Hugo sonrió.
—Por supuesto, dom Menaud, por supuesto. Echemos un vistazo a los libros, ¿le parece?
Pasaron la tarde hurgando en los montones de libros húmedos, haciendo un inventario aproximado y estableciendo un sistema de clasificación basado en la evaluación del abad del valor histórico de cada volumen. Al final, el monje joven les sirvió un té con galletas y el abad aprovechó la oportunidad para señalar un librito envuelto en una toalla. Estaba apartado de los demás, en un extremo de la mesa de lectura.
—Me gustaría conocer su opinión sobre este ejemplar, señor Pineau.
Hugo dio un largo sorbo al té antes de ponerse unos guantes de látex. Desenvolvió el libro e inspeccionó la elegante encuadernación en cuero rojo.
—¡Vaya, se trata de algo especial! ¿Qué es?
—A decir verdad, no lo sé. Ni tan siquiera sabía que lo teníamos. Uno de los bomberos lo encontró en el interior de la pared. La tapa estaba pegada y no he querido forzarla.
—Una buena decisión. Es una regla fundamental a menos que sepa lo que hace. Está muy saturado, ¿no? Fíjese en la mancha verde de los bordes de las páginas, aquí y aquí. Y aquí hay otra más pequeña, roja. No me sorprendería que tuviera ilustraciones en color. Los pigmentos de base vegetal pueden extenderse. —Aplicó una leve presión a la cubierta y dijo—: Estas páginas no se separarán si no las sometemos a un proceso de liofilización, pero tal vez pueda levantar la tapa para ver la guarda. ¿Me permite?
—Si puede hacerlo sin dañarlo…
Hugo sacó una bolsa de cuero del maletín y la abrió. Contenía una colección de herramientas de precisión con puntas, cuñas y ganchos, cual un equipo de disección o de dentista. Eligió una espátula diminuta con una hoja finísima, la introdujo bajo la cubierta y avanzó milímetro a milímetro con la mano firme de un ladrón de cajas fuertes o de un artificiero.
Dedicó cinco minutos a liberar el perímetro de la tapa, introduciendo la espátula alrededor de un centímetro por todo el borde, y luego, tirando con suavidad, la tapa se despegó del frontispicio y se abrió.
El abad se inclinó sobre el hombro de Hugo y soltó un grito ahogado cuando ambos leyeron la inscripción en negrita de la guarda, con una caligrafía fluida y firme:
Ruac, 1307
Yo, Bartolomé, fraile de la abadía de Ruac, tengo doscientosveinte años y esta es mi historia.
A
medio camino entre Burdeos y París, en el compartimiento de primera clase del TGV, Luc Simard libraba una batalla campal entre los dos intereses que lo consumían de forma permanente: el trabajo y las mujeres.
Estaba sentado en el lado derecho del vagón, en la hilera de un único asiento, revisando un artículo suyo sometido a revisión por pares en
Nature
. Las vistas del campo verde pasaban a toda velocidad al otro lado de las ventanas tintadas, pero no podía reparar en el paisaje mientras se esforzaba por encontrar la expresión adecuada en inglés que le permitiera expresar sus conclusiones. Hace tan solo cuatro años, cuando vivía en Estados Unidos, ese bloqueo habría sido inconcebible; le resultaba increíble lo rápido que se podían oxidar esos conocimientos cuando no se utilizaban, incluso para alguien bilingüe de verdad como él.
Había visto a dos mujeres preciosas, sentadas una junto a la otra en el lado izquierdo del vagón, un par de filas más adelante, que se volvían una y otra vez, sonreían y charlaban entre sí, tan alto que podía oírlas.
—Creo que es una estrella de cine.
—¿Cuál?
—No lo sé. Quizá es un cantante.
—Ve y pregúntaselo.
—No, ve tú.
Habría sido facilísimo recoger los papeles e invitarlas a tomar algo en el vagón restaurante. Luego, indefectiblemente, tendría lugar el intercambio de números de teléfono antes de bajar en la estación de Montparnasse. Quizá una de ellas, quizá ambas, podría quedar para más tarde y tomar una copa después de la cena con Hugo Pineau.
Sin embargo debía acabar el artículo como fuera y luego preparar una clase antes de volver a Burdeos. No tenía tiempo para esa reunión improvisada, algo que ya le había dicho a Hugo, pero su viejo compañero de escuela le había pedido, le había suplicado literalmente, que sacara tiempo de donde pudiera. Tenía que enseñarle algo y tenía que hacerlo en persona. Le había prometido que no se llevaría una decepción y, en cualquier caso, iban a darse un buen banquete por los viejos tiempos. Y, ah, sí, viaje en primera clase y una buena habitación en el Royal Monceau, cortesía de la empresa de Hugo.
Luc volvió a concentrarse en el artículo, un estudio sobre cinética de poblaciones en los cazadores recolectores europeos durante el Máximo Glacial del Paleolítico Superior. Era increíble pensar que hace treinta mil años solo había unos cinco mil humanos en Europa, si los cálculos de su equipo eran correctos. Cinco mil almas, ¡un número peligrosamente cercano al cero! Si esas pocas personas no hubieran encontrado un refugio lo bastante bueno para protegerse del frío entumecedor en el Périgord, Cantabria y las costas ibéricas, ninguna de esas mujeres que no paraban de reír, ni nadie más, estaría ahí hoy.
Sin embargo, las mujeres siguieron lanzándole miraditas y murmurando sin tregua. Al parecer estaban aburridas, o quizá él era un tipo irresistible, con sus facciones duras, la melena negra que le caía sobre el cuello de la camisa, la barba recia de dos días, el lápiz colgando de los labios como un cigarrillo, las botas camperas que sobresalían por debajo de los vaqueros ajustados y ocupaban medio pasillo. En algunos aspectos parecía más joven, pero las gafas para leer servían de contrapunto y le conferían un aspecto que se adecuaba más al profesor de cuarenta y cuatro años que era en realidad.
Una última sonrisa furtiva de la más guapa de las dos chicas, la que estaba sentada en el pasillo, acabó haciendo mella en su débil resistencia. Suspiró, guardó los papeles y dio tres pasos largos para acercarse hasta ellas. Le bastó con un simpático «Hola».
—Hola. Mi amiga y yo nos estábamos preguntando quién es —balbució la chica del pasillo.
—Luc, ese soy yo —dijo él con una sonrisa.
—¿Es actor de cine?
—No.
—¿De teatro?
—Tampoco.
—Entonces, ¿qué es?
—Soy arqueólogo.
—¿Como Indiana Jones?
—Efectivamente. Como él.
La chica del pasillo miró fugazmente a su amiga y le preguntó al profesor:
—¿Le gustaría tomar un café con nosotras?
Luc se encogió de hombros y pensó en el artículo inacabado.
—Sí, por supuesto —respondió—. ¿Por qué no?
E
l general André Gatinois estaba caminando con paso enérgico por el cementerio Père Lachaise, tal y como tenía por costumbre a la hora de comer cuando hacía buen tiempo. Con los cincuenta años cumplidos cada vez le resultaba más difícil mantenerse en forma, y a menudo le parecía necesario saltarse la comida y caminar unos cuantos kilómetros.
El cementerio, el más grande de París, era el más visitado y probablemente el más famoso del mundo, la última morada de gente como Proust, Chopin, Balzac, Oscar Wilde y Molière. Gatinois no soportaba que también albergara los restos de Jim Morrison, y expresaba sus quejas en persona al administrador del cementerio cuando veía que otro fan atontado de los Doors había pintado la palabra JIM junto con una flecha en alguna pared.
El cementerio se encontraba a solo un kilómetro de su oficina, situada en el boulevard Mortier, del distrito 20, pero para poder pasar el máximo tiempo posible en zona verde le pedía a su chófer que lo llevara a la puerta principal y que lo esperara hasta que hubiera acabado el paseo. La matrícula diplomática de su Peugeot 607 negro le garantizaba que la policía no molestaría al chófer.
El cementerio era enorme, de unas cincuenta hectáreas, y Gatinois podía elegir entre un número de rutas casi infinito. En un día soleado de finales de verano, las hojas de los árboles empezaban a cambiar de color y crujían de un modo agradable mecidas por la brisa. Caminó entre la marabunta de turistas, aunque su elegante traje azul, el peinado al estilo militar y su postura rígida destacaban entre los vaqueros y sudaderas de la vulgar mayoría.
Ensimismado en sus pensamientos, se había adentrado algo más de lo habitual en el cementerio, de modo que aceleró el paso para asegurarse de que llegaba a tiempo a la reunión semanal de personal. De repente vio un panteón especialmente grande y ornamentado en un montículo, y se detuvo un instante. Era de estilo bizantino, no tenía paredes y albergaba una serie de sarcófagos adornados con un hombre y una mujer medievales en marmóreo reposo. La tumba de Eloísa y Abelardo. La pareja de amantes desdichados del siglo XII que definían tan bien el concepto de amor verdadero que, con el fin de recibir un homenaje nacional, sus restos se trasladaron a París en el siglo XIX desde su lugar origianl de reposo en Ferreux-Quincey.
Gatinois se sonó la nariz en el pañuelo. Amor eterno, murmuró con desdén para sus adentros. Propaganda. Mitología. Pensó en su propio matrimonio sin amor y tomó nota mentalmente de que tenía que comprarle un regalo a su amante. También estaba cansado de ella, pero alguien de su posición estaba obligado a someter sus escarceos a grandes medidas de seguridad. A pesar de que sus colegas eran discretos, no se sentía del todo libre: no podía cortar por lo sano, cambiar muy a menudo y, al mismo tiempo, mantener la dignidad.
El chófer atravesó el cordón de seguridad y dejó a Gatinois en un patio interior, donde entró en el edificio por una gran puerta de roble tan venerable y sólida como el Ministerio de Defensa.
La piscine.
Ese era el apodo del complejo de la DGSE. La piscina. Aunque el nombre hacía referencia a la Piscine des Tourelles de la Federación Francesa de Natación, que se encontraba cerca de ahí, el concepto de nadar largos, de esforzarse mucho pero no avanzar, le parecía adecuado.
Gatinois era una especie de caso raro en la organización. Ninguna de las personas que trabajaban en la Dirección General de Seguridad Exterior poseía un rango superior al suyo, pero su unidad era la más pequeña y, en una agencia en la que la opacidad era un modo de vida, la Unidad 70 era la más opaca.
Mientras que sus homólogos de las Direcciones de Estrategia e Inteligencia contaban con mucho personal y gran presupuesto, estaban a la altura de sus colegas de la CIA y otras agencias de inteligencia de todo el mundo y tenían categoría de estrella entre sus hombres, su unidad palidecía en comparación. Contaba con un presupuesto pequeño, solo disponía de treinta hombres y Gatinois apenas era conocido. Nunca le habían faltado recursos, pero la cantidad de fondos que necesitaba quedaba empequeñecida por la División de Acción, por ejemplo, con su red global de espías y agentes. No, Gatinois lograba sus objetivos con muchos menos recursos de los que necesitaban otros grupos. A decir verdad, gran parte del trabajo de su unidad era realizado por personal de laboratorios del gobierno y académicos que no tenían ni idea de en qué estaban trabajando.
Gatinois debía contentarse con el hecho de saber que, tal y como le decía su superior, a menudo el director de la DGSE, el ministro de Defensa, e incluso el presidente del gobierno mostraban más interés en la información proporcionada por la Unidad 70 que en cualquier otro asunto relacionado con la inteligencia del Estado.
La Unidad 70 disponía de una serie de salas en un edificio del siglo XIX del complejo. Gatinois siempre había preferido trabajar ahí antes que en otros edificios más modernos pero sin personalidad, y nunca había aceptado un traslado. Prefería los techos altos, las molduras elaboradas y los paneles de madera que revestían las paredes, aunque los lavabos ocupaban más que los equivalentes modernos.
La sala de reuniones era de proporciones enormes y tenía una araña de cristal reluciente. Tras una breve visita a su baño privado para adecentarse, entró en la sala, saludó a su personal con un gesto de la cabeza y tomó asiento en la cabecera de la mesa, donde lo esperaba el informe de la reunión.
Uno de sus rituales más presuntuosos consistía en hacer esperar a su equipo en silencio mientras hojeaba el informe semanal de situación. Cada jefe de departamento realizaba un resumen oral, pero a Gatinois le gustaba saber de antemano qué iba a oír. Su principal ayudante, el coronel Jean-Claude Marolles, un hombre bajo y altivo, con un bigote pequeño muy bien cuidado, estaba sentado a su derecha y jugueteaba con el bolígrafo, haciéndolo rodar con el pulgar y el índice, mientras esperaba que Gatinois encontrara algo que criticar.
La espera no fue muy larga.
—¿Por qué no me ha hablado nadie de esto? —preguntó Gatinois, que se quitó las gafas de leer como si fuera a lanzarlas.
—¿De qué, general? —inquirió Marolles con un tono de hastío que enfureció a su superior.
—¡Del incendio! ¿De qué va a ser?
—Solo ha sido un pequeño incendio en la abadía. No ha sucedido nada en el pueblo. No parece tener ninguna importancia.
Gatinois no se dio por satisfecho. Fue mirando, sin parpadear, a todos y cada uno de los hombres sentados a la mesa hasta llegar a Chabon, el que se encargaba de controlar al doctor Pelay.
—Pero, Chabon, aquí has escrito que Pelay te dijo que el propio Bonnet ayudó a sofocar el incendio y que mencionó que habían encontrado un libro antiguo en el interior de una pared. ¿Es tuyo este informe?
Chabon respondió con una afirmación.
—¿Y de qué libro se trata? —preguntó el superior con frialdad.
—No lo sabemos —contestó Chabon dócilmente—. No me pareció que tuviera relevancia para nuestro trabajo.
Gatinois aprovechó la oportunidad para adoptar un papel histriónico. Se inspiró en la araña de luces, que le recordaba la explosión de unos fuegos artificiales. A menudo su trabajo podía resultar muy aburrido. Era fácil dejarse llevar por la displicencia. Habían pasado seis meses largos desde que había sucedido el último hecho digno de mención, y su frustración por la lentitud con que avanzaba su misión, y el ascenso a un cargo superior en el ministerio, que hacía tiempo que debería haberse producido, estaba a punto de hacerlo estallar.
Empezó en voz baja, conteniéndose, y fue elevando el tono en un suave
crescendo
, hasta que profirió unos gritos tan fuertes que podían oírlos en el pasillo.
—Nuestro trabajo es Ruac. Todo lo que pase en Ruac. Nada de lo que suceda en Ruac carece de importancia hasta que yo lo diga. ¡Si un niño coge la varicela, quiero saberlo! ¡Si se produce un corte de electricidad en el café, quiero saberlo! ¡Si un perro caga en la calle, quiero saberlo! Se encuentra un libro antiguo en una pared de la abadía de Ruac ¿y la primera reacción de mi personal es que no es importante? ¡No seáis estúpidos! ¡No podemos caer en la complacencia!