La legión del espacio

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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La legión del espacio
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Desde la publicación de esta novela en 1934, el tiempo se ha encargado de desmentir casi todos sus supuestos 'científicos'.

Primer cohete espacial tripulado, americano, 1956, propulsión atómica (real: Gagarin, 1961, combustible líquido).

Las selvas de Venus (no hay tales).

Un satélite de Neptuno (el segundo no fue descubierto hasta 1946)

Los cuatro satélites de Júpiter (doce hasta la fecha), etc.

Pero… ¡qué nos importa! Aquí hay armas titánicas, monstruos terroríficos, héroes simpáticos y arrojados, traidores absolutamente canallescos y una heroina encantadora. Y lo que es mucho, la presente traducción conserva toda la ingenuidad y sabor del estilo original. ¿Qué más se puede pedir?

JACK WILLIAMSON es uno de los raros autores 'primitiivos' cuya popularidad nunca decae. Ello se debe a su maravilloso y juvenil sentido de la aventura.

La Legión del Espacio fue publicada en 1934 en la revista Astounding Science Fiction, actual Analog, y revisada por su autor y publicada en formato de libro en 1947.

Jack Williamson

La legión del espacio

Super Ficción - 9

ePUB v1.1

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22.06.12

Título original:
The Legion of Space

Jack Williamson, 1937.

Traducción: Eduardo Goligorsky

Editor original: Editor1 (v1.0 a v1.1)

A todos los lectores y autores de esta nueva

literatura llamada de ciencia-ficción, que

encuentran misterio, magia e incitante

aventura en el creciente universo del conocimiento;

que a veces pretenden observar y presagiar

el colosal impacto de la ciencia sobre las

vidas y las mentes de los nombres.

Prólogo
El hombre que recordaba el mañana

—Bien, doctor, ¿cuál es el veredicto?

Se sentó sobre la camilla, con la sábana enrollada alrededor de su cuerpo encorvado y seco, y le ordenó enérgicamente a mi enfermera que le trajera su ropa. Cuando me miró, en sus relucientes ojos azules había una expresión de aguzada curiosidad, aunque extrañamente desprovista de miedo… a pesar de que yo sabía que aguardaba una sentencia de muerte.

—Te declaro absuelto, John —dije sonriendo—. Eres realmente indestructible. Para un hombre de tú edad estás maravillosamente bien… si se exceptúa esa rodilla. Seguirás siendo un buen paciente y mi mejor adversario en el ajedrez durante los próximos veinte años.

Pero el viejo John Delmar meneó, con mucha seriedad, su curtida cabeza.

—No —replicó en el mismo tono de serena e impávida certidumbre con que podría haber dicho que tal día era martes—. Me quedan menos de tres semanas. Sé, desde hace varios años, que moriré a las once y siete minutos de la mañana del veintitrés de marzo de mil novecientos cuarenta y cinco.

—Pamplinas —contesté—. No es probable, a menos que te arrojes delante de un camión. Es posible que esa rodilla siga estando un poco rígida, pero nada más…

—Conozco la fecha. —Su voz aguda, de hombre viejo, irradiaba una convicción desapasionada e impersonal—. Ocurre que lo he leído sobre una lapida. Esta mañana sólo he venido a preguntarte si sabes de qué moriré.

Parecía demasiado cuerdo y frío como para dejarse atrapar por cualquier idea supersticiosa.

—Olvídate de eso —afirmé vehementemente—. Desde el punto de vista físico, estás más sano que muchos hombres con veinte años menos que tú. Exceptuando esa rodilla y algunas cicatrices…

—Por favor, no pienses que pretendo contradecirte como médico, pero la verdad es que estoy completamente seguro. —Parecía compungido, indeciso—. Verás, tengo un… Bueno, llamémosle un don, un don especial. Alguna vez pensé contártelo. Esto es, si te interesa…

Hizo una pausa; su indecisión parecía aumentar.

Muchas veces me había sentido intrigado por el viejo John Delmar. Un hombrecillo desvaído, tieso, de escaso pelo gris y ojos azules llamativamente luminosos, sorprendentemente jóvenes. Todavía ágil, a pesar de sus muchos años, caminaba con una leve y rápida cojera como consecuencia de aquella vieja herida de bala que tenía en la rodilla.

Nos conocimos cuando regresó de la guerra de España. Vino a mi casa para darme noticias de un amigo mío, que tenía un tercio de su edad, que había muerto a su lado, combatiendo en el bando republicano. Me resultó simpático. Era un veterano solitario, que no solía hablar de sus campañas. Pronto descubrimos un interés común en el ajedrez, y su compañía era agradable. Desplegaba una juventud interior, una vitalidad ansiosa e insaciable que eran raras en un hombre tan viejo. Además, la resistencia de su organismo había despertado mi interés profesional.

Porque pasó por muchas pruebas.

Siempre fue discreto. Yo había sido, según creo, su mejor amigo durante esos últimos años, desacostumbradamente tranquilos, y, sin embargo, apenas me dio algún indicio acerca de su larga y excepcional vida. Se había criado en la frontera oeste. Cuando aún era niño participó, revólver en mano, en una guerra entre ganaderos, y de alguna manera consiguió ingresar en el destacamento de los llaneros de Texas antes de cumplir la edad reglamentaría. Más tarde prestó servicios como voluntario en el escuadrón de caballería que Theodore Roosevelt organizó para pelear en la guerra de Cuba; luchó en la de los bóers así como a las órdenes de Porfirio Díaz. En 1914 se alistó en el ejército británico, para compensar, dijo, el hecho de haber combatido a los ingleses en África del Sur. Posteriormente estuvo en China y en el Rif, en el Gran Chaco y en España. Su rodilla había quedado rígida en un campo de prisioneros español. Por fin, su cuerpo, demasiado viejo para pelear otra vez, empezó a fallar y decidió volver al terruño. Fue entonces cuando nos conocimos.

También sabía que estaba consagrado a un proyecto de tipo literario. Al visitarlo en su residencia, bastante pobre, para fumar mi pipa y jugar una partida de ajedrez, había visto que sobre su escritorio se apilaban hojas cubiertas por una letra apretada. Sin embargo, hasta que acudió a mi consultorio en esa mañana de la primavera de 1945, creí que simplemente escribía las memorias de su pintoresco pasado. Ignoraba que sus manuscritos contenían los recuerdos del futuro más increíble.

Afortunadamente, aquella mañana no me esperaba ningún paciente, y el aire apacible de fría certidumbre con que hablaba del instante preciso en que iba a morir estimuló mi curiosidad. Cuando terminó de vestirse, le hice llenar su pipa y le dije que le escucharía con mucho gusto.

—Es una suene que a la mayoría de los guerreros los maten antes de que se pongan demasiado viejos para pelear —empezó a decir con tono un poco embarazado, recostándose en su silla y acomodando su rodilla con manos huesudas y temblorosas—. Eso fue lo que pensé en una fría mañana, en el año en que empezó esta guerra.

¿Recuerdas las circunstancias en que volví al terruño, en Nueva York? O mejor dicho, ¿las circunstancias de aquello que yo definí como la vuelta al terruño? Me sentía como un extraño. La mayoría de las personas no disponen de tanto tiempo como tú para los viejos guerreros. No tenía nada que hacer. Era tan inútil como una pistola averiada. En esa mañana húmeda y ventosa, recuerdo que era el trece de abril, me senté en un banco del Central Park, para recapacitar. Me enfrié. Y decidí… lúe ya había vivido demasiado.

»Me estaba levantando del banco, para volver a la habitación y sacar mi vieja automática, cuando… ¡recordé! No se me ocurre otra palabra. Recordar. Parece un poco extraño hablar del recuerdo de cosas que aún no han sucedido; que no sucederán, algunas de ésas, hasta dentro de mil años o más. Pero no existe otra palabra.

»He hablado sobre el tema con hombres de ciencia. Primero con un psicólogo, un conductista, y se rió. Dijo que eso no se acomodaba a los conceptos del conductismo. El hombre, argumentó, no es más que una máquina; todos sus actos no son más que reacciones mecánicas frente a los estímulos. Si es así, existen estímulos que los conductistas nunca han descubierto.

»Hubo otro hombre que no se rió. Un físico de Oxford, especialista en Einstein… en relatividad. No se rió, parecía creerme. Formuló preguntas acerca de mis… recuerdos. Y, aunque en ese momento no fue mucho lo que pude contarle, lo que dijo contribuyó a tranquilizarme. Todo este asunto me tenía preocupado. Yo quería confiártelo, pero empezábamos a ser buenos compañeros para las partidas de ajedrez, y temía que me considerases un excéntrico.

»Sea como fuere, el científico de Oxford me explicó que el espacio y el tiempo no son reales, independientes; ni siquiera distintos. Se confunden el uno con el otro alrededor de nosotros. Habló del "continuum", del "tiempo bidireccional" y de una teoría acerca del "universo seriado". Agregó que no existe una razón concreta para que no recordemos el futuro y que, teóricamente, nuestras mentes deberían ser capaces de trazar "líneas mundiales" hacia el futuro con la misma facilidad con que las trazan hacia el pasado. Creía que las conjeturas, las premoniciones y los sueños son, a veces, auténticos recuerdos de las cosas futuras. No entendí todo lo que decía, pero me convenció de que el fenómeno no era, tal como yo temía, una prueba de demencia.

Quiso saber más acerca de lo que yo recordaba… Pero todo esto sucedió hace muchos años. En aquella época sólo eran impresiones dispersas; la mayoría de ellas ambiguas y confusas. Supongo que se trata de una facultad que, hasta cierto punto, tienen la mayoría de las personas, sólo que en mí está más desarrollada. Siempre he tenido intuiciones, un vago sentido que me advierte el peligro. Probablemente esto explica por qué sigo vivo. Pero el primer recuerdo nítido del futuro afloró ese día en el parque. Y transcurrieron muchos meses antes de que pudiera evocarlos a voluntad.

»Me imagino que no lo entiendes, así que trataré de describirte la primera experiencia, la que tuvo por escenario el parque. Al irme a levantar del banco, resbalé sobre el pavimento húmedo y volví a caer sobre él. Había cogido frío allí sentado. Tú sabes que en esa época no hacía mucho que había regresado de España y todavía no me había restablecido.

»Y de pronto ya no estaba en el parque.

»Seguía cayendo, es cierto. Estaba en la misma posición… pero ya no en la Tierra. Me hallaba totalmente rodeado por una extraña planicie. Una planicie fuertemente iluminada, socavada por miles de cráteres, circundada por montañas más altas que cualesquiera de las que yo había visto. El sol proyectaba sus rayos desde un cielo azul oscuro como el de medianoche, poblado de estrellas. En el firmamento había otro cuerpo, inmenso y verdoso.

»Una fantástica máquina negra bajaba deslizándose por esas pavorosas montañas. Era más grande que lo que se admite que puede ser una máquina voladora, y totalmente desconocida para mí. Acababa de herirme con un arma, y yo me tambaleaba atormentado por el dolor. A mi lado hubo una gran explosión de gas rojo. La nube de ese gas me envolvió, quemándome los pulmones, ocultándolo todo.

«Transcurrió un lapso antes de que me diera cuenta de que había estado en la Luna, o mejor dicho, que había captado los últimos pensamientos de un hombre que moría allí. Nunca había tenido tiempo para dedicarme a la astronomía, pero un día vi por casualidad una fotografía de los cráteres lunares… Los reconocí y comprendí que el cuarto creciente verde era nada menos que la Tierra.

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