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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (47 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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«No es nada», respondió el joven también por signos.

Josué miró por encima del hombro de Sancho.

«¿Y el otro hombre?»

«Lo he matado. No quería hacerlo.»

El gigantón apretó el hombro de su amigo, un gesto que Sancho no pudo discernir si era de ternura o de lástima. Se estremeció y quiso abrazarle, pero la culpa y la vergüenza se lo impidieron. Además, aún tenía que lidiar con Cajones.

Éste seguía en el suelo, murmurando incoherencias, aún atontado por el golpe que le había dado Sancho. Le obligó a ponerse en pie, sin saber muy bien qué debía hacer a continuación, cuando Zacarías apareció por detrás del perista y lo agarró por la espalda, palpando bien para asegurarse de a qué altura le quedaba el cuello. Cajones manoteó sin fuerzas, intentando librarse.

—¡No! —gritó Sancho, comprendiendo las intenciones del ciego un instante demasiado tarde. Éste enarboló un cuchillo con la mano libre y le rajó la garganta a Cajones, de izquierda a derecha, como quien abre un melón. La sangre brotó espesa y oscura, a borbotones, y el perista cayó sobre el mostrador con un ruido sordo.

—¿A qué viene tanto aspaviento? —dijo Zacarías—. Deberías alegrarte. Este cabrón había intuido lo que tramábamos.

—No era necesario matarle. ¡Estaba desarmado, joder!

—Mira, chico, tal vez no fuese necesario para ti. Pero esta boñiga me ha hecho dormir al raso tantas veces como ladillas tiene una coima de a dos maravedíes. Ya iba siendo hora de que alguien le diese lo suyo.

Sancho observó cómo la mancha escarlata se extendía sobre el mostrador, en consonancia con los negros pensamientos que inundaban su cabeza.

«¿En qué me estoy convirtiendo?», pensó.

L

E
l capitán Groot se revolvió en la silla, incómodo. Odiaba cabalgar de noche, y eso lo volvía tenso e irritable.

El animal, una enorme yegua zaina, percibía el nerviosismo de su jinete. Corcoveó un poco, y el flamenco tiró brutalmente de las riendas para doblegarla y obligarla a mantenerse en el mismo lugar. El bocado de hierro había hecho sangrar al animal, y seguramente habría que sacrificarlo al volver a Sevilla. Groot lo lamentaba, pues había pagado la yegua de su propio bolsillo unas semanas atrás, y ni siquiera había podido pasearse con ella por la ciudad. Se encogió de hombros, resignado. Los últimos días habían sido crueles para todos los implicados en aquella operación, y él había descargado su frustración sobre la yegua. Por suerte Vargas le había prometido una recompensa por sus desvelos que alcanzaría de sobra para una montura nueva. Ya tenía claro dónde y con quién iba a gastarse el resto. Unas cuantas prostitutas del Compás se dejaban golpear si les pagabas el doble. Cuando alguna de ellas desaparecía, nadie hacía tampoco demasiadas preguntas.

Un suave traqueteo en el sendero le sacó de su ensoñación. Alzó la mirada al cielo. Por la posición de la luna dedujo que debían de ser entre las tres y las cuatro de la madrugada. Una hora excelente para cumplir con la última parte del plan.

Casi enseguida, el último de los carros dobló el recodo del camino y enfiló el camino del almacén, ahora vacío. No había llegado aún cuando una de las ruedas tropezó con una piedra y se salió de su eje. El conductor mandó parar a los caballos y se detuvo, bajando a inspeccionar los daños.

—Ha sido una suerte que haya ocurrido justo al final —dijo volviéndose hacia Groot.

—Continúa hasta meterlo en el almacén —ordenó el flamenco, cortante.

—Pero señor, podría romperse el eje. El carro quedaría inservible.

—No te pagan por pensar, sino por obedecer.

El conductor ahogó una maldición y ordenó a los braceros que iban sobre el carro que se bajasen.

—Diles a todos que entren en el silo —dijo Groot—. Recibiréis un extra por haber hecho tan buen trabajo.

Al oír aquello los hombres se animaron, a pesar de que estaban agotados.

—¿Cuándo cobraremos?

—Ahora irá el amo con el dinero.

Los braceros empujaron del carro para equilibrarlo. Con muchas dificultades, pero consiguieron meterlo en el interior del edificio.

Groot desmontó y se acercó hasta un carruaje cubierto, sin escudos ni distintivos, que aguardaba al otro lado del camino. Llamó a la ventana, que tenía las cortinas corridas, y éstas se agitaron. Un instante después, la ventana se abrió.

—El traslado ha terminado, señor.

—Ya era hora, maldición. ¿Tenéis la cuenta de los sacos?

El flamenco acercó un papel a la ventana. Desapareció dentro, seguido al cabo de un rato de un gruñido de asentimiento.

—Aguardad un instante.

En el interior del coche, Vargas se volvió hacia Malfini, cuyas profundas ojeras eran visibles incluso a la luz mortecina de la vela con la que se alumbraban. Habían pasado las tres últimas noches en el interior del carruaje, dormitando a ratos mientras vigilaban que el traslado se efectuase correctamente. Ambos tenían los nervios a flor de piel, pues la operación era tremendamente arriesgada.

—¿Habéis asegurado el trigo que guardáis en vuestro silo? —le había preguntado Malfini a Vargas cuando le explicó su plan.

—Por una cantidad mínima.

—Cancelad la póliza, alegando que dentro de poco vais a vender el grano a Su Majestad y que ya no la necesitaréis. Es preciso alejar toda sospecha de lo que vamos a hacer.

Vargas había escuchado detenidamente, al principio con el corazón encogido, pero cada vez más animado ante la aventura que iban a emprender.

—Compraréis un almacén u otro edificio grande cerca del silo donde lo guardáis ahora. Trasladaremos el trigo en plena noche. Pocos hombres, pocos carros, una operación rápida y discreta. El rey necesita desesperadamente suministros para alimentar sus barcos. Dentro de tres o cuatro meses, cuando los comisarios de abastos no encuentren un solo grano, escenificaremos una entrega proveniente de Sicilia o Polonia, cualquier lugar lo suficientemente lejos como para que a nadie le importe, y podréis vendérselo por siete veces su valor actual.

—Y mientras tanto podré vender más caro el poco que quede en Andalucía. Es brillante.

—Al saber vos con antelación lo que va a ocurrir, tendréis ventaja a la hora de negociar los precios. Sólo hay un inconveniente.

Vargas había agitado la mano con displicencia. No quería escuchar lo que Ludovico tenía que decir, pues sabía bien qué era. Más de la mitad del trigo que había en el silo que iban a saquear estaba destinado a la ciudad de Sevilla. Vargas debía venderlo al precio prefijado por la Corona a los gremios, molinos y pequeños negocios, que a su vez lo distribuían por toda la ciudad.

El pan de trigo era la pieza básica de alimentación del populacho. Más de la mitad de la población de la ciudad tenía como comida básica del día una hogaza pequeña, untada con un poco de grasa o mantequilla en el mejor de los casos. La desaparición repentina del trigo con el que la ciudad iba a pasar el invierno sería un golpe durísimo. Los gremios tendrían que importarlo, suponiendo que pudiesen conseguirlo, a precios desorbitados. Los pobres no encontrarían pan, o lo encontrarían tan caro que sería inalcanzable para ellos. Habría una hambruna tremenda, al igual que había sucedido en 1565 durante el sitio de Malta, que había coincidido con la peor época de cosechas en lo que iba de siglo. Ese año de 1590 estaba siendo también terrible, con sequías y plagas por toda Europa.

La gente iba a sufrir, y mucho. Vargas y Malfini tenían que ser extremadamente cuidadosos con el plan, pues el crimen que iban a cometer —llamado regatonería— estaba castigado con la muerte. Por ello habían contratado jornaleros de fuera de la ciudad sin explicarles cuál sería su cometido, diciendo a sus familias que estarían fuera por un año entero. El silo donde Vargas guardaba el grano estaba a seis leguas de Sevilla, y hasta él llegaban los sacos desde Marchena, Osuna, Utrera y muchos otros pueblos que se habían convertido en la despensa de las ciento cincuenta mil bocas hambrientas de la ciudad más importante del mundo.

El único lugar que Vargas había encontrado con capacidad para ocultar los sacos era una vieja serrería abandonada hacía años, a media legua del silo, escondida en mitad de un pinar. Malfini la compró a través de un intermediario, y los jornaleros la vaciaron de todos los utensilios propios de su anterior actividad.

—Este lugar no es propio para el trigo. Podría pudrirse —gruñó Vargas al verlo concluido.

—No os preocupéis. Sólo serán unos meses, y para entonces habrá tal escasez que os comprarán hasta el grano podrido.

Tapiaron las ventanas y reforzaron las puertas antes de comenzar el traslado, que se había llevado tal y como había ideado Malfini: de noche y en secreto. Habían obligado a los jornaleros a trabajar en condiciones extenuantes y a dormir en la propia serrería, con la promesa de unos salarios tres veces mayores de lo normal. Sólo el traslado les había llevado tres noches, pero ahora estaba felizmente concluido.

Ya sólo quedaba lo más importante.

No podía haber testigos.

Vargas se asomó a la ventana y miró a Groot con gesto serio.

—Ya sabes lo que tienes que hacer.

El capitán asintió, sacó la espada y la agitó en el aire, en una seña convenida. Al instante se oyó un silbido proveniente de la parte de atrás del silo y cuatro hombres aparecieron entre las sombras. Dos de ellos portaban antorchas.

Los que llevaban las manos vacías corrieron hacia la entrada del silo y empujaron una de las enormes puertas, que se abrían hacia afuera, hasta encajarla en su sitio.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó uno de los jornaleros, que se había asomado alarmado al escuchar ruido. Al ver a Groot acercarse a la puerta con la espada en la mano, se asustó aún más—. ¿Qué diablos sucede?

—¡Cerrad rápido! —ordenó Groot, cada vez más cerca de la entrada. Se maldijo por haber dado la orden demasiado pronto, pues los jornaleros eran demasiados. Aun desarmados, si salían en ese momento, les harían pedazos.

El jornalero que había dado la voz de alarma se puso a gritar e intentó estorbar a los dos hombres que trataban de cerrar la segunda de las puertas. Golpeó a uno en la sien con el puño, y éste cayó al suelo, desorientado. Intentó arrojarse encima del desconocido, al que ya le faltaban menos de cuatro palmos para encajar la puerta en su sitio.

—¡Ayuda! Nos van a...

Su desesperada petición de auxilio se convirtió en un estertor sordo. El capitán alcanzó la puerta y le clavó la espada en la garganta, de arriba abajo. El acero asomó por el otro lado del cuello y se hundió en el hueco de la clavícula. Usando la espada como palanca, Groot le dio la vuelta al cuerpo del jornalero agonizante hasta ponerlo de cara al hueco de la puerta. De una fuerte patada lo envió dentro, tirando al mismo tiempo de la espada para liberarla.

—¡La tranca, estúpidos! ¡Poned la tranca! —dijo empujando la puerta hasta conseguir cerrarla. Al otro lado comenzaron a oírse gritos, y alguien empezó a forcejear con la puerta—. ¡No podré retenerla mucho tiempo!

Los dos hombres tomaron el pesado madero y lo levantaron con un gran esfuerzo. Groot sintió un nuevo empujón, y cargó todo su peso sobre las jambas.

—¡Venid aquí! ¡Nos han encerrado! —gritaba alguien al otro lado.

—¡Apartaos! —gritó uno de los hombres que sostenían la tranca, y Groot se hizo a un lado mientras éstos encajaban la madera en el primero de los soportes de acero. Eran los mismos que una semana antes servían para atrancar las puertas del silo por dentro, y que el propio Groot se había encargado de quitar de su anterior ubicación y colocar afuera, junto a otras modificaciones en el edificio que ninguno de los jornaleros había observado.

La tranca iba a encajarse en el segundo soporte cuando uno de los hombres se quedó corto en sus cálculos y el madero se le resbaló, cayendo al suelo. Con tan mala suerte que justo en ese momento los jornaleros encerrados empujaron todos a la vez, consiguiendo abrir una de las puertas varios palmos. Un manojo de dedos desesperados aparecieron por el resquicio de la puerta.

—¡Dejadnos salir!

Groot dejó caer la espada, empotró el hombro contra la puerta y tomó una daga que llevaba al cinto, con la que acuchilló cruelmente los dedos que asomaban. Seccionó varios de ellos, mientras las voces del interior se convirtieron en gritos de dolor.

—¡Empujad ahora, imbéciles! —rugió—. ¡Y vosotros, poned la tranca en su sitio ya, maldición!

El que había dejado caer el madero consiguió alzarla lo suficiente, golpeando el brazo de Groot mientras subía. Éste rugió pero no se apartó del hueco y volvió a empujar, consiguiendo cerrar de nuevo las puertas. Finalmente la tranca cayó sobre el soporte, y los empujones de dentro se convirtieron en golpes sordos e inútiles.

—Siento haberos golpeado, señor —dijo el que había golpeado al capitán, que se agarraba el brazo dolorido.

—Olvídate de eso ahora. ¡Prended la madera!

Los hombres corrieron hacia los lados del edificio, descubriendo unas pilas cubiertas con mantas, que cubrían grandes brazadas de leña seca intercalada con paja. Los de las antorchas comenzaron a aplicar la llama a la leña. En pocos minutos las llamas surgieron altas y fuertes, mientras Groot continuaba en el mismo sitio, vigilando que la puerta aguantase en su lugar. Las embestidas de los jornaleros encerrados eran cada vez más desesperadas, pues ya habían olido el humo que se colaba por los estrechos ventanucos del altillo del silo, donde se guardaban las herramientas.

—¡Buscad la escalera! ¡Salgamos por las ventanas!

Groot sonrió, pagado de sí mismo. La escalera de mano con la que se accedía normalmente al segundo piso del silo había sido retirada mientras los jornaleros hacían el último viaje, y no había más salida del edificio que la puerta que estaba ahora atrancada. Bastaría con quedarse allí para asegurarse de que no salían los hombres encerrados dentro, o que nadie viese las llamas y llegase a tiempo de entrometerse.

Le duró poco la alegría, pues observó que el madero comenzaba a astillarse por el centro, allá donde los embates de los jornaleros eran más fuertes. ¿Serían capaces los prisioneros de reventar la puerta antes de que las llamas mordiesen el tejado del edificio? Cuando eso ocurriese estarían muertos, pues los matones que lo acompañaban aquella noche —suministrados como siempre por Monipodio— habían serrado hasta la mitad los pilares de madera que sostenían toda la estructura. Tan pronto como el fuego llegase arriba, todo se derrumbaría aplastando a los hombres y a los caballos, que ya relinchaban desesperados dentro al percibir el humo.

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