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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (71 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Veinte mil escudos.

Vargas lo miró con incredulidad. Como Sancho había intuido el día en que encontró la nota, el comerciante nunca había creído que sería capaz de conseguir aquella cantidad de dinero. Lo único que quería era hacerle tanto daño como fuera posible, y de paso obtener de él tanto como pudiese.

El joven sacó la espada, retrocedió un poco y de un tajo rajó las dos bolsas. Éstas se abrieron como frutas reventadas, revelando el contenido.

—Doscientos centenes. Robados hace dos noches de la Casa de la Moneda. Y ahora, entregadme a Clara.

El comerciante seguía boquiabierto ante lo que estaba viendo. Meneó la cabeza con fastidio.

—Si os hubiera encontrado antes que el enano ese cuyo recuerdo veneráis… Es una pena desperdiciar tanto talento. Groot.

El flamenco apareció en el segundo piso con un trabuco cargado, apuntando directamente a Sancho. El joven, que ya esperaba una celada así, rodó por el suelo. En el último instante Groot desvió el cañón del arma, apuntando a los caballos. El tiro acertó a uno de ellos, y los cuatro se encabritaron. Guillermo y Dreyer cayeron de la silla, y sólo el comisario acertó a mantenerse erguido, pero descabalgó enseguida para ponerse a cubierto. Los cuatro se unieron a Sancho en uno de los laterales, lejos del alcance del trabuco de Groot.

—No tienen más armas de fuego. De lo contrario nos hubieran disparado mucho antes. Desde allí arriba tenían toda la ventaja —dijo Miguel.

—Entonces ¿qué querían? —preguntó Sancho.

—Obligarnos a bajar de los caballos y separarnos. Seguramente haya más de ellos, esperando en los pisos superiores —dijo Dreyer en voz baja. Tenía un aspecto horrible.

—Vos y Guillermo quedaos aquí. El comisario y yo subiremos.

—No, muchacho. Puede haber más de ellos aquí abajo. Iremos juntos —repuso Miguel.

Desde arriba les llegó la voz burlona de Vargas.

—¡Un viejo, un tullido, un idiota y un niño! ¿Ése es vuestro ejército? ¡Venid a buscarme!

—Aprisa, por la escalera —susurró Sancho.

El ascenso al segundo piso fue cauteloso. La escalera era estrecha y de madera, y toda discreción quedaba anulada por los chirridos desagradables de los escalones. Sancho asomó la cabeza, volviéndose a agachar enseguida, un instante antes de que una descarga destrozase el pasamanos que estaba detrás de él. Pequeños pedazos de madera y yeso le cayeron en el rostro.

—Al otro lado del edificio está la escalera que sube al tercero —susurró el joven a Miguel, con la voz rasgada por el sobresalto.

—Tenemos que alcanzarlas como sea. ¿Habéis visto cuántos son?

—No me he parado a mirar el paisaje —dijo Sancho con una mueca.

El comisario asomó su nariz ganchuda por el hueco. Los corrales del primer piso se convertían en aquel nivel en mesas de despiece. El hedor era aún mayor, como lo sería a medida que subiesen.

—El flamenco está en una esquina, peleando con el arma. Es un viejo trabuco, dudo que sirva para gran cosa a menos que nos alcance de lleno. Debemos avanzar.

Sancho no las tenía todas consigo, viendo el destrozo que había hecho el arma en la pared, pero salió corriendo y se agachó junto a una de las mesas. La descarga que esperaba nunca llegó. En su lugar apareció un hombre bajo y cetrino, armado con espada y daga. Se lanzó a por él y Sancho no tuvo más remedio que abandonar su posición y cruzar su acero con el del matón. Un ruido a su espalda le indicó que un nuevo enemigo se aproximaba. Por puro instinto se echó a un lado, esquivando por muy poco una estocada dirigida a su costado. No pudo ver quién se la había lanzado, pues el sol que entraba por las ventanas del techo le deslumbraba, creando zonas de sombra que imaginó repletas de enemigos. El matón que tenía enfrente, que se había apartado un momento, volvió a azuzarle y Sancho no tuvo más remedio que dejar desprotegido el flanco que había peligrado un instante antes.

—¡Ayudémosle! —gritó Miguel. El resto de la partida salió del hueco de la escalera, trabando sus espadas con las de adversarios a los que Sancho no podía ver. Se preguntó cuántos habría, y si bastarían sus exiguas fuerzas para desnivelar la balanza.

El enemigo al que se enfrentaba ahora era un gran espadachín. Tenía un estilo seco y brusco, al que Sancho opuso técnica y astucia. El matón era poco amigo de avanzar demasiado en el sentimiento del hierro de Sancho, prefiriendo rodearle y empujarle contra la mesa junto a la que había estado agachado un momento antes. Quería arrinconarle para luego lanzar ataques contra sus piernas que a Sancho le resultasen difíciles de contrarrestar. Pero el joven intuyó lo que el otro pretendía, y cuando sus caderas rozaban ya la madera, tiró dos estocadas rápidas y se hizo a un lado. El golpe dirigido contra una de sus piernas acabó hundido en la pata de la mesa, y la espada del matón trabada por un instante. Fue todo lo que Sancho necesitó para atravesarle el cuello. Cayó desplomado, con la mano aferrada aún al pomo de su arma.

Hubo otro movimiento a su espalda y Sancho se revolvió, alzando el arma. Pero la bajó enseguida al ver quién era. Miguel y Guillermo se habían situado detrás de él, enzarzados con otros tres enemigos. El inglés se defendía como podía, mientras el comisario trataba a duras penas de protegerles a ambos. Sangraba profusamente por un par de heridas en el hombro y en la frente, y estaba claro que no resistiría mucho más.

Sancho subió de un salto a la mesa que estaba a su izquierda, corrió por ella y bajó detrás de los matones. Uno de ellos se dio la vuelta, justo a tiempo de encontrarse con la punta de la espada del joven en las tripas. El otro, asustado, logró colarse bajo la mesa y corrió hacia la escalera. Miguel se volvió hacia Guillermo, que repelía de forma desesperada los ataques de un hombre gordo y lento de nariz enrojecida. Estaba claro que había estado bebiendo, y eso probablemente era lo único que mantenía con vida al inglés, que pese a todo perdía cada vez más terreno ante las embestidas del rival. Había descubierto a las malas que en la vida real la espada del contrincante no tiene como objetivo chocar con la tuya y hacer el mayor ruido posible, sino cortarte la yugular.

El comisario no pudo auxiliar a Guillermo, pues otro hombre surgió de entre las sombras y se arrojó sobre él. Justo en ese momento se oyó un grito agudo de dolor, que llegaba desde arriba. Con un escalofrío, Sancho reconoció la voz de Clara.

—¡Maldita sea, muchacho! ¡Ve a ayudarla! —gritó Miguel.

Con la mesa de nuevo entre ambos, Sancho miró por encima del hombro al camino libre que conducía a la escalera del tercer piso. No podía detenerse, ni tampoco dejar a sus amigos en aquella situación. Miró a sus pies, donde había un cubo de madera con fleje metálico rodeándolo. Lo recogió del suelo y lo arrojó a la cabeza del matón borracho. Hubo un golpe seco y éste se desplomó sobre la espada de Guillermo, quien cayó arrastrado al suelo. Confiando en que Miguel fuera capaz de arreglárselas solo, Sancho corrió hacia su objetivo.

No llegó a alcanzar la escalera. Cuando salió de uno de los chorros de luz encontró frente a él una escena dantesca. Dreyer, desarmado y de rodillas, miraba de frente a Groot. El flamenco, erguido junto a él, le propinaba pequeños cortes con su espada en los brazos y el costado. Sancho comprendió que el herrero se había escurrido a espaldas de ellos, pegado a la pared, buscando enfrentarse él solo al hombre que había destruido su felicidad. Pero si al bajar del caballo apenas podía caminar, mucho menos plantar cara al asesino más peligroso que Sevilla había conocido. Groot ahora jugaba con él como un gato cruel lo haría con un ratón ensangrentado y furioso. Una mirada ida en sus ojos pequeños y porcinos aumentaba aún más la animalidad de aquel rostro despreciable.

El flamenco dijo algo en su idioma, y Dreyer respondió de la misma forma. La respuesta no debió de gustar al holandés, puesto que hizo un nuevo corte, esta vez debajo del ojo izquierdo del herrero. Incapaz de contemplar aquella carnicería, Sancho dio un paso hacia adelante, entrando en el último de los círculos de luz que había cerca de la escalera y revelándose a su enemigo.

—El que faltaba… —dijo el flamenco en castellano—. ¿Es alumno tuyo, Dreyer? Ya sabes lo que hago yo con ellos.

—No has aprendido nada, ¿eh, capitán? ¿Tendré que llenarte de nuevo el rostro de mierda? Vive Dios que aquí hay mucha —dijo Sancho, con una sonrisa provocadora. Quería que el flamenco se apartase de su maestro a toda costa.

Los ojos de Groot se abrieron de par en par, mientras el recuerdo de un muchacho rebelde que escapaba huyendo con una moneda de oro volvía a su memoria. Aquella afrenta que no había podido borrar nunca le hizo hervir la sangre, y dio un paso hacia Sancho. Pero antes de entrar en su sentimiento del hierro, se detuvo, y una expresión maliciosa se dibujó en su rostro.

Retrocedió y alzó la espada.

—Sería divertido matar a otro de tus mocosos delante de tu cara, Dreyer. Pero por si sucede lo impensable…

Y descargando el acero, seccionó la tráquea de Dreyer de un solo golpe. El herrero se desplomó con un estertor sordo. Estaba muerto antes de tocar el suelo.

Sancho, que había pretendido provocar al capitán, tuvo que contenerse para no saltar por encima del cadáver de su maestro y arrojarse al cuello de Groot. El brillo en los ojos del flamenco le indicó que eso era exactamente lo que él quería.

—Voy a matarte —dijo desenvainando la segunda de las espadas que llevaba al cinto.

Se colocó en la posición florentina, ambas hojas apuntando al rostro de Groot. El otro parpadeó perplejo al verle adoptar aquel movimiento.

—Así que eres una rata callejera. Ahora entiendo cómo lograste colarte en la Casa de la Moneda.

Dio un paso a su derecha, buscando el ángulo muerto de Sancho.

—Hablas demasiado para ser un campesino cabeza de queso —dijo el joven, dando un paso hacia la derecha también.

Comenzaron a trazar un círculo por encima del cadáver de Dreyer. La suela de sus botas trazaba dibujos sangrientos en el suelo, allá donde los pies se arrastraban cautelosos, buscando el apoyo más firme al tiempo que se mantenían tensos para saltar en cualquier momento. Esta vez fue Groot el primero en atacar, una estocada rápida y ligeramente desviada, que Sancho repelió con una arma al tiempo que enviaba la otra a trazar un círculo frente al rostro del capitán, quien echó el cuello hacia atrás a pesar de que la punta de la hoja se quedó a más de un palmo de su nariz.

Dieron otra vuelta más, estudiándose, mientras la mente de Sancho intentaba abstraerse del hedor, el cansancio, el miedo y el odio. Intentó aislar sus pensamientos de todo lo que no fuesen curvas y rectas, ángulos de entrada, distancias y combinaciones.

«Sexta con la izquierda, trabar en séptima con la derecha, aguantar, intentar entrar en sexta de nuevo», pensó. Y antes de darse cuenta, su cuerpo ya había ejecutado por él aquella maniobra. Un paso hacia adelante, estocada al hombro derecho de su rival que éste desvió, trabar la espada e intentar de nuevo la primera entrada. Pero por desgracia la fuerza de Groot era descomunal, demasiado para sostener el trabado de su espada, y el flamenco rechazó el final de su ataque como si apartase una frágil rama que se cruzase en su camino.

«No lo conseguiré. No puedo con él.»

Pero la estocada debía de haber puesto nervioso al capitán, porque éste respondió con una serie de golpes que Sancho pudo desviar a duras penas. Cada choque de los aceros enviaba las vibraciones hasta las muñecas y los antebrazos del joven, que notó como sus articulaciones crujían ante el enorme esfuerzo. Era como intentar parar la coz de una mula con una hoja de papel.

—¿Lo notas,
smeerlap
? —dijo Groot.

Ambos estaban jadeando, pero Sancho no se engañaba. Los músculos de su brazo izquierdo, los tendones de su mano, incluso sus dientes le habían avisado de que no podrían contener otro asalto como ése. Una más de aquellas estocadas, y la defensa de Sancho fallaría. Y entonces la espada de Groot le destrozaría las costillas.

El flamenco debió de intuirlo, porque dio un paso al frente y descargó uno de sus golpes a la izquierda de Sancho, que logró pararlo a duras penas. Groot se recuperó, volvió hacia adelante y atacó de nuevo, dejando caer su larga espada sobre la cabeza de Sancho como si fuera una porra. Ante aquella embestida brutal, el joven cayó de rodillas y cruzó ambas armas por encima de su cabeza, reteniendo la hoja de su rival en el ángulo que estas dos formaban. El flamenco sonrió, viendo a Sancho a su merced, empujando con todas sus fuerzas mientras el joven se doblegaba cada vez más.

—¿Quieres herirme? Pues lo vas a hacer, hijo de puta.

De un tirón retiró la espada de la izquierda. Groot, sorprendido, no pudo evitar que su espada resbalase por la pendiente que formaba la otra arma. La gruesa punta rebotó en los gavilanes, bajando hasta encontrar el ángulo muerto en la guardia de Sancho.

Sin pensarlo dos veces, Groot hirió cruelmente su antebrazo derecho. Soltó un rugido de triunfo, que en su final se convirtió en un quejido. Atónito ante lo que estaba sintiendo, miró hacia abajo.

La espada izquierda de Sancho se había hundido un palmo en su costado.

—No puede ser… —musitó antes de derrumbarse encima del joven.

Sancho gritó cuando el enorme peso de Groot le aprisionó el brazo izquierdo entre la espada y el suelo. Oyó un crujido y sintió un dolor horrible, mayor incluso que cuando el flamenco le había herido, pero no soltó el arma. En lugar de eso la retorció varias veces, mientras miraba de frente el rostro de Groot. Estaban tan cerca que sus respiraciones se mezclaban.

—No merecéis la pena. Una bastarda criolla y una rata callejera —dijo entre espumarajos de sangre, dañino hasta el final—. ¿Disfrutaste follándotela? Nosotros llevamos haciéndolo toda la semana.

El joven apoyó los talones en el suelo y empujó con todas sus fuerzas hacia arriba, hundiendo aún más su espada en el pecho de Groot. Éste soltó un esputo de sangre negra, y sus ojos se apagaron. Con un esfuerzo supremo, Sancho salió de debajo del enorme cuerpo e inició la subida por el último tramo de escalera.

Cuando llegó a lo alto sintió que iba a desmayarse. La herida del brazo derecho le dolía horriblemente, y apenas podía mover el izquierdo después de que Groot cayese encima de él con todo su peso. Había dejado aquella espada debajo de Groot, incapaz de recuperarla. La otra la sostenía a duras penas.

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