—Hay una forma de averiguarlo. ¿La playa está cerca, Svenkov?
—Detrás de ese acantilado —respondió el polinesio titubeante.
—Hay un poder en el Undécimo que podría probar —dijo Anjali hacia los demás—, pero necesito el contacto con el agua de mar. Si todo sale bien, me trasladaré a las mentes de Daniel y Yil y veré lo que están viendo. También puedo percibirlos desde la distancia y saber lo que les rodea...
—Ni lo sueñes —objetó Rowen—. Hasta yo sé que eso es muy peligroso. Si estuvieran muertos...
—¿Prefieres que no los encontremos? —lo interrumpió Anjali—. Ya hemos perdido quizá las posibilidades de hallar lo que buscábamos. ¿Quieres que perdamos también a Yilane y Daniel?
—Quiero que no te pierdas tú —repuso Rowen.
Svenkov meneó la cabeza y continuó el camino. Habló sin volverse y sin dejar de avanzar.
—Sea como fuere, tenemos que cruzar esos acantilados si queremos llegar a la playa antes del anochecer...
Rowen y Anjali no le hicieron caso. Parecían enzarzados en algo más que una simple discusión.
—Por favor, deja de pensar que todo depende de ti, Meldon.
—Solo estoy opinando, Anja. No siempre vas a tener la misma suerte que en el laboratorio de Kushiro. Héctor, explícale lo que podría suceder...
—Lo sé perfectamente, no hace falta que Héctor me explique nada.
—¡Las posibilidades son mínimas!
—Las posibilidades siempre son mínimas, Meldon. Lo que importa es creer en ellas.
El debate se tornó amargo, quizá —opinaba Darby— porque tanto Rowen como Anjali se hallaban al límite de sus fuerzas. En un momento dado las bellas facciones de la creyente se endurecieron.
—Meldon, sé que esta búsqueda para ti no significa otra cosa que una aventura, un logro material, como para tu padre lo fue fundar una empresa... Pero para Yilane y para mí representa el sentido de nuestras vidas... Déjame hacer lo que debo.
Rowen la siguió con la mirada. Su expresión de incredulidad apenaba a Darby, que le puso una mano en el hombro.
—Puede salir bien —dijo Darby.
—Y puede salir mal —replicó Rowen secamente, y se apartó.
• •
11.10
• •
Accedieron a una playa de rocas que lindaba con aquella especie de montaña horadada por la enorme entrada de la caverna. Las gaviotas eran las únicas dueñas del lugar, y graznaban sin temor ante la presencia de dos indefensos y desnudos humanos. Incluso se posaban en la orilla, frente a ellos, y solo alzaban el vuelo cuando Daniel y Yilane se acercaban demasiado. Eran gaviotas no diseñadas, extrañas, quizá inquietantes, pero solo gaviotas.
Mientras caminaban hacia el mar como hacia un ejército que se enfrentara a ellos, Daniel miró la arena cremosa bajo sus pies, con señales indelebles de la presencia de agua no mucho tiempo atrás. Volvió la cabeza y comprobó que aquel barro se extendía hasta la entrada de la caverna.
—La marea —dijo Yilane, como leyéndole el pensamiento—. Las cuevas se inundan con la marea alta. Y está aumentando. —Señaló la línea de la orilla—. Tenemos que encontrar un sitio elevado.
Se dirigieron hacia la montaña y escogieron una ruta de fácil acceso. Cuando consideraron que ya habían escalado lo suficiente, hicieron una pausa para descansar. Daniel se felicitó de su suerte.
—Si hubiésemos salido más tarde, quizá habríamos muerto ahogados.
Yilane no contestó. Se hallaba en cuclillas sobre una roca hurgando en su mochila. Daniel se concentró en revisar la suya: pensar en Bijou momentos antes le había hecho recordar la hornacina. Lanzó un suspiro de alivio al comprobar que seguía allí. La contempló agradecido un instante, ya que tenía la sensación de que había sido aquel objeto el que, de alguna manera, les había ayudado a salir. Luego sonrió con tristeza al imaginar que Bijou hubiera comentado: «Eso es un pensamiento propio de creyentes».
También estaban las provisiones y la ropa. Sacó la petaca de agua y bebió un trago que acompañó con un poco de queso y galletas. No sentía demasiada hambre y, como diseñado, no le resultaba imprescindible comer todos los días, pero supuso que debía hacer acopio de energía.
Entonces se dedicó a observar su cuerpo. Había salido mejor librado de lo que creía: los azotes habían dejado marcas, pero estaban desapareciendo. Tenía varios cortes muy finos que apenas habían sangrado y raspaduras que sanarían pronto. Pensó en ponerse algo de ropa y sacó un velo blanco, pero se limitó a taparse con él. Ya se lo anudaría después. Cerró un instante los ojos, sentado sobre las rocas y abrazado a las piernas, mientras el viento peinaba sus rubios cabellos.
Entonces oyó el llanto.
Levantó la cabeza. Yilane seguía agachado frente a su mochila, de espaldas a Daniel.
—¿Qué te pasa? —preguntó Daniel, incorporándose.
El creyente se volvió apenas. Su bonito rostro estaba enrojecido y brillante.
—Qué te importa a ti, Daniel Kean —espetó. Su tono, casi furioso, confundió a Daniel, que decidió no insistir. Entonces el semblante de Yilane se relajó—. Lo siento.
Daniel sonrió.
—Soy yo quien lo siente... Disculpa si...
Yilane, que seguía dándole la espalda, su largo cabello castaño derramándose sobre la piedra, giró un poco hacia él y mostró el objeto que sostenía. Era un
scriptorium.
En su pantalla aparecía la imagen de un rostro de ojos rasgados. Daniel solo apreció una diferencia con el Yilane de carne y hueso: la expresión del creyente en la imagen desprendía un aura de innegable firmeza, muy distinta de la mueca de sufrimiento con que miraba a Daniel en ese instante, acentuada por las huellas de azotes que cruzaban su espalda y nalgas. Pero Yilane lo sacó de su error.
—Es mi padre —dijo—. Ezra Obed Lane, creyente profundo del Treceavo.
—Oh. —Daniel estaba asombrado—. Sois iguales.
—Me replicó a partir de una de sus células para que recordara siempre que debía perpetuar su memoria: él también fue gemelo de su padre. Me enseñó todo lo que sé antes de que Anjali Sen se convirtiera en mi maestra... Siempre llevo este Recordatorio conmigo. Verlo alivia mi miedo.
Daniel lo comprendía muy bien.
—Hay objetos que nos ayudan —dijo, pensando en la hornacina. Había extendido las piernas y una racha de viento intentó arrebatarle el velo. Lo sujetó contra su pecho.
Pero Yilane no parecía escucharlo. Su expresión era tan dolorida que por un instante Daniel se estremeció.
—Mi padre fue un hombre poderoso y sabio. Él fue quien conoció los detalles de la revelación de Kushiro, ¿lo sabías? Ocurrió por casualidad, a través de uno de los discípulos de Mitsuko llamado Shar. Mi padre conoció a Shar en Alemania, y Shar le confesó lo que Mitsuko les había contado a Ina, Olive y a él. Pero mi padre ya estaba muy enfermo del corazón y sabía que no iba a poder hacer nada por sí mismo. Entonces me confió el secreto. Yo decidí solicitar la ayuda de Anjali. Así fue como los demás se enteraron de todo. El mérito de lo que encontremos, si es que encontramos algo, se debe a mi padre... Él confiaba en mí. —Sus labios temblaron—. ¡Y yo lo he traicionado!
—Pero, Yil...
Yilane miraba a Daniel con la finas cejas convertidas en una uve, al tiempo que los labios dibujaban otra uve en sentido inverso. Eran como flechas que apuntaran directamente a sus ojos.
—¡Lloré como un niño cuando esos creyentes me azotaron! ¡Me porté como un cobarde en la caverna, y supliqué que me ayudaras! ¡Soy creyente profundo del Capítulo del Mar, tengo una fuerza inmensa dentro de mí...! ¿Y para qué se supone que la utilizo? ¡Soy indigno de la confianza de mi padre y de la maestra Sen!
Daniel se levantó mientras el creyente lloraba y tomó sus manos.
—No, no... Es el miedo, Yil... No podemos luchar contra el miedo...
—Aún los llevas —dijo Yilane entonces, en otro tono.
—¿Qué?
—Los adornos rituales.
Recordó los pendientes de pequeñas conchas que Yilane había repartido en la playa. Había extraviado el collar pero los pendientes, en efecto, seguían en sus lóbulos.
—En aquel momento no les diste importancia —dijo Yilane—, pero ellos son los que nos han protegido, Daniel. Pudimos huir gracias a ellos, y por eso al final la amenaza se convirtió en simples pájaros chillando... La realidad es otra muy distinta, terrible, cósmicamente espantosa, pero esa protección nos ha servido para evitarla...
A Daniel le irritaba la insistencia de Yilane en querer ver lo que él no veía (como todo creyente), pero no deseaba alterarlo más.
—Quizá sea cierto que... —dijo mientras se levantaba y empezaba a anudarse el velo a la cintura. Entonces quedó inmóvil.
Simples pájaros chillando.
Miró a su alrededor. Un pequeño sendero descendía por el lado opuesto de las rocas. Decidió recorrerlo. El mar seguía avanzando y ya lamía las proximidades del acantilado. Las gaviotas chillaban a lo lejos.
—¡Daniel! —llamaba Yilane—. ¿Qué ocurre?
Chillido de pájaros.
¿No era esa una de las frases que, según Darby, había pronunciado cuando estaba inconsciente, una de las claves de la revelación? Se disponía a decírselo a Yilane cuando, de repente, al llegar al borde de las rocas, otro panorama se extendió ante él.
Se quedó mirándolo boquiabierto.
• •
11.11
• •
Aunque el viento junto a la orilla no era muy intenso, Anjali Sen se sujetaba el largo pelo negro apartándolo del rostro. Las olas que acariciaban sus piernas eran suaves, pero al arrastrar los guijarros en su retirada producían un estrépito como de millares de pequeños pies de madera corriendo y golpeándose entre sí.
Ondas. El mar, su constante flujo y reflujo. Una ola podía haber alcanzado los más remotos confines antes de rozar su piel. De igual forma, mentes y cuerpos se expandían y replegaban conectados entre sí.
Anjali sabía que iba a intentar algo arriesgado. No obstante, le molestaban las continuas injerencias de Meldon. El gran defecto del empresario era querer controlarlo todo, y ella deseaba enseñarle que no iba a someterse a ningún dictado, salvo el de su propia creencia.
Sin embargo, no era el momento de pensar en Meldon.
Encontró un lugar propicio, se arrodilló y se arqueó completamente hacia atrás, hasta sumergir los cabellos en la superficie fría y movediza del agua.
Conocía bien el Undécimo y el Duodécimo Capítulos. Ambos venían a decir lo mismo: la mente humana está conectada a criaturas remotas, seres que habitaron el mundo en épocas pretéritas, y esa conexión aún no está rota. Es posible hallarla y utilizarla, de igual manera que un transmisor «halla» a otro mediante el puente de las ondas.
Ondas. Mar. La Casa de Dios.
Las olas la recorrían como sábanas que alguien agitara sobre su cuerpo.
Permaneció quieta y extendió los brazos, dejando que las manos se mecieran. Su pelo semejó una medusa negra a la deriva. La posición de su cabeza le hacía contemplar el acantilado al revés: una inmensa estalactita gris.
Sobre todo, ante todo, no dejes que el miedo te use. Úsalo.
Flotaba, se dejaba ir. Mantener aquella postura requería esfuerzo, y ese era el «truco» (como hubiese dicho Meldon): el esfuerzo la distraía, la obligaba a concentrarse en sus músculos, a considerar su cuerpo como un saco arrastrado por las olas.
Sus pensamientos se diluían.
De repente se tensó como una ola encrespándose. Ya no estaba en la playa. ¿Dónde se encontraba?
Giró la cabeza, miró. Vio formas misteriosas a su alrededor y un espacio grotesco envolviéndola. Era terrible sentirse tan ajena a sí misma.
Por fin los veía. Y algo más.
Una presencia imprevista, un peligro inmenso que Yilane y Daniel ignoraban, aunque se hallaba junto a ellos.
• •
11.12
• •
Daniel se detuvo en la playa, jadeante. No apartaba los ojos de aquel punto en el acantilado. La marea había ascendido lo suficiente como para circundar las grandes piedras más próximas a la orilla y cubrir sus tobillos. El viento agitaba su pelo dorado y el velo blanco atado a su cintura. Oía a Yilane como se oyen los sueños o los recuerdos. Solo le interesaba el lugar que estaba contemplando, aquella cúspide en la roca.
De pronto bajó la vista y encontró al creyente bloqueándole el paso, de pie sobre la arena, las piernas separadas. La voz de Yilane contenía más ansiedad que nunca.
—Daniel, este es el lugar, ¿no es cierto?
—No lo sé.
Pero mentía. Estaba casi seguro de que lo era.
Se encontraban en una cala rodeada de altos acantilados, el más pequeño de los cuales era el que acababan de abandonar. Frente a ellos se alzaba la mole de otro mucho mayor, de piedra oscura y pulida por una eternidad laboriosa, hendiendo el cielo azul. Los rayos del sol que declinaba daban en la cúspide señalando el punto donde la roca había sido dibujada. Enormes trazos de pintura blanca conformaban la silueta que tantas veces Daniel había visto representada en los ídolos y las máscaras de los guerreros: un rostro, unas manos.
Chillidos de pájaros. Máscara y Manos.
El rostro tenía retazos de ojos y una boca abierta en una mueca. Las manos eran grotescas.
Daniel contemplaba absorto aquella imagen.
Lo que más le asombraba era la coincidencia de su recuerdo con el hallazgo. Había oído «chillidos de pájaros», oteado el paisaje, visto aquel dibujo.
En ese momento vio otra cosa.
—Hay una abertura.
No la señaló. Dedujo que Yilane la vería también. Sin embargo, era difícil si no se miraba con detenimiento: se hallaba en la boca del dibujo. Un agujero pequeño desde aquella distancia, pero sin duda capaz de dejar pasar un cuerpo.
Yilane se limitó a volver la cabeza un instante y luego continuó mirando a Daniel. Se había sujetado a la muñeca una pulsera de pequeñas conchas encadenadas; su cuerpo finamente musculado estaba iluminado por los resplandores del sol de poniente y el viento alborotaba su cabellera rizada y parecía mover sus ojos y hacer temblar sus hermosos labios.
—Este es el lugar —repitió. Pero ya no era una pregunta sino una enérgica afirmación—. Y lo has hallado tú, tal como dictaba la revelación... No debemos osar profanarlo sin antes entregarnos a los ritos.
—Oh, Yilane... —murmuró Daniel, apartándose.
—¿Ni siquiera haber llegado hasta aquí te hace creer? ¿Por qué no abandonas de una vez esa estúpida actitud? ¿No comprendes que eres la prueba de que todo lo que te hemos dicho es cierto?