—Gracias —digo.
Al final de una larga hilera de peonías, veo algo blanco entre los arbustos. Me agacho y recojo el Salem News de hoy de donde lo ha tirado el repartidor. Estoy acostumbrada a ver el rostro de Eva observándome desde esas páginas, y por un momento me siento aliviada al ver que ha sido reemplazada por una cara nueva, más joven. Después, cuando leo el nombre —Angela Rickey—, ya no estoy tan aliviada. Su peinado es austero, tiene el cabello echado hacia atrás en un estilo que bien podría ser de la época de los puritanos. La desaparición de Angela ha reemplazado a Eva de la primera página de los periódicos.
La reconozco de inmediato.
—Estuvo aquí —digo.
—¿Qué?
—La vi. El día que vine aquí. Se acercó a la puerta. Cuando llegué, ya se había marchado.
—¿Dónde está tu teléfono?—pregunta Ann—, Tenemos que llamar a Rafferty.
Él llega al cabo de diez minutos.
Le cuento la historia. Le digo que pensé que había regresado pero que, en cambio, eran Beezer y Rafferty.
—¿Estás segura de que era ella? —Rafferty saca otra foto, una copia mejor que la que ha publicado el periódico.
—Salvo por la marca de nacimiento —digo.
—¿Qué marca de nacimiento?
—Tenía una marca de nacimiento rosada en un lado de la cara. —Me paso la mano desde la sien hasta la barbilla.
Rafferty y Ann intercambian una mirada.
—¿Qué?
—¿La chica que viste estaba embarazada? —pregunta Rafferty.
—Sí —digo—. Bastante.
—Tiene que ser ella —dice Ann—, Debió de venir en busca de Eva.
Observo a Rafferty considerar el asunto.
—¿Es posible que no supiera que Eva había desaparecido? —pregunta Ann.
—Cualquier cosa es posible —responde Rafferty. Actúa de un modo formal, profesional. Su cara parece de piedra.
—Quizá estaba intentando darle la llave a Eva —sugiere Ann—, O tal vez buscando ayuda.
—Vale —asiente Rafferty—. Gracias.
Se da media vuelta para marcharse, lo que me sorprende.
—Espera —digo dejando la cesta en el suelo. Lo acompaño hasta la puerta—. ¿Qué tal tu cabeza? —pregunto.
—Bien —responde—, ¿Qué tal la tuya? —Su voz es cortante, su tono sarcástico—. Tengo que irme —dice él, y se aleja de mí caminando.
Vuelvo a donde Ann está trabajando.
Ella ve la expresión de mi rostro.
—¿Una riña de enamorados? —pregunta.
—¿Qué? No… No lo sé.
—Llámame anticuada pero, aun cuando hay alcohol de por medio, creo que es tradición que el nuevo novio se moleste cuando pasas la noche con el ex.
La miro fijamente.
—Es una ciudad pequeña —dice Ann—. Las noticias vuelan.
—Pero no es cierto —replico—. Jack estuvo aquí, pero no me acosté con él.
—Eh, no es asunto mío. —Ann sigue podando.
Me pongo las manos sobre los ojos, pero el mundo me da vueltas y se mueve. Vomito por segunda vez, ahora sobre la cesta de capullos muertos.
Ann me deja en la butaca de Eva. Tengo fiebre.
—Probablemente por el calor —dice ella—. Quizá por la operación.
Le hablo de la operación, por si es importante. También para explicar por qué es imposible que me acostara con Jack LaLibertie. O con cualquiera, si es que importa. Quiero que lo sepa.
—Vendré después del trabajo —promete Ann—, Tengo algunas hierbas que te aliviarán al instante.
Asiento. Lo único que quiero es dormir.
Los sueños febriles se apoderan de mí. Sueño con la escalada. La que Lyndley hizo el día que saltó y la que yo seguí intentando hacer después, cuando May trataba de mantenerme con vida.
Me tomé muy mal la muerte de Lyndley; estuve a punto de morir yo también. Incluso Eva creyó que debía ir a un hospital. Pero May se negó. Eso era asunto nuestro. Hasta el primer día que me pilló en las rocas, ella seguía pensando que podía hacerse cargo. Naturalmente, se equivocaba, de la misma manera que se equivocaba sobre muchas cosas.
Su reacción fue pura lógica de May. Llamó al cerrajero para que pusiera cerrojos en todas las posibles rutas de escape de la casa. Y después le hizo poner tablones en las entradas de la casa Boynton. La puerta principal estaba cerrada con llave, con dos cerrojos. El cerrajero no tuvo inconveniente en instalar un cerrojo doble en la puerta de la tía Emma (su casa estaba deshabitada y cerrada con tablones), pero puso pegas para instalarlo en la nuestra. Los cerrojos dobles eran ilegales en Massachusetts porque podían llegar a impedir que salieras en caso de emergencia. Él hizo hincapié en ese detalle, pero ya había puesto cerraduras en todas las ventanas del primer piso y en otros sitios, y May se negó a pagarle a menos que acabara el trabajo como ella lo quería. Así que, al final, él cedió.
Los cerrojos no estaban para mantener a nadie fuera; estaban para mantenerme a mí dentro. Estaba bajo vigilancia por riesgo de suicidio. Incluso entonces, la gente sabía que el suicidio es hereditario en las familias, y May no iba a jugársela conmigo.
Pero May no era competencia para mí cuando había cerrojos de por medio. Ni siquiera me molesté en intentarlo con el cerrojo de seguridad. Había desmontado el de la ventana en unos treinta segundos. Lo único que me hizo falta fue un clip del cajón de su escritorio.
Había luna llena, y la atracción que ésta ejercía era fuerte. Se equivocaban con lo del suicidio. Yo no estaba buscando paz, o al menos no la paz eterna. Lo que estaba buscando era perspectiva. Ver las cosas a través de los ojos de ella. Todo el mundo echó la culpa al abuso. Hablaban de lo que Cal le había hecho. Todo el mundo decía que deberíamos haberlo visto venir. Pero yo sabía que era más que eso. Era mi culpa tanto como la suya. Cal podía haber abusado de ella, pero yo le había quitado su única esperanza de escapar.
Y por eso hice otra vez la escalada. Para intentar ver las cosas como ella las había visto. Era algo que tenía que hacer.
Era una escalada larga. Mucho más difícil de lo que parecía. Algunos de los perros salieron de sus cuevas a observarme. Los pájaros volaban en círculos y chillaban. A medio camino, me corté el pie con una concha que debían de haber tirado allí las gaviotas. Se deslizó entre el dedo gordo y el segundo dedo, haciendo un corte en la mitad, ensanchando el espacio que los separaba. Teniendo en cuenta el corte, no sangraba tanto, pero no podía detener el flujo, así que dejé de intentarlo. Simplemente me limité a continuar escalando, dejando tras de mí un rastro de gotas de sangre por si acaso no podía encontrar el camino de vuelta a casa, como Hansel y Gretel.
Me llevó lo que pareció una eternidad llegar a la cima, en parte por las sombras que producía la luna llena, en parte por lo del pie.
Me quedé durante mucho tiempo en el precipicio, en la zona donde las rocas sobresalían. El mismo punto desde el que ella había saltado. Bajé la vista hacia el océano negro, y entonces vi que mi ropa había cambiado. Ya no vestía los mismos pantalones cortados ni la misma camiseta que cuando había salido de casa, sino el camisón blanco que llevaba Lyndley el día en que murió.
El sueño cambia de perspectiva otra vez, ya no estoy en el precipicio, sino en el salón de Eva la mañana de Navidad, llevando el camisón de encaje que Eva nos ha regalado, uno a Lyndley y otro a mí. Y aunque la vista del agua es la misma, no es real, es el cuadro que Lyndley me hizo la última Navidad. El cuadro que tituló Nadando hacia la luna.
Acabo de desenvolverlo en ese instante, estoy mirándolo desde arriba, observando la textura del agua y la figura de mi hermana, su pelo salvaje, que deja un rastro tras ella, un brazo extendido hacia el camino infinito delante, que se estrecha hasta desaparecer dentro de la luna llena que hay sobre el horizonte. Me fascina el cuadro, mucho más que ningún otro que mi hermana haya hecho. Escucho las voces que me rodean, las voces de Eva y Beezer comentando la pintura, diciéndome lo bonita que es. Les pregunto cómo han sido capaces de sorprenderme de esa manera. Era algo sabido que yo siempre descubría mis regalos antes del día de Navidad. ¿Cómo habían logrado mantener fuera de mi vista hasta esa mañana un paquete tan grande?
La habitación se queda en un silencio sepulcral. La forma del sueño cambia otra vez. La gente ha desaparecido. Ahora, a medida que acerco los ojos al cuadro estudiando las pinceladas al detalle, los asombrosos colores que sólo se ven cuando se observa el agua desde cerca, incluso el brazo de Lyndley ha desaparecido. Si te acercas lo bastante para verlos, descubres que todos los colores están presentes. Me inclino en exceso, del mismo modo que lo hizo Lyndley justo antes de caer desde las rocas; pierdo el equilibrio, igual que ella esa noche. Entonces tomo conciencia de que hay una gran distancia hasta abajo. Y no estoy donde creo que estoy en absoluto, no estoy en las rocas desde las que Lyndley saltó, ni en el salón de Eva, sino en el Golden Gate. Estoy observando mi propia muerte, un cliché suicida en términos oníricos. Unos dedos de niebla se elevan hasta el puente, tratando de cogerme, de arrastrarme. Pero yo ya estoy cayendo sin control, y sé que es imposible que sobreviva. Siento cómo caigo dentro de los colores del cuadro, pero la pintura está seca como una roca, y me doy cuenta de que es una caída muy grande incluso aunque la pintura no estuviera seca todavía. La caída al agua desde esta altura es como caer sobre hormigón. A menos que caigas totalmente recto, no podrías sobrevivir al impacto. Mientras tengo este pensamiento, los colores que están debajo de mí comienzan a moverse y se vuelven líquidos otra vez. La perspectiva cambia una vez más, y me deslizo entre los colores al agua fría.
No me sumerjo como lo hizo Lyndley. No estoy en el agua, sino en el cuadro, y nado sobre la superficie a través de una bruma de colores. Nado hacia la luna. Estoy intentando alcanzar a Lyndley, que está delante de mí, su cabello rojizo marcando su rastro. Nada alejándose de mí, de prisa, y yo trato de llegar hasta ella, pero no soy una nadadora tan fuerte, y la distancia entre nosotras sigue aumentando. A la izquierda está Children's Island y, justo delante, el camino lunar ha sido sustituido por niebla.
Helada y exhausta, grito su nombre. Ahora la niebla está por todas partes. Doy vueltas en todas las direcciones, pero los colores han desaparecido. El océano está oscuro y vacío. Estoy sin aliento, pero sigo nadando en la dirección por la que la vi irse, ignorando cada sentido que me dice que no lo haga.
La llamo a gritos de nuevo: «¡Lyndley!» Mi voz atraviesa la niebla. Veo su cabello otra vez, o un fugaz vistazo, y algunas de las imágenes que forma: una concha, un caballito de mar. Grito su nombre nuevamente. Me oye, se vuelve. Pero no es el rostro de Lyndley lo que estoy viendo. Es el de Eva. Su expresión es amorosa, amable. Está intentando decir algo. Dejo de nadar por un instante y escucho.
—¡Corre, sálvate! —grita.
Una y otra vez, estoy en las rocas. Desciendo entre las rocas como puedo, consciente de la sangre. Ahora está por todas partes, cubriéndolo todo. Las rocas resbalan a causa de la sangre. Me lleva bastante tiempo llegar abajo.
Siento la presencia de Cal antes de verlo. Su mano agarra mi muñeca.
Entonces los perros comienzan a aparecer, observan, esperan. Esperan a que les dé permiso.
Están sobre él. De prisa. Lo despedazan. Podría detenerlos; sé que tengo ese poder. Pero no lo hago. Quiero que Cal muera.
El estallido de un disparo me despierta de mis sueños febriles. No…, no es una arma de fuego, sino un trueno.
Me he quedado fría con el sudor. Mejor. El calor ha cesado. La lluvia golpea los cristales, después se desliza sobre el alféizar como si la casa fuera un barco enorme anegándose de agua. Corro de un lado a otro cerrando ventanas. Entonces veo el reloj: he dormido una hora y media. Dentro de diez minutos la agente inmobiliaria volverá con otro cliente. Cojo el chubasquero amarillo de Eva y salgo a toda prisa bajo la lluvia.
Está refrescando. No sólo por la lluvia. Siento cómo entra el frente frío. Cruzo el parque Common sin estar despierta del todo, sin tener ni idea de adónde voy, pero salgo bajo la tormenta. Me detengo en la esquina para dejar pasar el Tour Pato. «Vehículo anfibio», dice la inscripción en un costado. La parte delantera tiene más aspecto de tanque militar que de autobús turístico. A través de un micrófono, una voz identifica los monumentos a su paso, pregunta si alguien sabe quién es el personaje de la estatua. Todo el mundo supone que es un brujo. La guía les dice que se equivocan por completo, pero que están bien acompañados. La estatua es del padre fundador de Salem, explica ella, pero les dice que no se sientan mal si no han acertado, porque una revista de ámbito nacional también se equivocó. Cuando publicaron su artículo sobre Salem, cuenta ella, describieron la estatua de Roger Conant con un pie de foto que etiquetaba a nuestro padre fundador como «un hechicero decidido».
Es surrealista. Tal vez todavía sigo soñando. Los turistas se asoman por las ventanillas disparando fotos mientras el vehículo toma la curva, se convierten en ramas de árboles al agitar los brazos, que sacan por las ventanillas para tocarme al pasar. O quizá son los árboles los que se mueven detrás de ellos, otro engaño de perspectiva.
La lluvia me devuelve a la vida. De repente estoy en el muelle Pickering, delante de la tienda de Ann, contemplando el escaparate. Mis ojos enfocan a través del cristal, el mundo detrás del mundo. En una esquina, la ayudante de Ann se sienta a una mesa redonda, con la baraja del tarot extendida ante sí. Una dienta centra su atención en las cartas y le cuenta más cosas con su lenguaje corporal que lo que puedan llegar a decir las cartas, que se hacen innecesarias. Soy capaz de leer a la mujer incluso desde aquí: un amor perdido, una caída triste de hombros. Se trata de una mujer cuyos sueños han muerto. Ha venido en busca de esperanza. Vamos a ver, una viajera, ella viajará. Quizá no estoy leyéndola, porque la parte de los viajes es evidente; la mujer es sin duda una turista, así que por lo menos ha viajado hasta aquí. Aun así, veo más viajes en su futuro. «Dile eso —pienso—. Dale algo a lo que aferrarse. "Haz viajes, inténtalo, no hay nada más."» Es la voz de Eva, citando la frase. No sé por qué nadie querría hacer esto, leer el futuro de la gente para ganarse la vida. Me entristecería tanto…
Los turistas van de acá para allá. Un hombre rechoncho que ha olvidado el chubasquero lleva una bolsa de basura negra con agujeros para los brazos. Los autobuses turísticos aparcan en doble fila. No recuerdo haber visto el muelle tan abarrotado nunca. La gente se resguarda en las entradas, bajo los aleros, a la espera de que el tiempo cambie. «Si no te gusta el tiempo de Nueva Inglaterra, espera un minuto.» Hay seis tiendas de brujería en este pequeño callejón. Veo turistas dentro, comprando jabones, esencias, bolsitas de pócimas, antes de volver a sus autobuses con destino a Nebraska y Ohio. Hacen que los autobuses los esperen.