La leyenda del ladrón (61 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Tranquilo, Zacarías. Sé bien lo que tengo que hacer.

El ciego le palmeó la espalda, exultante. Sancho hinchó los pulmones un par de veces antes de comenzar a hablar.

—¡Ladrones de Sevilla, yo soy uno de los vuestros!

Hubo un murmullo de asombro, insultos y voces de protesta entre los congregados, pero otros los mandaron callar. Lo que había ocurrido antes les había llenado de respeto por Sancho, y el joven notó que las miradas ya no eran hostiles.

—Nací lejos de esta ciudad pero en ella me crié como un huérfano. Aprendí los usos de los hijos de Caco con Bartolo, el enano. Sé cortar bolsas, desfondar cepillos, asaltar casas o meter flores. La espada tampoco se me da mal. —Aún la sostenía en la mano e hizo un floreo con la hoja que se ganó el beneplácito del público—. Como vuestro depuesto Rey ha podido comprobar.

Las risas resonaron por la Corte. Sancho hizo una ligera reverencia, asombrado de lo volubles que podían llegar a ser las personas. Devolvió el arma a la vaina en un gesto de paz.

—Soy uno de los vuestros, y he derrotado al Rey en legítimo combate. Según las normas de la cofradía, eso me convierte en vuestro nuevo Rey.

—¡Antes tendríamos que votar!

—¡No!

—¡Alguien como él no puede ser Rey!

Hubo aún más protestas, puños crispados y rostros encendidos por la ira.

—Por supuesto cualquiera de vosotros está en su derecho de disputarme la corona en un duelo a espada. Le deseo la suerte que no tuvieron Catalejo, Maniferro o Monipodio. ¿Algún voluntario?

Enganchó los pulgares en las presillas del jubón y miró a su alrededor con gesto de desafío. Las voces de protesta se acallaron, los puños se abrieron y los brazos descendieron. El silencio en la Corte se volvió espeso y pegajoso como el aceite recién macerado.

—Ya veo que todos estamos de acuerdo. Así que podría ser Rey si quisiera... —Hizo una pausa hasta que se aseguró de que todo el mundo estaba pendiente de sus palabras—. Pero no quiero. Durante muchos años habéis servido para alimentar a una casta de parásitos que se han aprovechado de cada golpe, de cada carrera, de cada engaño. A cambio no os han dado más que la promesa de ahuyentar a los alguaciles.

El silencio se mantuvo un instante, tenso, perlado por las caras de asombro de los ladrones, hasta que estalló en un sinfín de cuchicheos. Zacarías se aproximó a Sancho y le atenazó el brazo.

—Muchacho, ¿qué demonios te crees que estás haciendo? —escupió al oído del joven.

—Lo más justo para todos.

—No es esto para lo que te he ayudado.

—Ni yo he derribado a un Rey para ponerme en su lugar. Y ahora suéltame —dijo librándose de la garra del ciego con un tirón.

Con el rabillo del ojo vio cómo los gemelos le hacían un gesto desde la galería que conducía a las habitaciones de Monipodio, y asintió imperceptiblemente antes de continuar.

—Cuando decidisteis servir a Monipodio en lugar de al rey Felipe, cambiasteis un yugo por otro. Creísteis huir de una vida destinada a doblar el espinazo sobre el arado o sobre el torno, a beneficio de otro. En lugar de eso os jugasteis el cuello para engordar a un rey distinto. Tal vez haya llegado el momento de que recuperéis lo que os corresponde, y seguir otro camino. Os devuelvo el tesoro de Monipodio y la libertad. ¡Ya no habrá más Corte!

Alzó los brazos, que era la señal convenida con los gemelos. Éstos estaban apostados en lo alto de la galería, hasta donde habían arrastrado el cofre en el que Monipodio guardaba todo lo que había logrado amasar tras muchos años de rapiña. Zacarías les había descrito el cofre y les había indicado la manera de reventarlo con enorme precisión, usando unas barras de acero que habían llevado ocultas bajo la ropa. Sancho se preguntó cuántas horas habría dedicado Zacarías, aprovechando las ausencias de su jefe, a acariciar el exterior de aquella caja, soñando con poseer lo que contenía. O con reemplazar al brutal Monipodio por alguien a quien él pudiese manejar, como había pretendido hacer con Sancho.

Los gemelos, al ver la señal, hundieron las manos en el cofre y comenzaron a arrojar enormes puñados de monedas de oro y plata desde la galería a la enorme sala de abajo, sobre la atónita cofradía. Era tanta la cantidad que tardaron un buen rato en vaciarlo, lanzando las monedas tan lejos y en tantas direcciones como podían. Por suerte Mateo encontró un plato de oro dentro del cofre que le sirvió para acelerar el proceso.

Sancho observó, sonriente, cómo la multitud se abalanzaba por el oro con desesperación, zarandeándose entre ellos y luchando por cada moneda, ajenos ya por completo a los Fantasmas. Sintió cómo la euforia invadía cada partícula de su ser. En una sola noche habían acabado con Monipodio y devuelto la libertad a aquellas personas. Tal vez fueran los desechos de la sociedad. Algunos ciertamente eran escoria, pero otros muchos no eran más que desgraciados sin suerte. Con toda seguridad se gastarían su recién adquirida fortuna en unos días de vino y mujeres, y volverían a sus vidas miserables. O tal vez aprovechasen para crear un futuro para sí mismos, ¿quién sabe? En cualquier caso ahora tenían algo que jamás habían tenido, algo de lo que hablarían cada día durante el resto de su existencia.

Una oportunidad.

Sancho ordenó a los suyos que se dirigieran a la salida. Todos siguieron al ciego. Exultante como estaba por el triunfo, Sancho no fue capaz de apreciar la expresión torva de Zacarías.

Si lo hubiera hecho se hubiera preocupado, y mucho.

LIX

L
a pesadilla de Vargas comienza siempre de idéntica manera, en el instante en el que se da cuenta de que el caballo va a aplastar a su hermano. Sin embargo esa noche algo ha cambiado.

Esta vez el duque, el monstruo, no va a caballo sino a pie. Está agachado sobre su hermano, que tendido en el suelo lo llama desesperado. Pero no puede gritar. Nadie puede gritar en sueños, y menos si tiene una daga en la garganta.

Cuando Vargas corre hacia el cuerpo tendido en el suelo se da cuenta de que no es su hermano, sino él mismo. Intenta zafarse, pero sus pequeños brazos son demasiado débiles para la inmensa fuerza del monstruo.

De pronto Vargas abre los ojos, y ya no está soñando, aunque sigue atrapado. El monstruo se ha hecho carne. Una mano de hierro lo empuja contra el colchón, el filo de un cuchillo se apoya en su cuello. El momento es tan aterrador, tan desesperado, que Vargas se pregunta simplemente si no habrá descendido un nuevo nivel en sus pesadillas, o si algo del mundo del sueño que le atormenta habrá regresado con él a la realidad.

Entonces mira al monstruo a los ojos. La luz mortecina de la hoguera arranca destellos verdes de esa mirada. Es un momento de extraña intimidad, están tan cercanos como dos amantes en plena pasión. El uno se reconoce en los ojos del otro, dos ejemplares del mismo animal en una jaula demasiado estrecha.

—Sería tan sencillo mataros —susurra el monstruo—. Una simple presión hacia abajo, un deslizar del cuchillo, y os desangraríais aquí mismo. Me sería tan sencillo como os fue a vos mandar matar a Bartolo, el enano.

Vargas recuerda al muchacho que le robó la cartera de documentos hace dos años en el tumulto de las Gradas, aunque no es capaz de asociarlo con esta figura oscura y poderosa.

—Pero no voy a hacerlo. En lugar de ello os destruiré, delante de toda esta ciudad. Os convertiré en un mendigo, llagado y purulento. Eso sí que será justicia.

El comerciante va a decir algo, tal vez a rogar por su vida, pero luego el orgullo le atenaza y convierte su rostro en un pétreo desafío.

El monstruo esboza una sonrisa y desaparece.

Vargas vence el miedo y renquea hasta la ventana abierta. Es muy alta, y no hay modo de trepar hasta allí. A la luz del día caerá en la cuenta de que el monstruo se descolgó desde el tejado. Unas briznas de cuerda en el alféizar de la ventana le indicarán que el monstruo no es más que un hombre, y que como tal puede morir. El amanecer le devolverá las ganas de presentar batalla.

Pero ahora Vargas, abrazado a sus rodillas, sólo puede pensar en demonios.

LX

T
res noches antes de que Sancho despertase abruptamente a Vargas de su sueño, la gabarra
Póvoa de Varzim
navegaba cerca de la Ilha de la Barreta. El capitán, agotado tras la larga travesía, decidió ir a echar una cabezada. El mar estaba revuelto y el cielo encapotado, pero el barco, aunque antiguo, resistía los embates de las olas sin problemas. El piloto conocía aquellas aguas, pues habían navegado más veces con cargamentos de grano en dirección a Sevilla, aunque nunca en una época tan tardía del año. La
Póvoa de Varzim
debería estar amarrada en Oporto, mientras su tripulación se ganaba un merecido descanso. Pero el armador había recibido un encargo urgente de la Corona española, alertada por la terrible carestía de trigo que había en toda Andalucía. El rey Felipe había solicitado varios barcos cargados de grano, pero el armador sólo había conseguido carga para uno, y ni siquiera lleno. La carestía de grano en Europa, sumada a la voracidad de los barcos de guerra españoles, había consumido los silos de todo el continente. Aquella carga, recogida en Amberes un par de semanas atrás, era probablemente el único trigo que quedaba a la venta en el Viejo Mundo.

El capitán descendió del castillo de popa. Cuando abrió la puerta que conducía a su camarote, una enorme luz blanca le envolvió y sintió como si una mano gigantesca le arrojase contra el mamparo. Volvió a cubierta, justo a tiempo para ver cómo la vela mayor se desplomaba sobre dos marineros. El crujido de los huesos aplastándose fue escalofriante, pero el capitán no tuvo tiempo para pensar demasiado en ello.

—¡Un rayo, señor! ¡Nos ha caído un rayo!

El palo mayor ardía con furia, empujado por el intenso viento que se había levantado en pocos instantes. Un segundo rayo iluminó las caras angustiadas de la tripulación.

—¡A las bombas! ¡Los cubos! ¡Hay que apagar ese fuego o estamos perdidos!

Los hombres reaccionaron y se lanzaron a cumplir las órdenes del capitán. Se formó una cadena humana con parte de los marineros, mientras el resto trataba desesperadamente de arriar el resto del velamen. El capitán se desgañitaba, subido él mismo a las jarcias, animando a sus hombres para que no flaqueasen. El viento arreció aún más, arrastrando lejos el agua que la repentina tormenta comenzaba a descargar, amenazando con arrancar al capitán de su precario asidero.

«Que el fuego no se extienda a la gavia, Dios mío. Sólo te pido eso», rezó el capitán. Pero el Todopoderoso debía de estar ocupado con otros menesteres, porque la oración del capitán cayó en saco roto. Las llamas prendieron en el cordaje de las velas adyacentes. Las cuerdas inflamadas no tardaron en extender el incendio a la mesana, que aún no había sido asegurada sobre el palo. Con la mitad del cordaje suelto, la vela se soltó de sus escotas y se desplegó a babor del barco. Henchida por el viento huracanado y colocada en un ángulo antinatural, la vela hizo escorar el barco peligrosamente.

—¡Cortad esos cabos! ¡Cortadlos o nos iremos a pique!

Uno de los marineros tomó una hacha y se dirigió hacia la mesana, pero nunca llegó a su objetivo. Hubo un crujido atronador que lanzó al capitán de cabeza al agua. Mientras se hundía entre las olas junto a su barco, el capitán se dio cuenta demasiado tarde de que la tormenta había empujado a su barco contra las rompientes de la Ilha de la Barreta. Tuvo un último pensamiento para su mujer y sus hijos antes de ser devorado por la inmensa negrura.

La noticia del naufragio del
Póvoa de Varzim
tardó casi una semana en alcanzar Sevilla. Al haberse hundido en plena noche en aguas de Portugal, tuvo que aparecer uno de los marineros supervivientes en Ayamonte para que el mensaje se pusiera en manos de los funcionarios reales. Cuando el alcalde abrió la carta en la que se relataba lo sucedido, un escalofrío le recorrió la espalda. Aquel cargamento era su última esperanza de suministrar trigo a Sevilla para el invierno. No había más alternativas, ni tiempo para encontrarlas. Y para una ciudad de ciento cincuenta mil almas en la que tres quintas partes de sus habitantes tan sólo tomaban una hogaza de pan al día como único alimento, aquello era un golpe demoledor.

En honor a los servidores de la ciudad, hay que decir que la gran mayoría de ellos realizó un trabajo ejemplar para aliviar aquella crisis en la medida de sus posibilidades. Se reunieron con carniceros y pescaderos, buscando la manera de abaratar los precios de sus mercancías y hacerlas más asequibles a las clases populares. Trataron de incrementar el flujo de alimentos a la ciudad, e incluso pidieron a la todopoderosa Casa de la Contratación que hiciera un préstamo a las exhaustas arcas municipales.

Todas aquellas medidas fueron, por supuesto, inútiles. Aquellos que no eran honrados aprovecharon el conocimiento de la escasez que iba a cernirse sobre Sevilla para hacer acopio de mercancías, pactar precios con los principales proveedores y, en fin, hincharse los bolsillos tanto y tan rápido como pudieron.

El 1 de diciembre de 1590 apenas funcionaban tres tahonas en la ciudad. A mediados de mes era imposible encontrar una sola hogaza de pan en Sevilla. El centeno, la cebada y el salvado se agotaron también, quedando como único alimento barato un pan quebradizo y de miga negruzca, hecho a base de harina de bellotas y algarrobas. La víspera de Navidad, ni siquiera ese abyecto sustituto podía hallarse por ninguna parte. En la Misa del Gallo en la catedral, el arzobispo pidió a Dios que consumiese en el infierno a los ingleses, que como todos sabían eran los responsables de aquella terrible hambruna. Los malditos herejes habían llegado incluso a quemar el almacén de grano con las reservas para el invierno, recordó el arzobispo en su sermón.

Todo aquello susceptible de ser transformado en comida vio en pocos días multiplicarse su precio hasta límites que casi nadie se podía permitir. Los nabos se convirtieron en la dieta habitual de artesanos y miembros de los gremios, mientras que los desfavorecidos se veían obligados a masticar raíces y hierbas. Los márgenes del río estaban repletos de gente peleando por una pesca casi inexistente. Los más pobres incluso devoraban las huevas de los esturiones, un alimento que repugnaba a los sevillanos y que normalmente se echaba a los cerdos. Perros y gatos desaparecieron de las calles, cazados por padres desesperados que no sabían con qué alimentar ya a sus familias. Las ratas proliferaron por todas partes. E incluso corrieron rumores de que algunos huérfanos se esfumaban sin dejar rastro en barrios como La Feria o Carmona.

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