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Authors: Christopher Morley

Tags: #Relato

La librería ambulante (2 page)

BOOK: La librería ambulante
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Asimismo estaremos encantados de pagarle el 10% de las ventas del libro. Adjuntamos dos copias de los contratos para que los firme en caso de que encuentre satisfactoria nuestra propuesta.

Suyos,

DECAMERON, JONES & CO.

Siempre he creído que Paraíso perdido habría sido un título más apropiado para ese libro. Se publicó en el otoño de 1907 y a partir de entonces nuestra vida no volvió a ser la misma. Por algún revés de la suerte, el libro se convirtió en el éxito de la temporada. Fue aclamado como un «evangelio de la salud y el bienestar» y Andrew recibió muchas ofertas de editores y directores de revistas que querían apoderarse de su siguiente libro. Resulta casi increíble ver las bajas estratagemas que los editores están dispuestos a emplear para convencer a un autor. Andrew había escrito en Paraíso recobrado sobre los vagabundos que solían visitarnos, cuán pintorescos, llamativos (permitidme añadir, y qué sucios) eran algunos. Y como nunca echamos de nuestra propiedad a ninguno que pareciera digno, ¿me creeríais si os dijera que, en la primavera posterior a la publicación del libro, un vagabundo de aspecto dudoso, con una mochila a la espalda, se presentó en nuestra granja un buen día y después de elogiar con mucha labia el libro de Andrew y de pasar la noche con nosotros, se levantó a la hora del desayuno y se presentó como uno de los editores más importantes de Nueva York?

Había usado aquella artimaña para que Andrew le cogiera confianza.

Y como ya os habréis imaginado, ¡a ese paso Andrew no tardó en echarse a perder! Al año siguiente desapareció repentinamente. Sólo dejó una nota en la mesa de la cocina. Estuvo seis semanas vagabundeando por todo el estado, recogiendo material para un nuevo libro.

Hice lo que pude para evitar que fuera a Nueva York a hablar con editores y gente de esa calaña. Le llegaban muchos sobres llenos de recortes de prensa y él se ponía a leerlos cuando tendría que haber estado cosechando el maíz. Por suerte, el cartero siempre venía a media mañana, cuando Andrew estaba en el campo, así que yo solía mirar la correspondencia antes que él.

Después del segundo libro (Semillas de felicidad se titulaba), las pilas de cartas de los editores eran tan grandes que yo solía echarlas dentro de la estufa antes de que Andrew las viera, excepto las que enviaban de Decameron Jones, pues a veces traían cheques. Cada poco aparecía algún que otro literato para entrevistar a Andrew. Afortunadamente, conseguía deshacerme de ellos casi siempre.

Sin embargo, Andrew era cada vez menos un granjero y cada vez más un hombre de letras.

Compró una máquina de escribir. Solía pasar mucho tiempo en la pocilga anotando adjetivos para describir la puesta de sol, en lugar de arreglar la veleta del granero, que estaba tan desajustada que el viento norte llegaba por el suroeste. Ya casi ni revisaba los catálogos de Sears Roebuck, y después de que el señor Decameron, que vino a visitarnos a la granja, le aconsejara escribir un libro de poemas bucólicos, la situación se volvió sencillamente insoportable.

Y yo me pasaba el tiempo contando huevos y preparando las tres comidas diarias y administrando la granja, mientras Andrew, en uno de sus ataques de literatura, se marchaba a vagabundear y recopilar aventuras para un nuevo libro. (Tendríais que haber visto en qué estado regresaba después de uno de aquellos viajes, vagando por los caminos sin dinero y sin un solo calcetín limpio en el zurrón. Una vez regresó con una tos que se escuchaba desde el otro lado del granero y tuve que cuidarlo durante tres semanas.)

Cuando supe que alguien había escrito un opúsculo sobre «la Saga de Redfield» donde me describían como una «Jantipa rural» y como «la balanza doméstica que acercaba al gran escritor a las realidades cotidianas de la vida» resolví darle a Andrew una cucharada de su propia medicina. Y ésta es la historia.

Capítulo 2

Era una agradable y limpia mañana de otoño —de octubre, me atrevería a decir— y yo estaba en la cocina sacándoles el corazón a unas manzanas para hacer una salsa. Ese día comeríamos cerdo asado con patatas cocidas y lo que Andrew llama «salsa parda de Vandyke».

Andrew había ido al pueblo a comprar harina y otras provisiones y no regresaría hasta el mediodía. Como era lunes, la señora McNally, la lavandera, había venido a hacer la colada. Recuerdo que me disponía a recoger leña cuando escuché el chirrido de las ruedas del carro en el portal. Uno de los caballos blancos más veloces que hubiera visto nunca tiraba de un extraño carruaje que tenía forma de vagón. Un hombrecillo de aspecto singular y barba roja hizo una venia desde el asiento y dijo algo que yo no pude escuchar por hallarme distraída con aquel ridículo carruaje.

Estaba pintado de un color azul pálido, como el de los huevos del petirrojo, y a un costado se leía en grandes letras escarlatas:

PARNASO AMBULANTE

DEL SEÑOR MIFFLIN

LOS MEJORES LIBROS A LA VENTA:

SHAKESPEARE, CHARLES LAMB, STEVENSON,

HAZLITT Y TODOS LOS DEMÁS

Colgado bajo el carruaje había algo que parecía ser una tienda de campaña, junto a una linterna, un cubo y otras cosas pequeñas. El vagón tenía un tragaluz muy alto en el techo, como el de esos viejos tranvías, y en una de las esquinas se alzaba la chimenea de la estufa. En la parte trasera había una puerta con dos ventanitas a cada lado y unas escaleras al pie.

Mientras yo observaba este estrafalario despliegue, el hombrecillo colorado bajó del vagón y me miró fijamente. Su rostro era una mezcla cómica de apacible picardía y algo de cinismo bien curtido. Tenía una barba rojiza y rala y una vieja chaqueta Norfolk. La cabeza totalmente calva.

«¿Es aquí donde vive el señor Andrew McGill?», preguntó.

Asentí con la cabeza.

«Pero no volverá hasta el mediodía», añadí. «Comeremos cerdo asado.»

«¿Con salsa de manzana?», preguntó el hombrecillo.

«Salsa de manzana y salsa parda», dije. «Por eso estoy segura de que volverá a tiempo. A veces se retrasa cuando el almuerzo es algún guiso, pero nunca los días que hago esta receta. Andrew no valdría para rabino.»

Una sospecha repentina me asaltó.

«¿No será usted otro de esos editores, no?», grité. «¿Qué es lo que quiere de Andrew?»

«Me preguntaba si querría comprar este carruaje», dijo el hombrecillo haciendo ondular su mano desde el vagón hasta el caballo. Mientras hablaba soltó un gancho de alguna parte y uno de los costados se levantó como una tapa. Una especie de mecanismo hizo clic, la tapa se convirtió en un tejadillo y entonces ya no hubo sino libros y más libros en filas.

Aquel costado del vagón no era otra cosa que una gran librería. Estanterías sobre estanterías, y todas repletas de libros, viejos y nuevos. Mientras yo miraba todo aquello, el hombrecillo sacó una tarjeta de visita y me la dio:

PARNASO AMBULANTE DE ROGER MIFFLIN

Sabed, amigos, que tiene mi percherón

Más de mil libros, antiguos y de ocasión.

Del hombre los mejores amigos son.

Los libros que atiborran este gran vagón

Libros para todos los gustos son,

De líricos versos a las Musas,

De buena cocina y agricultura,

Novelas apasionadas de prosa pura.

Cada necesidad tiene su libro justo

Y los nuestros te dejarán a gusto.

Jamás habrá librero que dé alcance

A los finos libros de este Paraíso ambulante.

PARNASO AMBULANTE DEL SEÑOR MIFFLIN

Propiedad de R. Mifflin.

Imprenta Estrella de Job, Celeryville, Va.

Y en tanto yo me reía de lo que decía la tarjeta, el hombrecillo había levantado una tapa similar en el costado opuesto del Parnaso, donde aparecieron otras tantas estanterías repletas de libros.

Me temo que soy terriblemente práctica por naturaleza.

«¡Vaya!», dije. «Supongo que se necesita un corcel la mar de recio para tirar de esa carga. Debe de pesar más que un vagón de carbón.»

«Oh, la buena de Peg puede con todo sin problema», dijo. «No viajamos muy deprisa. Pero, como le decía, mi plan es venderlo. ¿Usted cree que su marido estaría interesado en comprarlo, incluyendo el Parnaso, a Pegaso y todo lo demás? Porque, si no me equivoco, él siente gran aprecio por los libros, ¿no es así?»

«¡Espere un segundo!», dije. «Andrew es mi hermano, no mi marido, y definitivamente siente un enorme aprecio por los libros. Los libros serán la ruina de esta granja dentro de poco. Se pasa la mitad del tiempo soñando despierto con sus libros como una gallina ponedora, cuando debería estar arreglando arneses. Por Dios, si viera este carruaje se quedaría en vilo durante una semana entera. Tengo que recibir al cartero antes de que llegue a casa para sacar del correo los catálogos de las editoriales, de modo que Andrew no los vea. No sabe cuánto me alegro de que no esté aquí ahora mismo. ¡No sabe cuánto!»

No soy ninguna literata, como ya dije, pero sí soy lo suficientemente humana como para disfrutar de un buen libro, así que mientras el hombrecillo hablaba a mí se me iban los ojos hacia las estanterías. Sin duda tenía una colección miscelánea. Vi poesía, ensayos, novelas, libros de cocina, juveniles, libros escolares, biblias y mil cosas más, todas revueltas.

«Mire esto», dijo el hombrecillo, y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía los ojos brillantes de un fanático, «he viajado a bordo de mi Parnaso durante más de siete años. He cubierto la distancia que va de Florida a Maine y supongo que he inyectado tanta buena literatura en el campo como el doctor Eliot con su estantería de cinco pies. Ahora quiero dejar el negocio. Planeo escribir un libro sobre la literatura entre los granjeros e irme a vivir con mi hermano a Brooklyn. Tengo un montón de notas para escribir el libro. Supongo que esperaré a que el señor McGill regrese a casa y veremos si quiere comprar mi negocio. Se lo venderé todo, caballo, vagón y libros por sólo cuatrocientos dólares. He leído lo que escribe Andrew McGill y me imagino que mi propuesta le interesará. Me he divertido como un mono en este Parnaso. Antes era maestro de escuela, hasta que mi salud se resintió. Entonces me metí en esto y debo decir que recuperé la inversión con creces, pues me lo he pasado en grande.»

«Muy bien, señor Mifflin», dije, «me temo que no puedo impedirle esperar. Pero debo decirle que lamento mucho que usted y su viejo Parnaso hayan venido hasta aquí.»

Me di la vuelta y regresé a la cocina. Sabía perfectamente que Andrew saltaría de entusiasmo en cuanto viera aquel cargamento de libros y leyera el poema del señor Mifflin en una de sus locas tarjetas.

Debo confesar que estaba considerablemente molesta. Andrew es tan poco pragmático y tan frívolo como una jovencita, siempre soñando con nuevas aventuras y excursiones por el campo. En cuanto viera aquel Parnaso ambulante se enamoraría de él en menos de lo que canta un gallo.

De todos modos yo sabía que el señor Decameron lo estaba presionando para que publicara un segundo libro: unas semanas atrás había interceptado una de sus cartas, en las que le sugería a Andrew otro viaje para Semillas de felicidad. Tenía sospechas sobre lo que diría la carta, así que la abrí, la leí y… bueno, la quemé. ¡Rayos! Como si Andrew no tuviera nada que hacer aparte de ir por los caminos como un mendigo, sólo para escribir un libro al respecto.

Mientras hacía mi trabajo en la cocina vi cómo el señor Mifflin se ponía cómodo. Le quitó los arneses al caballo, lo ató a la cerca, se sentó en la pila de leña y encendió una pipa. El asunto me molestaba. Al final no pude soportarlo más y salí a hablar con el viajante calvo.

«Mire, señor», dije, «no tiene derecho a instalar su parchís ambulante en mi patio con semejante descaro. Le pido que se vaya de aquí antes de que mi hermano regrese. No se le ocurra romper la armonía de mi hogar.»

«Señora McGill», dijo él (tenía unos modales agradables, el muy desgraciado, con sus ojos titilantes y su estúpida barba), «créame: no quiero ser descortés. Si usted se empeña en que me vaya, lo haré sin dudarlo. Pero le advierto que me quedaré en el camino esperando al señor McGill. He venido a vender mi caravana de cultura y, por los huesos de Swinburne, creo que su hermano es el hombre adecuado para comprarla.»

A esas alturas yo tenía la sangre caliente y admito que no calculé con propiedad lo que dije a continuación: «Antes que Andrew se decida a comprar ese viejo parchís, prefiero comprárselo yo misma. Le ofrezco trescientos dólares».

El rostro del hombrecillo se iluminó. Inicialmente ni aceptó ni declinó mi oferta (me dio un susto de muerte pensar que estaba en sus manos y que el dinero que había estado ahorrando en los últimos tres años para comprar un automóvil Ford pudiera esfumarse de golpe).

«Venga y mírela bien otra vez», dijo.

Debo admitir que el señor Roger Mifflin había convertido el interior de su caravana en un espacio maravillosamente confortable. El cuerpo del vagón estaba construido a cada lado sobre las ruedas, lo que le daba un aspecto pesado, pero así se ganaba espacio para las estanterías. Esto dejaba en el interior un rectángulo de unos cinco pies de ancho y nueve de largo. A un lado había una pequeña estufa de aceite, una mesa plegable y un catre de aspecto acogedor construido sobre una especie de cajonera, donde, supongo, guardaría la ropa y cosas así. Al otro lado había más estanterías, una mesita y una pequeña silla de mimbre. Cada centímetro de espacio parecía haber sido aprovechado de alguna manera, para una estantería, para un gancho, para un aparador colgante o cualquier otra cosa. Sobre la estufa había una prolija hilera de cazos, platos y utensilios de cocina. El elevado techo permitía estar de pie en el centro del vagón. Y una pequeña ventana corredera daba al asiento del cochero. En conjunto, era un carruaje bastante bonito. Las ventanas de las partes frontal y trasera tenían cortinas y un diminuto alféizar con una maceta de geranios. Me hizo gracia ver a un terrier irlandés rojo recostado en un colorido sarape mexicano sobre el catre.

«Señorita McGill», dijo, «no podría vender el Parnaso por menos de cuatrocientos. He invertido el doble en él, entre unas cosas y otras. La construcción es sólida y limpia de cabo a rabo y contiene todo lo que una persona puede necesitar, desde sábanas hasta caldo en cubitos. Será suyo por cuatrocientos dólares, incluyendo el perro, la estufa y todo: bridas, pescante, látigo. Hay una tienda de campaña colgada bajo el vagón y un refrigerador (abrió una escotilla bajo el catre) y un depósito de aceite y Dios sabe cuántas cosas más. Vale tanto como un yate, pero ya me he hartado. Ahora, si teme tanto que su hermano se encapriche con el Parnaso, ¿por qué no lo compra usted misma y se va de viaje? ¡Que se quede él ocupándose de la granja!… Le diré lo que haremos. Yo mismo la ayudaré a adaptarse a la carretera. Viaje conmigo el primer día y le mostraré cómo funciona todo. Podría tener la experiencia de su vida a bordo de esta cosa y darse de paso unas buenas vacaciones. Así le daría a su hermano una buena sorpresa. ¿Por qué no?»

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