía algo por ella y no era capaz de matarla con sus propias manos.

Lo que más odiaba de él era aquella chispa de humanidad que vislumbraba en su alma... si eso es lo que era. Hacía que dudase de sí misma y de lo que pretendía. Lo convertía en algo más que un cobarde despreciable al que tenía que destruir. Después de los años de luto que le había dedicado, quería que el final quedase muy claro. Quería que Robert sintiera el daño que había causado. Sin embargo, se pasó los últimos instantes de la caída libre pensando en por qué no había cortado la cuerda.

Robert se había convertido en la persona más importante de su vida, más incluso que su propio padre. No había dejado que Ethan le hiciera sombra, y Ethan, que era el hombre más listo y valiente que había conocido, soportó sus comparaciones silenciosas sin una palabra de queja. Había aceptado que un hombre muerto lo dejase en segundo lugar porque era el único lugar que ella estaba dispuesta a ofrecerle. Y, a pesar de todo, Ethan se enfrentaría a cualquier peligro por ella. Incluso la había dejado ir sola, porque sabía que era su batalla. T.K. se resistió, pero Ethan lo entendió perfectamente. Era lo que Kate necesitaba, aunque le costase la vida: era su venganza, algo que llevaba esperando más de una década.

Robert había jugado a amar. Si al final el amor lo había atrapado, si de verdad había llegado a sentir algo, no dejó que eso lo detuviese. Se olvidó de su afecto por dinero. Aquel era el quid de la cuestión. En el fondo era un estafador, usaba las emociones de los demás en beneficio propio. Era una cara bonita; sus sonrisas eran bellas y excepcionales; su ingenio rápido, sin llegar a resultar cruel. Sin embargo, en vez de alma y corazón tenía huecos vacíos.

Hasta Luca lo sabía, por eso la había enseñado a luchar. No traicionaría a Robert, porque hacía honor a su juramento, igual que Giancarlo, pero, si Kate lograba encontrar a Robert sola, Luca quería que estuviese preparada.

Aquella era la clase de amistad que Robert Kenyon inspiraba en los que de verdad lo conocían.

Carlisle rodó hacia Irina en cuanto entendió lo que sucedía. La tocó y susurró:

—¡Ha entrado alguien!

No lo dijo en voz alta, pero pensó que se trataba de Kate.

Oyó a Irina moverse sin verla hasta que pasó por delante de una ventana y distinguió su silueta desnuda contra el cielo gris. Carlisle le dio la espalda, y cogió los pantalones y la sudadera que tenía en una silla cerca de la cama. Buscó en el armario sus zapatos de escalar y una chaqueta, y sacó la pistola y la pistolera de la mesita de noche.

Entonces oyó cómo se rompían cristales de la caseta.

El paracaídas de Kate se abrió con un chasquido tranquilizador que frenó su caída a ciento sesenta kilómetros por hora en los últimos metros. Con las gafas de visión nocturna en su sitio, se pasó los segundos siguientes examinando la casa y maniobrando. Aunque iba bien para aterrizar en el tejado, estaba deseando comprobar la dirección del viento antes de bajar más. Siempre había corrientes en las cercanías de las montañas, pero eran silenciosas y, a veces, tan impredecibles como la lluvia de primavera.

Se arriesgó a mirar hacia la caseta y después a la montaña que se erguía detrás de la granja de Bartoli. Cuando estuvo allí con Luca para aprender a luchar, pasó muchas horas en aquellas rocas sin usar cuerdas, ante la insistencia de Luca. Había estado varias semanas practicando con armas y reventando alarmas. Al principio, las rocas la aterraban, aunque después empezaron a aclararle la mente y a devolverla durante una hora a la inocencia perdida en el Eiger.

A quinientos metros, Kate avisó sobre su posición. A los trescientos se dejó caer trazando un perezoso círculo, hasta por fin dar con algo de viento. Antes de bajar demasiado, cogió los mandos con la izquierda y saco el lanzagranadas de una de las pistoleras que llevaba en los muslos. El arma parecía un revólver grande. Disparó tres granadas contra la ventana del piso superior de la caseta. Cuando oyó ruido de cristales rotos, tiró el arma.

Carlisle se acercó a la ventana del dormitorio. El patio estaba a oscuras, no podía distinguir ni los árboles, ni la caseta. Kate estaba allí fuera, aunque todavía no pudiera verla. Siempre había sabido que así sería como iría a por él... las pocas veces que se había permitido pensarlo. «No hay furia mayor que la de una mujer desdeñada».

Tres explosiones sacudieron la caseta, una detrás de otra; después estalló una tubería de gas, y el fuego iluminó brevemente el patio delantero.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Irina.

—La caseta —respondió.

La policía no funcionaba así, tenía que ser Kate.

—¿Cuántos vienen, David?

El examinó las sombras. Pensó en Kate, Ethan Brand y Malloy. Habían logrado salir de Hamburgo de una pieza y se disponían a matarlo, justo lo que Giancarlo le había advertido que sucedería.

—No lo sé. No veo a nadie...

Kate bajó flotando hasta el tejado inclinado, moviéndose para que su paracaídas aprovechase la brisa en el último momento y la dejase aterrizar suavemente, apoyando el peso en la pierna buena.

En cuanto lo hizo, recogió la tela y la enrolló en una de las chimeneas, para evitar que traicionase su posición. Sacó una larga cuerda del cinturón y la ató a la chimenea del dormitorio principal. Después bajó por el tejado agarrándose de la cuerda, manteniéndola tensa. Se asomó a las canaletas para echar un vistazo a la ventana del dormitorio. A continuación, dejó la cuerda caer al lado de la ventana para calcular la cantidad que necesitaba.

Subió de nuevo la cuerda, sujetándola justo por debajo del punto que había quedado bajo el marco. Volvió a subir un par de pasos por el tejado y susurró:

—¿Dónde están, T.K.?

—Estás justo encima de ellos —respondió Malloy por el intercomunicador.

Kate sacó la Uzi de la pistolera del otro muslo, quitó el seguro, respiró hondo, apuntó hacia el tejado y disparó.

Unas cuarenta balas atravesaron el techo durante los primeros segundos del ataque. Arrancaron trozos de yeso y cayeron sobre el suelo de madera. Carlisle e Irina se lanzaron sobre el pasillo antes de responder disparando al techo.

—¡No veo lecturas de calor! ¿Chica? Hazme una señal si me oyes.

En cuanto cayeron los cargadores, Kate salió por el hueco de la chimenea del cuarto y descargó el Cok contra la pared: siete disparos a la altura de la cintura. Después rodó hacia la puerta abierta, soltó el cargador vacío y metió el segundo.

De repente, la casa se quedó en silencio. Notaba que seguía cayendo polvo de yeso y veía el marco de la ventana de la habitación que tenía en frente, un cuadrado gris de luz pálida. Todo lo demás estaba a oscuras.

Esperó, oyó algo (el crujido de una persiana, creyó distinguir) y disparó de nuevo contra las paredes. Esta vez, mientras recargaba, una pistola respondió: diez disparos a intervalos regulares. Uno de ellos le acertó en el chaleco, a punto de darle en la cabeza. Kate retrocedió de un salto, asustada y sorprendida, y después se apartó de la línea de fuego. Oyó que la madera crujía detrás de ella, así que vació el tercer cargador en la pared y volvió a cargar rápidamente.

Del otro cuarto no llegaron más disparos. ¿Habían huido? ¿Estaban muertos? ¿O reservaban la munición? Necesitaba las gafas de visión nocturna, pero no se atrevía a ceder el terreno que tanto le había costado ganar. Si se retiraba al centro de la habitación quedaría expuesta y sería vulnerable a un contraataque. En aquellos momentos se escondían de ella, y quizá se estuviesen quedando sin balas.

Tenía que llevar la lucha hacia delante, no retroceder.

—Sigo sin encontrar a la mujer.

—Quizá salió por la ventana —le dijo Ethan.

—Veo todas las ventanas —repuso Malloy—. Chica, ¿me oyes? —preguntó. Como Kate no respondía, le dijo a Ethan—: esto no me gusta.

Irina Turner estaba de espaldas a las pesadas piedras de la chimenea, en el dormitorio de invitados. Había vaciado la mayor parte de dos cargadores, puede que le quedasen de cinco a siete balas. No había más cargadores, ni tampoco chaleco. Y no sabía nada de David, ni tampoco de la caseta, aunque no esperaba que hubiese sobrevivido nadie a la explosión. Eso significaba que estaba sola. Lo bueno era que su atacante también parecía estar solo. Era consciente de que llegarían más, pero, por el momento, Irina tenía una oportunidad. Palpó la chimenea hasta dar con un asa metálica y levantarla con cuidado. Era la pala. La dejó con precaución en su sitio y buscó la pieza que la acompañaba. Por fin la localizó: el atizador.

—¡Me rindo! —gritó en español, y después lo repitió en inglés.

—¡Tira la pistola! —le gritó una mujer. Británica, y la voz no le temblaba en absoluto. Tenía que ser Kate.

—¡La tiro! —respondió Irina. Puso el arma en el suelo y la empujó hacia la puerta—. ¡Estoy en el dormitorio que tienes delante, al otro lado del pasillo! Acabo de tirar la pistola.

—¡Quiero que salgas con las manos sobre la cabeza y te pongas en el umbral!

—No puedo levantar las dos manos, ¡estoy herida!

—¡Sal y pon una mano en la cabeza!

—No me dispararás, ¿verdad? —repuso Irina asustada, cosa que procuró reflejar en su voz.

—No te haré daño, ¡pero vas a tener que salir!

Kate salió a rastras del dormitorio principal, con el arma a punto. Veía la sombra de la pistola en el pasillo, al lado de la habitación de enfrente.

La mujer salió de las sombras, con una mano detrás de la cabeza. Cuando su cuerpo quedó enmarcado por la ventana, formando una silueta perfecta, Kate le ordenó:

—¡Párate ahí! —«Rusa —pensó—. Irina»—. ¡Si te mueves, disparo! ¡No te muevas!

—¡No me estoy moviendo!

—¿Dónde está Robert?

—¿Quién?

—¡El hombre con el que estabas durmiendo!

—¡No lo sé! Creo que lo has matado.

Robert podía estar escondido detrás de la puerta o de espaldas a la pared, bajo la ventana, esperando a que diese un paso adelante.

Kate disparó dos veces a la pared a ambos lados de la puerta y después al rodapié a ambos lados de la silueta de la mujer. Soltó el cargador y metió otro.

La mujer chilló y se encogió al oír el arma.

—¡Por favor, no me dispares! —gimió.

—¡La Chica tiene a la mujer! —dijo Malloy.

Ethan llevó el punto rojo hasta la espalda de Kenyon y tensó el dedo en el gatillo.

—Tengo a Kenyon.

—Pues derríbalo.

—De rodillas —le ordenó Kate a la sombra. —Por favor, no me hagas daño.

—Te voy a esposar —le dijo Kate—. No voy a hacerte daño.

La sombra se arrodilló, sin dejar de gemir.

—Por favor, ten cuidado, estoy herida.

Kate se puso al lado de la mujer y le cogió la muñeca. Tenía que meter el arma en la pistolera para coger las esposas. Mientras lo hacía, Irina se movió con una agilidad sorprendente, y Kate sintió un dolor inmenso en la espalda y el codo.

—¡La Chica ha caído! —gritó Malloy—. ¡La Chica ha caído! ¡Abre fuego!

Ethan apartó el arma de Kenyon, la colocó mirando hacia la casa y la puso en automático.

—¡¡Cúbrela ya!!

Kate cayó al suelo. El chaleco le había protegido la columna, pero tenía el codo derecho roto y nunca había sentido un dolor tan horrible. Intentó centrarse y comprender lo que pasaba, pero aquel suplicio le embotaba las ideas...

Oyó yeso romperse, balas que atravesaban el aire sobre ella, aunque no el ruido de los disparos, así que era Ethan. La estaba cubriendo, ¿por qué?

Entonces lo entendió. Rodó para alejarse justo cuando la barra de acero que le había roto el codo caía sobre la madera junto a su cabeza. Siguió rodando, buscando distancia, y vio que la figura en sombras de la mujer cogía la pistola del pasillo y rodaba por el suelo hacia la chimenea y la oscuridad. Las balas siguieron llegando hasta que se vacío el cargador. De repente, la habitación quedó en silencio. Kate estaba respirando polvo de yeso que hacía que le picasen los ojos. Había sacado el cuchillo de combate por puro instinto, ya que no recordaba haber perdido la pistola, ni haber agarrado el cuchillo.

Miró detrás de ella y examinó la habitación. Tres ventanas. La habitación era grande, casi del tamaño del dormitorio principal. La luz gris que se reflejaba en el suelo y las ventanas ofrecía a Irina la iluminación ambiental suficiente para percibir cualquier movimiento, a pesar de las sombras. El crujido de una tabla del suelo, el susurro de la ropa, un trozo de yeso pisado, lo que fuera, y Kate estaría muerta.

—¡Alto el fuego!

—¿Está bien la Chica? —Está herida. ¡Está herida! —¡Voy a entrar! —le dijo Ethan.

Los disparos solo duraron unos segundos, pero fueron como un enjambre de abejas. El yeso de los primeros balazos seguía flotando en el aire, así que ahora parecía una tormenta de nieve.

En el silencio, Irina tuvo tiempo para pensar. Las balas habían llegado desde algún lugar en el exterior de la casa, seguramente desde los olivares. No se oía entrar a ningún equipo por la planta baja, nada se movía en el patio. Ni luces, ni helicópteros.

Todavía tenía tiempo. Examinó la habitación que tenía frente a ella. Le quedaban siete balas, más o menos. Solo necesitaba un movimiento, un ruido, y tendría a Kate.

Escudriñó las sombras, esperando y escuchando, pero no dio con nada. ¿Estaría muerta? ¿O se haría la muerta?

Tras dejar atrás el fusil, Ethan bajó a toda prisa una pendiente de tierra seca salpicada de raíces de olivos. A pesar de tropezar continuamente y de caerse una vez, no dejó de correr hacia el muro. Temía lo peor, solo podía pensar en el pánico de Malloy: «¡Está herida!».

¿Qué significaba eso exactamente? En peligro, herida... ¿muerta? ¿Cuánto tiempo le quedaba antes de que la mujer la rematase? ¿Qué posibilidades tenía? Si Irina Turner era la mujer de la casa, estaba luchando a oscuras, y Kate tenía sus gafas de visión nocturna. Si es que seguía teniéndolas, y si es que seguía teniendo un arma...

Soltó una palabrota entre dientes al ver que se resbalaba de nuevo y caía dando tumbos por una pendiente más empinada que las demás. Se puso en pie e intentó ir más deprisa a punto de darse de bruces contra una rama baja.

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