La leyenda del ladrón (30 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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El Cuervo levantaba ya el sable sobre la cabeza de Sancho cuando el mundo se partió en dos. Hubo una enorme sacudida y un crujido ensordecedor cuando el enorme espolón verde, con la punta forjada con la forma de un halcón, irrumpió en la bajocubierta, matando o mutilando a todos los remeros de la primera y la segunda fila de los bancos de babor. Se incrustó en las tablas de la crujía, levantándolas. Cuando el impulso combinado de ambos barcos los empujó el uno contra el costado del otro, el espolón barrió los cuerpos de los muertos hacia fuera, arrancando la tablazón que separaba la cubierta de la sentina, desgarrando las cuadernas y el mamparo de la bodega de proa.

Pero la carnicería no concluyó ahí, pues cuando el costado del jabeque enemigo chocó con el de la galera, los remos se partieron con una salva de chasquidos, enviando un millón de astillas en todas direcciones. Los extremos destrozados empalaron a muchos galeotes. Sancho comprendió entonces en mitad del pavor que sentía que de no haber retirado Josué el remo, ellos estarían ahora corriendo esa suerte. De cualquier manera la astuta acción del negro sólo les había comprado unos minutos de vida, pues una tromba de agua entraba por la inmensa herida que el espolón había abierto en el costado del buque. El fragor del agua no llegaba a cubrir del todo el lamento de los mutilados, los gritos de pánico de los forzados que clamaban que les soltasen de sus cadenas o los relinchos de los caballos que iban en la bodega de popa. Intuyendo el peligro, los animales daban coces frenéticas en los mamparos, contribuyendo al caos.

El cómitre no pudo ver nada de todo esto. Había caído hacia atrás con el primer choque, en mitad de la bancada. Una docena de brazos lo sujetó, y sus dueños fueron capaces de olvidar el miedo lo suficiente como para cumplir la venganza que llevaban tanto tiempo anhelando. El Cuervo forcejeó con desesperación, intentando liberar el brazo con el que cargaba el sable, pero eran demasiados los que le agarraban. El primer bocado lo recibió en la nuca, y el segundo en el brazo derecho. Lo último que pensó antes de que la tromba de agua les alcanzase es que dolía mucho más de lo que se había imaginado.

—¡Josué! ¡Tenemos que romper la cadena!

El negro sacudió la cabeza de arriba abajo con vehemencia y se inclinó hacia adelante, intentando coger uno de los extremos rotos de los remos. La longitud de sus brazos no alcanzaba a tocarlo, pues la punta quedaba más cerca de Sancho, quien sí pudo arrastrarse por debajo del banco de delante, entre los excrementos, y moverlo lo suficiente como para que el negro se hiciese con él. La enorme pieza de madera era casi tan alta como Sancho, y Josué la insertó entre la cadena y el banco. Pisó uno de los lados de la cadena con su pie derecho e indicó a Sancho que hiciese lo mismo, pero éste no podía tirar de ella si el Cagarro y el Muerto no daban un paso en su dirección para que se aflojase lo suficiente.

—Vosotros —dijo dándose la vuelta hacia sus despreciables compañeros de banco—. ¿Queréis salir de esta?

Los dos forzados, que estaban subidos al banco con las caras blancas de espanto, asintieron.

Con la suficiente cadena como para dar una vuelta en torno al remo, el negro descargó todo su peso sobre la improvisada palanca con un empujón breve y seco. A pesar de que estaba sujeta, todos ellos notaron cómo el grillete se les hundía en los tobillos y les laceraba la carne, aunque ninguno protestó. Josué lo volvió a intentar, y esta vez uno de los eslabones de la cadena se abrió un poco. Un tercer arreón lo terminó de deformar, y todos ellos tiraron de la cadena, quedando libres. El Cagarro y el Muerto corrieron hacia la abertura, ahora completamente por debajo de la superficie del mar. El agua fluía con menos fuerza pero igualmente imparable, a medida que el barco se iba inclinando hacia la proa y girando sobre sí mismo, rechinando lúgubremente.

Sancho iba a seguirles cuando Josué le tocó el brazo y le hizo gestos. La palabra con la que acabó la frase no existía aún en su lenguaje de signos, pero el joven la comprendió igualmente.

«No sé nadar.»

Sancho había crecido a media legua del río Genil, y para él que alguien no supiese nadar era impensable. Maldijo para sus adentros y miró a su alrededor devanándose los sesos, en busca de algo que pudiese ayudar a su amigo a salir a la superficie. Finalmente en la proa vio algo junto a la plataforma del cómitre.

—No importa. Tú ven detrás de mí.

«Tengo miedo a ahogarme.»

—¿Y qué crees que te sucederá si te quedas aquí? ¡Sígueme!

Confiando en que su amigo le hiciese caso, saltó de banco en banco, abriéndose paso entre los heridos. Ahora la inclinación de la galera era tan pronunciada que casi tuvo que descolgarse al llegar al último. Los otros galeotes, al verlos libres, les suplicaron desesperados que les ayudasen a romper sus cadenas. Sancho dudó un momento mirando a Josué, pero luego comprendió que si se quedaban un minuto más en el barco éste los arrastraría al fondo. Tal vez ya era demasiado tarde incluso para ellos. Haciendo de tripas corazón, ignoró los gritos de auxilio.

Cuando llegaron junto a la abertura, Sancho encontró que la plataforma del cómitre estaba completamente anegada, y en su superficie más de un centenar de ratas se agitaban en el agua, nadando sin rumbo. Algunas, llevadas por el instinto, habían encontrado el camino hacia la cubierta a través de la escalerilla y Sancho estuvo tentado de seguirlas, pero enseguida comprendió que aquélla no era una opción ya, puesto que la escotilla estaba completamente bloqueada.

Sin pararse a pensarlo dos veces se zambulló en medio de las ratas, sumergiéndose hasta alcanzar la plataforma del cómitre. Sobre ella estaban los barriles de agua, y Sancho tuvo que palpar en la casi total oscuridad hasta encontrar el nudo que los mantenía unidos entre sí y al mamparo. Al tirar de él, los tres grandes barriles se soltaron y Sancho se agarró a uno de ellos, que ascendió a la superficie del agua con fuerza.

—¡Deprisa, Josué! —gritó levantando la cabeza hacia su amigo, que se aferraba a uno de los bancos con uñas y dientes—. ¡Toma aire y luego salta con todas tus fuerzas sobre el barril cuando yo te diga!

Se aproximó al costado de la galera, lo más cerca que pudo de la abertura. Con una mueca de asco, Sancho notó cómo las ratas le trepaban por el cuerpo, desesperadas por subirse a aquel asidero.

—¡Ahora!

El negro inspiró profundamente, abriendo mucho los ojos e inflando los carrillos, y luego se lanzó sobre el barril, hundiéndolo. Sancho, completamente a ciegas, pataleó en lo que esperaba que fuese la dirección de la abertura. Sintió la fuerza del agua empujándoles durante un instante, y después cómo ésta se invertía y comenzaban a ascender a la superficie a toda velocidad.

Sancho y Josué emergieron agarrados al barril, a poca distancia de la galera, resoplando y tosiendo, aunque por suerte sin la repugnante compañía de las ratas, que no habían resistido el rápido viaje a través del agua.

La popa de la
San Telmo
se alzaba ya sobre el mar, revelando las miles de almejas que se habían adherido a la obra viva. La parte delantera del buque seguía hundiéndose entre un remolino de espuma rosada, y Sancho comprendió con terror que el color era debido a la sangre de todos aquellos que habían quedado despedazados por el choque. En cubierta se oyó un triste y único disparo, y luego sólo los gritos de los moribundos y de aquellos que trepaban por las bordas y la empinada cubierta, tratando desesperadamente de arrojarse al agua. Muchos de los marineros no sabían nadar, y el resultado para ellos era el mismo que si se hubiesen quedado a bordo de la galera, pues cuando caían se iban al fondo como una piedra y ya no volvían a aparecer. Para los que sabían mantenerse a flote o agarraban algo que pudiese hacerlo, el futuro no era mucho mejor. Los moros ya maniobraban para colocarse entre la
San Telmo
y la playa, para así ir pescando a los esclavos que iban a añadirse a su botín.

Sancho comprendió enseguida que allí no estaban a salvo. Uno de los jabeques estaba rodeando la galera, y sus tripulantes bajaban ya al agua las chalupas, provistas de largas pértigas para atrapar a los supervivientes y los restos de algún valor.

—Vamos, Josué —susurró Sancho—. Tenemos que intentar nadar hacia la costa antes de que nos vean.

Aquello era más fácil decirlo que hacerlo. Por más que se esforzaron, pilotar aquel barril era imposible. Llevaba poco líquido en su interior, lo que le confería más flotabilidad pero también lo dejaba a merced de las corrientes, que les empujaban directamente hacia los piratas. Sancho miró hacia la costa; casi toda compuesta de bajíos y rompientes que serían aún más peligrosos que los piratas. Tan sólo en un punto, a unas cien brazas de donde ellos estaban, había una zona que se abría más suave hacia la tierra, con una pequeña playa. Aquélla era su única oportunidad de salvarse.

Patalearon con fuerza, pero el barril no dejaba de girar sobre sí mismo, con lo que al principio daban vueltas en círculos.

—Maldita sea, no está funcionando. Estamos más lejos de la costa ahora.

Josué le miró muy serio, y luego, a pesar del miedo que le daba soltar su precario asidero, consiguió hacerle tres signos.

«Tú debes irte.»

Sancho se dio cuenta de que le sería más fácil llegar a la costa nadando sin el barril, pero Josué nunca lo conseguiría sin él, y no pensaba dejar allí a su amigo.

—No te preocupes, amigo. Llegaremos juntos o nos iremos al fondo.

De pronto tuvo una idea. Tomando una bocanada de aire se sumergió bajo el barril, en busca de un tapón o de una abertura. Tuvo que intentarlo un par de veces antes de encontrarlo, justo por encima del fleje inferior. Los dedos le resbalaron varias veces, pero finalmente consiguió asirlo con firmeza. Tiró de él y consiguió abrirlo, pero no sin que antes se le escurriese y se fuese al fondo.

—Ayúdame a girarlo —le dijo a Josué al salir a la superficie.

Le fueron dando la vuelta hasta que la abertura, del tamaño de una manzana pequeña, quedó al nivel del agua. Poco a poco comenzó a llenarse, y Sancho se preguntó cuánto líquido necesitaría para estar equilibrado. Dejándose llevar por su intuición, dejó que se hundiese hasta la mitad.

—Que no le entre más agua o se nos acabó el viaje.

En ese momento oyeron unos gritos, y vieron como los tripulantes de una de las chalupas que habían desembarcado para capturar a los supervivientes señalaban en su dirección y se dirigían hacia ellos para cortarles el paso. Comenzaron a patalear con fuerza, aunque ahora el barril era mucho más sencillo de controlar y la distancia a la playa se iba reduciendo poco a poco. Sancho ya se veía metiendo los pies en la arena cuando el sonido de un disparo rebotó contra la pared de roca. Uno de los moros estaba de pie en la proa de la chalupa, con un arcabuz en la mano. El primer tiro había fallado, pero el pirata tunecino ya estaba vaciando su cuenco de pólvora en el cañón y atacándolo con la baqueta.

—¡Aprisa, Josué!

Una segunda bala levantó una pequeña columna de agua a su izquierda. Cada vez más consciente del peso del grillete que le lastraba el pie, Sancho tuvo que extraer sus energías del miedo. Cuando estaban a tiro de piedra de la orilla, la corriente dejó de arrastrar el barril lejos de tierra para empujarles hacia las rompientes que quedaban a su izquierda. Sancho ya no imaginaba bajo sus pies la arena de la playa, sino su cuerpo y el de Josué destrozados contra los afilados bajíos.

En la chalupa, el tunecino había desistido de acertar a las cabezas de los fugitivos, que subían y bajaban entre las olas, y se decidió por un objetivo mucho más fácil. Apretó la bala con la baqueta en el cañón del arcabuz y se lo llevó al hombro. Respiró hondo, aguardó a que el movimiento de la chalupa se redujese al mínimo y tiró del gatillo.

La pesada bala alcanzó el barril en la parte de atrás, reventando la madera. Sancho y Josué intentaron seguir aferrándose a él, pero el agujero que había abierto el impacto era demasiado grande y en pocos instantes se fue al fondo. Josué abrió mucho los ojos y comenzó a chapotear con desesperación.

«Maldita sea —pensó Sancho— Nos vamos a ahogar a veinte pasos de la orilla.»

—¡Tranquilo! ¡Mírame! ¡Mírame!

Josué estaba tan nervioso que no era capaz de escuchar a Sancho. Éste le apoyó una mano en el hombro y después le golpeó en la cara con la otra. Fue como dar un bofetón a una piedra, pero sirvió para que el otro se calmase un poco y le prestase atención.

—Mueve los pies como antes. ¡Así! Y ahora las manos, así y así.

Finalmente Josué consiguió mantenerse a flote lo suficiente como para seguir a Sancho. La chalupa había dejado de perseguirles, sin duda temerosos los tunecinos de que alguien tierra adentro hubiese escuchado los disparos y corriese en ayuda de los españoles. Libres del barril, consiguieron alcanzar la zona en la que hacían pie al cabo de unos minutos. Tropezando y arrastrándose, completamente agotados, ambos se desplomaron en la orilla.

XXXV

S
ancho no supo cuánto tiempo estuvo allí, tendido sobre la playa, tan exhausto como no se había encontrado en su vida. Debió de ser mucho, incluso tuvo que dormir o quizás perder el conocimiento, puesto que cuando despertó ya era casi de noche. En fugaces raptos de consciencia, pensó que era la primera vez que veía por completo el cielo sobre su cabeza desde hacía muchos meses. Tendido como estaba sobre la arena, apenas alcanzaba a ver unas piedras, un matorral y un extraño cangrejo que pugnaba, arrastrando una concha, por encaramarse a una de las piedras, cayéndose una y otra vez. Contempló asombrado el caparazón carmesí del cangrejo, perlado de diminutos granos de arena, y le pareció increíble que algo tan hermoso pudiese existir. Tras tanto tiempo inmerso en la oscuridad de la bajocubierta, el mundo le resultaba ahora un lugar extraño y nítido, saturado de colores vibrantes y de bordes definidos. Y de la cualidad más preciosa y que más había echado en falta durante su penoso cautiverio.

El silencio.

Cerró los ojos, deseando que aquel momento no terminase nunca, embargado de una lánguida placidez. Y entonces la realidad volvió a llamar a su puerta, y lo hizo con unas voces odiosas que él habría deseado no volver a oír jamás.

—Te digo que debemos desnudarle antes de matarlo. No quiero que la ropa se le empape de sangre.

—¿Cómo vamos a hacerlo?

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